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Marie Louise Berneri: El Laberinto Español de Brenan (1944)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

Una reseña del libro de Gerald Brenan, El Laberinto Español, escrita por Marie Louise Berneri (1918–1949), la talentosa periodista y escritora  anarquista, nace en Italia, una de las hijas de Camillo Berneri y Giovanna Berneri, prominentes anarquistas al frente de la lucha contra el fascismo. Fueron forzados a abandonar Italia en 1926. Marie Louise fue a la universidad en Francia, donde trabajó con Louis Mercier Vega.  En Mayo de 1937, Camillo Berneri fue asesinado en España, probablemente por agentes estalinistas. Marie Louise terminó en Inglaterra, donde hizo campaña por los anarquistas españoles y ayudó a revitalizar el movimiento anarquista inglés. Escribió prolíficamente para los periódicos anarquistas ingleses Spain and the World, luego War Commentary, luego Freedom. Tras su prematura muerte en 1949 se publicó una colección de sus artículos bajo el título, Ni Este ni Oeste (1952), enfatizando el rechazo anarquista de la falsa dicotomía de la Guerra Fría planteada por los ideólogos del occidente capitalista y el oriente comunista, y la necesidad de una alternativa anarquista.
"Es desde un punto de vista anarquista y sin ser impedidos por una falsa lealtad o por consideraciones oportunistas, sino también con modestia y comprensión que debemos intentar rescatar las lecciones de la Revolución Española. Estoy convencida de que nuestro movimiento se demoralizará y debilitará más por ceguera y admiración acrítica que por la franca admisión de errores pasados."



Libros sobre España han sido escritos ya sea por instruidos profesores que narran la historia ignorando completamente los movimientos de la clase trabajadora y la existencia de la lucha de clases y quienes por ende disponen caprichosas interpretaciones sobre eventos que no pueden comprender, o por periodistas que se sienten calificados para escribir sobre España tras pasar unos días o unas semanas en el país y sin haber adquirido ningún conocimiento previo del trasfondo histórico de su pueblo. Tales libros contienen a veces pasajes brillantes, como en El reñidero español de Borkneau y el Homenaje a Cataluña de George Orwell, pero están también llenos de inexactitudes y de generalizaciones apresuradas. Son escritos con frecuencia además con un sesgo para adecuarse al estilo político del momento. Se escribieron varios libros sobre la revolución española que no mencionan la obra del movimiento anarquista o siquiera su existencia. Por otra parte, ya que está en boga realzar a los comunistas, la mayor parte del trabajo hecho durante la revolución se le atribuye a ellos.
    El Laberinto Español se aparta de todos estos libros, tanto por la erudición que el autor despliega como por su aproximación objetiva al tema. Gerald Brenan no utilizó ningún método conveniente para escribir este libro. Se ha esforzado por hallar la verdad y por ser justo con todas las partes con las que lidia, y si a ratos el libro contiene imprecisiones se siente que se deben a una información errada más que a un prejuicio político.
    El libro de Brenan se hace interesante y penetrante por su simpatía con el tema tratado. Él ama a España y a los españoles y tiene un entendimiento particular de los campesinos españoles entre los que vivió por tanto tiempo, no como turista sino como uno de ellos, compartiendo sus hogares, su comida, sus charlas, sus canciones y bailes. Un historiador debiese intentar experimentar en la imaginación los sentimientos y reacciones del pueblo que describe, y es capaz de hacerlo sólo si puede, por así decirlo, ponerse en su lugar. Brenan es extremadamente talentoso a ese respecto. Ha lidiado con el tema no sólo como estudioso sino también como artista y como psicólogo. Esto le ha permitido comprender acciones que, no siendo él un revolucionario, no puede aprobar, como la quema de iglesias, el uso de bombas, el asesinato de sacerdotes, la expropiación de terratenientes y muchos otros actos de sublevación de los trabajadores españoles. Él ve estos hechos en su correcta perspectiva y hace burla de los reaccionarios que, al más leve movimiento de revuelta entre las masas, están preparados para ver a toda la clase trabajadora como una pandilla de criminales. Desacredita efectivamente las historias de atrocidades, una tarea que, desafortunadamente, los historiadores no están dispuestos a emprender, particularmente cuando estas historias se usan para desacreditar a enemigos nacionales o de clase. Brenan dice que ya en 1873 las más infames historias circulaban contra los anarquistas. Los carlistas, que eran el equivalente a los fascistas de hoy, lanzaron dos periódicos pseudo-anarquistas para darle más peso a sus historias de atrocidades. La portada de uno de ellos, Los Descamisados, ponía el siguiente grito de batalla:
    ¡900.000 cabezas! ¡Despedacemos el baúl del cielo como si fuese un tejado de papel! ¡La propiedad es un robo! ¡Completa, total igualdad social! ¡Amor libre!

Tras la sublevación asturiana de octubre de 1934 circularon nuevamente acusaciones de atrocidades a gran escala contra los trabajadores revolucionarios. Brenan dice:
Se contaban y se daba fe solemnemente de los cuentos más increíbles. Se decía que las monjas de Oviedo habían sido violadas; se decía que les habían sacado los ojos a veinte niños hijos de la policía de Trubia; que sacerdotes, monjes y niños habían sido quemados vivos; mientras que se declaraba que el sacerdote de Suma de Lagreo había sido asesinado y su cuerpo había sido colgado sobre un gancho con el mensaje “se vende aquí carne de cerdo” sobre él. Aunque la búsqueda más cuidadosa de periodistas independientes y de diputados radicales — miembros del partido en el poder — no revelaban huella alguna de ninguno de estos horrores,  y aunque las considerables sumas recogidas para los veinte niños cegados tenían que ser dedicados a otros propósitos porque no se encontraba a ninguno de estos niños, estas y otras historias seguían siendo repetidas en la prensa de derechas por meses en adelante.

    De los métodos terroristas utilizados por los anarquistas a fines del siglo pasado Brenan da una explicación muy penetrante y particularmente importante pues estos actos son casi universalmente condenados y son aún tenidos en contra del anarquismo:
    Los años noventa fueron en todas partes el período del terrorismo anarquista. Hemos visto cómo la pérdida de sus adherentes de clase trabajadora y la estupidez de la represión policial condujo a esto. Pero hubo otras causas también. El reino de la burguesía estaba ahora en su punto más alto. La maldad, su filisteísmo, su insufrible santurronería pesando sobre todo. Crearon un mundo soso y feo y estaban tan firmes en ello que parecía inútil siquiera soñar con la revolución. El deseo de sacudir por la acción violenta la complacencia de esta tremenda, inerte y estancada masa de opiniones de clase media se tornó irresistible. Los artistas y escritores compartían este sentimiento. Debe uno situar libros como Bouvard er Pécuchet de Flaubert y A Rebours de Huysman, los epigramas de Butler y Wilde y los salvajes arrebatos de Nietzsche en la misma categoría que las bombas de los anarquistas. Asombrar, enfurecer, registrar la protesta se volvió lo único que una persona decente o sensible podía hacer.
    Se podría citar muchos pasajes para demostrar que la actitud de Brenan no está obstruida por prejuicios y que sus juicios no son hechos de acuerdo a un código fijo de moral burguesa.

 
* * *

El Laberinto Español está dividido en tres partes. La primera describe la historia del antiguo régimen, eso quiere decir los regímenes políticos en España desde 1874 a 1931. Esta parte es en su mayoría una crónica de eventos.
    La segunda parte que, desde un punto de vista social, es la más interesante, trata en detalle de las condiciones de las clases trabajadoras y contiene un análisis cuidadoso de: la cuestión agraria, los anarquistas, los anarcosindicalistas, los carlistas, los socialistas.
    La tercera parte trata de los eventos en España después de 1931, luego de la caída de la monarquía y la institución de la República. Contiene un capítulo sobre la historia del Frente Popular y un breve bosquejo sobre la historia de la Guerra Civil de 1936-39.
    Se verá que el número de temas tratados justifica el subtítulo del libro: “Un recuento del trasfondo social y político de la Guerra Civil.” Todas las fuerzas que llegaron a chocar durante la revolución son analizadas aquí desde su nacimiento y el estudio de este libro es indispensable si uno ha de comprender apropiadamente la Guerra Civil misma.
    Partes de El Laberinto Español son de particular interés para los anarquistas y he de tratarlos en extenso a riesgo de darles una prominencia que no alcanzan a tener en el libro mismo.
    El primer punto de interés para los anarquistas es la relación entre el anarquismo y el movimiento comunalista en España. España se asemeja a la Europa del medioevo, cuando las comunas tenían bastante autonomía y cuando cada miembro jugaba un rol activo en el funcionamiento de las comunidades. Contrario a las comunas en la Alemania, Francia e Italia medievales, que florecieron mayormente en los pueblos y se compusieron de artesanos y mercaderes, las comunas en España existieron mayormente en el campo y se componían de campesinos, ganaderos, pastores. Hubo también comunas de pescadores en la costa. El sentimiento provincial y municipal era por ende muy fuerte y cada pueblo era el centro de una intensa vida social. Esta autonomía de los pueblos y las villas permitió el total desarrollo de la iniciativa de las personas y le volvió más individualistas que en otras naciones, aunque al mismo tiempo desarrollaron el instinto de ayuda mutua que en otras partes había sido atrofiado por el crecimiento del Estado.
    Es difícil comprender España si no se ha leído El Apoyo Mutuo, y, por cierto, algunas páginas del Laberinto Español serían un valioso suplemento a la obra de Kropotkin. Las instituciones comunalistas españolas le hubiesen dado a Kropotkin tremenda cantidad de material para ilustrar su teoría del Apoyo Mutuo, pero es probable que el material no estaba disponible a él en aquel tiempo. El libro de Brenan ha rellenado el vacío en gran medida dando ejemplos de las comunidades agrícolas y de pescadores que han sobrevivido en los siglos, independientes de la autoridad central del gobierno. Mientras en el resto de Europa las comunas eran gradualmente absorbidas por el Estado y habían perdido la mayor parte de sus libertades y privilegios a mediados del siglo XIII, sobrevivieron por mucho más en España.

    Claramente, no hay nada muy destacable sobre este sistema comunal de cultivar la tierra. Fue alguna vez general — en Rusia (el mir), en Alemania (el flurzwang), en Inglaterra (el sistema open-field). Lo destacable es que en España las comunidades villeras  desarrollaron espontáneamente desde esta base un extenso sistema de servicios municipales, al punto de a veces alcanzar una etapa avanzada de comunismo . . . Podría uno preguntar qué hay en el carácter español o en las circunstancias económicas del país que ha llevado a este sorprendente desarrollo. Es claro que las condiciones agrarias peculiares de la península, el gran aislamiento de las múltiples villas y el retardo en el crecimiento de un sistema incluso elemental capitalista han jugado todas su parte. Pero no han sido los únicos factores en función. Cuando uno considera el número de guildas o confraternidades que hasta hace poco poseían tierra y la trabajaban en común para proveer de un seguro para la vejez y la enfermedad a sus miembros; o tales instituciones populares como la Cort de la Seo en Valencia que regulaban sobre una base puramente voluntaria un complicado sistema de irrigación; o también el sorprendente desarrollo en años recientes de sociedades cooperativas productivas en las que campesinos y pescadores adquirieron los instrumentos de su trabajo, la tierra que necesitaban, las instalaciones necesarias y comenzaron a producir y vender en común: debe uno reconocer que las clases trabajadoras españolas muestran un talento espontáneo para la cooperación que excede a todo lo que puede encontrarse hoy en otros países europeos.


    Cuando se toma en cuenta el fértil crecimiento de instituciones comunistas, el apoyo mutuo desplegado entre campesinos, pescadores y artesano, el espíritu de independencia en los pueblos y villas, no es difícil comprender por qué las ideas anarquistas encontraron suelo tan propicio en España.
    Las teorías de los anarquistas, y de Bakunin y Kropotkin en particular, se basan en la creencia de que los seres humanos se vinculan por el instinto de apoyo mutuo, que pueden vivir felices y en paz en una sociedad libre. Bakunin a través de su simpatía natural por los campesinos, Kropotkin a través de su estudio de la vida de los animales, de las sociedades primitivas y del medioevo, habían llegado ambos a la conclusión de que los seres humanos son capaces de vivir felices y de mostrar sus habilidades sociales y creativas en una sociedad libre de todo gobierno central y autoritario.
    Estas teorías anarquistas corresponden a las experiencias del pueblo español. Donde fuese que fuesen libres de organizarse independientemente habían mejorado su suerte, pero cuando el gobierno central de Madrid a través de los propietarios, los ruines burócratas, la policía y el ejército, interferían en sus vidas, ello siempre les trajo opresión y pobreza. El partido socialista con su desconfianza sobre los instintos sociales de los seres humanos, con su creencia en una autoridad central y sabelotodo, fue en contra de la ancestral experiencia de los trabajadores y campesinos españoles. Les demandó la rendición de las libertades por las que habían luchado en preservar por siglos y por esa razón nunca adquirió la influencia que alcanzó el movimiento anarquista.
    Otra causa para el rápido y extenso crecimiento del movimiento anarquista en España fue, de acuerdo a Brenan, los intensos sentimientos religiosos del pueblo, particularmente de los campesinos.
    Esto en un comienzo parece paradójico. Los anarquistas en España, quizás más que en ningún otro país, atacaron mordazmente a la religión y la Iglesia. Lanzaron cientos de libros y panfletos denunciando la falacia de la religión y la corrupción de la Iglesia; incluso fueron tan lejos como para quemar iglesias y asesinar sacerdotes.
    Brenan no ignora esto, pero distingue entre las creencias cristianas de las masas españolas y su intenso desagrado por la Iglesia, y se debe admitir que su interpretación de la relación entre la religión y el anarquismo es muy convincente.
    Describe a los españoles, y en particular a los campesinos, como un pueblo muy religioso. Por religión no quiere decir, claro, creencia y sumisión a la Iglesia sino una fe en valores espirituales, en la necesidad de que los seres humanos se reformen a sí mismos, en la fraternidad que debe existir entre todos.
    A comienzos del siglo XIX tomó lugar un decaimiento general de la fe religiosa, pero la religión había significado tanto para los pobres que quedaron con hambre de algo que la reemplazara y esto podía ser solamente una de las doctrinas políticas, el anarquismo o el socialismo. El anarquismo por su insistencia en la hermandad entre los seres humanos, en la necesidad de una regeneración moral de la humanidad, en la necesidad de la fe, se acercaba más a las ideas cristianas de los campesinos españoles que las teorías secas, impersonales, materialistas de los marxistas. Los campesinos españoles tomaron literalmente las frecuentes alusiones a la perversión de los ricos en las Escrituras; la Iglesia por supuesto no podía admitir esto. El pueblo español a su vez no podía perdonar a la Iglesia por haber abandonado las enseñanzas de Cristo ni la Iglesia podía perdonarles por interpretar literalmente las enseñanzas de los evangelios. Brenan sugiere que la rabia de los anarquistas españoles contra la Iglesia es la rabia de un pueblo intensamente religioso que siente que ha sido abandonado y engañado.
    Brenan previó que su interpretación daría pie a muchas críticas (de parte de los anarquistas e incluso más de parte de personas religiosas), y dice:
    Podría pensarse que he enfatizado demasiado el elemento religioso ya que el anarquismo español es, después de todo, una doctrina política. Pero los fines de los anarquistas fueron siempre mucho más amplios y sus enseñanzas fueron más personales que todo lo que pueda ser incluido bajo la palabra política. A los individuos les ofrecía un modo de vivir: el anarquismo debía ser vivido como también se debía trabajar para él.

    Este es un punto muy importante. Los anarquistas no apuntan solamente a cambiar el gobierno o el sistema; apuntan también a cambiar el modo de pensar y de vivir de las personas, los que han sido distorsionados por años de opresión.
    Cual sea la causa de esta actitud, ya sea religiosa u otra, es importante recalcarla. Los anarquistas son siempre acusados de tener un credo negativo, pero los críticos pasan por alto que el anarquismo a través de sus intentos por hacer mejores a los seres humanos incluso bajo el sistema presente hace de hecho un  positivo y muy útil trabajo.
    Brenan ha visto esto con mucha claridad y rehusa juzgar a los anarquistas por sus logros materiales solamente. No considera meramente el número de huelgas que han llevado a cabo, los aumentos en los salarios que han obtenido o la parte que han jugado en la administración del país. Su rol, dice, debe ser juzgado no en términos políticos sino en términos morales, un hecho que es casi universalmente ignorado.
    Por ejemplo, el rol de los anarquistas en educar a las masas españolas es con frecuencia pasado por alto. Mientras los socialistas pensaban que la educación era un asunto del que se debía encargar el Estado, los anarquistas creían en comenzar el trabajo inmediatamente. Ya tan temprano como a mitad del siglo pasado los anarquistas formaron pequeños círculos en pueblos y villas que iniciaron escuelas nocturnas donde muchos aprendieron a leer.
    A comienzos de este siglo la propaganda anarquista se diseminó rápidamente en el campo e iba siempre acompañada de esfuerzos por educar a las masas. La prensa anarquista no sólo publicaba libros de Kropotkin y Bakunin y los periódicos anarquistas españoles eran leídos ávidamente. El movimiento anarquista tenía varios diarios, pero más importante quizás era el gran número de periódicos provinciales. En una provincia relativamente pequeña como Andalucía a fines de 1918 más de 50 pueblos tenían periódicos libertarios propios. El trabajo de editar estos periódicos debe haber provisto a los miembros del movimiento de muchísima educación y experiencia. La obra de Francisco Ferrer de establecer escuelas libres, las primeras fuera del control de la Iglesia, es bien conocida.
    Esta educación no se limitaba al conocimiento de libros solamente. Se esperaba que los anarquistas diesen un buen ejemplo en sus vidas privadas. Solidaridad Obrera, el diario anarquista, en un artículo publicado en 1922, dice que el anarquista debe disponerse a tener una ascendencia moral sobre los demás. Debe obtener prestigio a los ojos de los trabajadores por su conducta en la calle, en el taller, en su hogar y durante las huelgas.
    Estaban igualmente ansiosos de llevar la honestidad al asunto del sexo. Brenan dice:
    Los anarquistas, es cierto, creen en el amor libre — todo, incluso el amor, debe ser libre —pero no creen en el libertinaje. Así en Málaga enviaron misiones a las prostitutas. En Barcelona barrieron con los cabarets y burdeles con una minuciosidad que la Iglesia española (que se frunce ante el vicio abierto, como vestir un traje de baño sin falda ni mangas, pero que cierra los ojos ante las ‘válvulas de seguridad’) nunca aprobaría.

    Los anarquistas intentaron vivir a la altura de sus ideales dentro del movimiento mismo. No tenían burocracia pagada como los otros partidos. En un país como España, donde hay la mayor desconfianza por el dinero y por quienes lo buscan, la actitud de los anarquistas les trajo la simpatía de las masas. Brenan señala varias veces que los líderes anarquistas nunca fueron pagados y que en 1918, cuando su sindicato, la CNT, contenía alrededor de un millón de miembros, tenía un solo secretario pagado.
    El libro de Brenan carga un mensaje alentador para los anarquistas. Aunque él mismo considera el anarquismo impracticable, ofrece abundantes pruebas de que está profundamente arraigado en España. Al contrario del fascismo y el comunismo, no tendría para qué depender de influencias externas para surgir.
    La práctica del apoyo mutuo que se mantuvo en las comunas de villas y pueblos, la aspiración del pueblo español por la libertad, la justicia y la hermandad de todos los seres humanos, su amor por la independencia que dio pie a aspiraciones federalistas, todo esto apunta a la conclusión de que sólo un sistema anarquista de sociedad será posible en España.
    Aquí debo decir, sin embargo, unas cuantas palabras en desacuerdo con las conclusiones de Brenan. Aunque admite que los árbitros del destino de España deben ser los trabajadores y campesinos, él cree que un gobierno (del tipo correcto) debe controlar España. No dice dónde puede encontrarse un buen gobierno. Declara que un gobierno en España no debe depender de la Iglesia, el ejército o los propietarios; y como por otro lado no parece creen en la dictadura del proletariado (que acertadamente condena en Rusia) es difícil ver por qué rechaza tan firmemente la solución anarquista.
    Defiende fuertemente además la colectivización de la tierra, pero parece esperar que un “gobierno sensible” puede llevarla a cabo, cuando la historia muestra que ningún gobierno en España ha sido nunca preparado para ir contra los intereses de los propietarios.
    Creo que Brenan ha enfatizado demasiado la naturaleza agraria del anarquismo. Esto se debe probablemente al hecho de que vivió en Andalucía, una región completamente agrícola. Incidentalmente, fue criticado en este punto por H. N. Brainsford quien reseñó su libro en el New Statesman, y que dijo:
    Presencié su asombroso éxito (de los anarquistas) durante la guerra civil en llevar las fábricas con altos principios como su equipamiento principal, y me emocioné profundamente con las escuelas que establecieron para los extremadamente extenuados  niños de Madrid.

    Brenan da además, en mi opinión, demasiada importancia a la rivalidad entre Madrid y Barcelona. En su opinión todos los castellanos son autoritarios y todos los catalanes son independientes y amantes de la libertad. Para mantener su tesis comete ciertos errores de hechos que no vale la pena discutir aquí. Está también lejos de la verdad cuando atribuye prácticamente todas las quemas de iglesias a los anarquistas; de hecho la quema de iglesias ocurrió en todas partes espontáneamente, y tomó lugar a veces en villas y pueblos donde no había anarquistas.
    Sin embargo, estos son mayormente detalles, y no dejan de hacer al libro una muy seria contribución a la historia de los movimientos revolucionarios. Brenan, que vivió tanto tiempo en España, parece haber sido influenciado por sus instituciones comunales y ha escrito el libro al espíritu del artesano del medioevo. Como ellos ha producido su chef-d'oeuvre que es la prueba de su amor por su arte y su respeto por sus semejantes para quienes está escrito el libro. El Laberinto Español ha sido creado con el concienzudo y desinteresado amor que caracteriza a toda obra duradera.

George Woodcock: «Anarquismo», The Encyclopedia of Philosophy (1967)


Traducción al castellano: @rebeldealegre
«Anarquismo», escrito para The Encyclopedia of Philosophy por George Woodcock.

ANARQUISMO, una filosofía social que rechaza el gobierno autoritario y mantiene que las instituciones voluntarias son más adecuadas para expresar las tendencias sociales naturales de los seres humanos. Históricamente, la palabra “anarquista,” que deriva del griego an archos, y significa, “sin gobierno,” parece haber sido utilizada primero peyorativamente para indicar a alguien que niega toda ley y desea promover el caos. Fue utilizada en este sentido contra los Levelers durante la Guerra Civil Inglesa, y durante la Revolución Francesa por la mayoría de los partidos al criticar a aquellos que se posicionaban a su izquierda en el espectro político. El primer uso de la palabra como descripción aprobatoria de una filosofía positiva parece haber sido de Pierre Joseph Proudhon cuando, en su Qu'est-ce-que la propriete? (¿Qué es la Propiedad?, París, 1840), se describe a sí mismo como anarquista porque creía que la organización política basada en la autoridad debía ser reemplazada por la organización social y económica basada en el acuerdo contractual voluntario. 

Sin embargo, los dos usos de la palabra han sobrevivido juntos y han causado confusión al discutir el anarquismo, que para algunos ha parecido una doctrina de la destrucción y para otros una doctrina benevolente basada en una fe en la bondad innata del ser humano. Ha habido mayor confusión por la asociación del anarquismo con el nihilismo y el terrorismo. De hecho, el anarquismo, que se basa en la fe en la ley y la justicia naturales, se halla en el polo opuesto al nihilismo, que niega toda ley moral. Similarmente, no hay conexión necesaria alguna entre el anarquismo, que es una filosofía social, y el terrorismo, que es un medio político utilizado ocasionalmente por individuos anarquistas pero también por activistas pertenecientes a una amplia gama de movimientos que nada tienen en común con el anarquismo.
El anarquismo apunta a la máxima libertad posible compatible con la vida social, en la creencia de que la cooperación voluntaria por parte de individuos responsables no es solamente más justa y equitativa sino también, a largo plazo, más armoniosa y ordenada en sus efectos que el gobierno autoritario. La filosofía anarquista ha asumido muchas formas, ninguna de las cuales puede ser definida como una ortodoxia, y sus exponentes han cultivado deliberadamente la idea de que es una doctrina abierta y mutable. Sin embargo, todas sus variantes combinan una crítica a las sociedades gubernamentales existentes, una visión de un a sociedad libertaria futura que las pueda reemplazar, y un modo proyectado de alcanzar esta sociedad por medios externos a la práctica política normal. El anarquismo en general rechaza al Estado. Niega el valor de los procedimientos democráticos porque están basados en la regla de la mayoría y en la delegación de la responsabilidad que el individuo debe conservar. Critica a las filosofías utópicas porque éstas apuntan a una sociedad “ideal” estática. Se inclina hacia el internacionalismo y el federalismo, y, mientras las visiones de los anarquistas sobre los asuntos de la organización económica varían en gran medida, se puede decir que todas rechazan lo que William Godwin denominó la propiedad acumulada.
Se han hecho intentos de parte de apologistas anarquistas de rastrear los orígenes de su punto de vista en sociedades primitivas no-gubernamentales. Ha habido además una tendencia a detectar pioneros anarquistas entre una amplia variedad de maestros y escritores que, por diversas razones religiosas o filosóficas, han criticado a la institución del gobierno, han rechazado la actividad política, o han puesto gran valor en la libertad individual. De este modo, se han encontrado ancestros tan variados como Lao-Tse, Zenón, Espartaco, Etienne de La Boetie, Thomas Münzer, Rabelais, Fenelon, Diderot, y Swift; se ha detectado también tendencias anarquistas en muchos grupos religiosos que apuntaban a un orden comunalista, tomo los esenios, los primeros apóstoles cristianos, los anabaptistas, y los dujobory. Sin embargo, mientras es cierto que algunas de las ideas centrales libertarias se encuentran en diversos grados entre dichas personas y movimientos, las primeras formas de anarquismo como filosofía social desarrollada aparecieron a comienzos de la era moderna, cuando el orden medieval se había desintegrado, la Reforma había alcanzado su fase radical y sectaria, y las formas rudimentarias de organización moderna política y económica habían comenzado a aparecer. En otras palabras, la aparición del Estado moderno y del capitalismo se da en paralelo con la aparición de la filosofía que, en varias formas, se ha opuesto a ellos más fundamentalmente.

Winstanley. Aunque Proudhon fue el primer escritor en denominarse a sí mismo anarquista, al menos dos predecesores delinearon sistemas que contienen todos los elementos básicos del anarquismo. El primero fue Gerrard Winstanley (1609-c. 1660), un vendedor de telas que condujo al pequeño movimiento de los Diggers durante la Commonwealth. Winstanley y sus seguidores protestaron en nombre de un cristianismo radical contra el pesar económico que siguió a la Guerra Civil y contra la desigualdad que los nobles del Nuevo Ejército Modelo parecían decididos a preservar. En 1649-1650 los Diggers ocuparon trechos de tierra común en el sur de Inglaterra e intentaron establecer comunidades basadas en el trabajo de la tierra y el reparto de bienes. Las comunidades fracasaron, pero sobrevivió una serie de panfletos de Winstanley, de los cuales The New Law of Righteousness (La Nueva Ley de la Justicia, 1649) fue el más importante. Llamando a una cristiandad racional, Winstanley equiparó a Cristo con “la libertad universal” y declaró la naturaleza corruptora universal de la autoridad. Vio “un privilegio equitativo y compartido en la bendición de la libertad” y detectó un íntimo lazo entre la institución de la propiedad y la carencia de libertad. En la sociedad que bosquejó, el trabajo se haría en común y los productos se compartirían equitativamente mediante un sistema de bodegas abiertas, sin comercio.
Como posteriores filósofos libertarios, Winstanley veía el crimen como un producto de la desigualdad económica y mantuvo que las personas no debían depositar su confianza en gobernantes. En vez, debían actuar por sí mismas para poner fin a la injusticia social, de modo que la tierra se convirtiese en un “tesoro común” donde las personas libres puedan vivir en plenitud. Winstanley murió en el anonimato y, fuera del pequeño y efímero grupo de Diggers, parece no haber ejercido influencia alguna, excepto posiblemente sobre los primeros Cuáqueros.

Godwin. Un bosquejo más elaborado del anarquismo, aunque aún sin el nombres, fue provisto por William Godwin en su Enquiry Concerning Political Justice (1793) [Investigación sobre la justicia política]. Godwin difería de la mayor parte de los anarquistas posteriores al preferir antes que la acción revolucionaria el proceso gradual y, a su parecer, más natural, de discusión entre las personas de buena voluntad, mediante lo cual esperaba que la verdad triunfaría eventualmente por su propio poder. Godwin, que fue influenciado por la tradición inglesa de los Dissenters (lit., “disintientes”) y la filosofía francesa de la Ilustración, puso en marcha en forma desarrollada las críticas básicas anarquistas al Estado, a la propiedad acumulada, y a la delegación de la autoridad mediante el procedimiento democrático. Creía en una “moral fija e inmutable,” manifestándose en la “benevolencia universal”; el hombre, pensaba, no tenía derecho “a actuar nada sino la virtud y a pronunciar nada sino la verdad,” y su deber, por lo tanto, era actuar hacia sus semejantes en acuerdo con la justicia natural. La justicia misma se basaba en verdades inmutables; las leyes humanas eran falibles, y las personas debían usar su comprensión para determinar qué es justo y debían actuar de acuerdo a su propia razón en vez de en obediencia a la autoridad de “instituciones positivas,” que siempre forma barreras al progreso ilustrado. Godwin rechazaba toda institución establecida y toda relación social que sugiriese desigualdad o el poder de uno sobre otro, incluyendo el matrimonio e incluso el rol de un conductor de orquesta. Para el presente puso su fe en pequeños grupos de personas que buscasen la verdad y la justicia; para el futuro, en una sociedad de individuos libres organizados localmente en distritos y ligados holgadamente en una sociedad sin fronteras y con el mínimo de organización. Toda persona debe tomar parte en la producción de necesidades y debe compartir el producto con todo aquel que lo requiera, sobre la base de la distribución libre. Godwin desconfiaba en el exceso de cooperación política o económica; por otra parte, anhelaba un intercambio más libre de los individuos mediante la ruptura progresiva de las barreras sociales y económicas. Aquí, concebido en la forma primitiva de una sociedad de agricultores y artesanos libres, estaba el primer bosquejo de un mundo anarquista. La integridad lógica del Political Justice, y su asombrosa anticipación a argumentos libertarios posteriores, lo convierten, como dijo Sir Alexander Gray, en "la suma y sustancia del anarquismo."

ANARQUISMO EUROPEO DECIMONÓNICO

Sin embargo, a pesar de las similitudes con filosofías libertarias posteriores, los sistemas de Winstanley y Godwin no tuvieron influencia perceptible en el anarquismo europeo decimonónico, que fue un desarrollo independiente y que derivó principalmente de la peculiar fusión del primer pensamiento socialista francés y el neo-hegelianismo alemán en la mente de Pierre Joseph Proudhon, el tipógrafo de Besanzón que ha sido denominado padre del anarquismo. Esta tradición centrada en gran medida en un movimiento revolucionario social en desarrollo ha alcanzado dimensiones masivas en Francia, Italia, y España (donde el anarquismo permaneció fuerte hasta el triunfo de Franco en 1939), y en menor grado en la Suiza francófona, Ucrania y Latinoamérica. Aparte de Proudhon, sus principales defensores fueron Mijaíl Bakunin, el príncipe Piotr Kropotkin, Errico Malatesta, Sébastien Faure, Gustav Landauer, Élisée Reclus, y Rudolf Rocker, con Max Stirner y Lev Tolstói en los márgenes individualista y pacifista respectivamente. Además, surgió entre los anarquistas del siglo diecinueve una mística de que la acción e incluso la teoría debían emerger del pueblo. Las actitudes libertarias, particularmente en conexión con el anarcosindicalismo de Francia y España, fueron influenciadas por la racionalización e incluso la romanticización de la experiencia de la lucha social; los escritos de Fernand Pelloutier y Georges Sorel en particular emanan de este aspecto del movimiento anarquista. El anarquismo decimonónico asumió un número de formas, y los puntos de variación entre ellas yacen en tres áreas principales: el uso de la violencia, el grado de cooperación compatible con la libertad individual, y la forma de organización económica apropiada para una sociedad libertaria.

Anarquismo individualista.
El anarquismo individualista descansa en el extremo y a veces dudoso margen de las filosofías libertarias puesto que, en la búsqueda por asegurar la independencia absoluta de la persona, con frecuencia parece negar la base social del auténtico anarquismo. Este es particularmente el caso en Max Stirner, quien específicamente rechazó la sociedad como también el Estado y redujo la organización a una unión de egoístas basada en el respeto mutuo de individuos “únicos”, cada cual erguido sobre sus “fuerzas.” El anarquismo francés durante la década de 1890 estuvo particularmente inclinado al individualismo, que se expresaba en parte en una desconfianza por la organización y en parte en las acciones de terroristas como “Ravachol” y Émile Henry, quienes  por sí solos o o en grupos pequeños llevaban a cabo asesinatos de personas sobre las cuales se habían apuntado como jueces y ejecutores. 
Una forma más suave de anarquismo individualista fue defendida por el escritor libertario americano [sic] Benjamin Tucker (1854-1939), quien rechazaba la violencia en favor de rehusarse a obedecer y quien, como todos los individualistas, se oponía a toda forma de comunismo económico. Lo que decía era que la propiedad debía ser distribuida y equiparada de modo que toda persona tuviese el control sobre el producto de su labor.

Mutualismo. El mutualismo, desarrollado por Proudhon, difería del anarquismo individualista en su insistencia en el elemento social en la conducta humana. Rechazaba tanto la acción política como la violencia revolucionaria — algunos de los discípulos de Proudhon incluso objetaban las huelgas como forma de coerción — en favor de la reforma de la sociedad mediante el esparcimiento de asociaciones pacíficas de trabajadores, dedicadas particularmente al crédito mutuo entre productores. Un plan mutualista recurrente, nunca consumado, fue el del banco del pueblo, que arreglaría el intercambio de bienes sobre la base de notas de trabajo. Los mutualistas reconocían que los sindicatos de trabajadores podían ser necesarios para el funcionamiento de la industria y las utilidades públicas, pero rechazaron la colectivización a gran escala como un peligro para la libertad y basaron su aproximación económica tan distante como fuese posible sobre la posesión individual de los medios de producción por parte de campesinos y pequeños artesanos unidos en un marco de arreglos de intercambio y crédito. Los mutualistas pusieron gran énfasis en la organización federalista desde la comuna local hacia arriba como sustituto del Estado nacional. El mutualismo tuvo muchos seguidores entre los artesanos franceses durante la década de 1860. Sus exponentes fueron fervientemente internacionalistas y jugaron un gran rol en la formación de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1864; su influencia disminuyó, no obstante, con el ascenso del colectivismo como filosofía libertaria alternativa.

Colectivismo. El colectivismo es la forma de anarquismo asociado con Mijaíl Bakunin. La filosofía colectivista fue desarrollada por Bakunin desde 1864 en adelante, cuando estaba formando las primeras organizaciones internacionales de anarquistas, la Hermandad Internacional y la Alianza Internacional de la Democracia Socialista. Fue el anarquismo colectivista el que conformó la principal oposición al marxismo en la Asociación Internacional de Trabajadores y comenzó así la histórica rivalidad entre las visiones libertaria y autoritaria del socialismo. Bakunin y los demás colectivistas concordaban con los mutualistas en su rechazo al Estado y a los métodos políticos, en su insistencia en el federalismo, y en su visión de que el trabajador debía ser recompensado de acuerdo a su labor. Por otra parte, diferían en enfatizar la necesidad de medios revolucionarios para llevar a cabo el derrocamiento del Estado y el establecimiento de una sociedad libertaria. Más importante, defendían la propiedad pública y la explotación de la tierra y todos los servicios y medios de producción por parte de asociaciones de trabajadores. Mientras en el mutualismo el trabajador individual había sido la unidad básica, en el colectivismo era el grupo de trabajadores; Bakunin específicamente rechazó el individualismo de cualquier tipo y mantuvo que el anarquismo era una doctrina social y debe basarse en la aceptación de responsabilidades colectivas.

Comunismo anarquista. El colectivismo sobrevivió como filosofía anarquista dominante en España hasta la década de 1930; en todo otro lugar fue reemplazado durante la década de 1870 por el comunismo anarquista asociado particularmente con Piotr Kropotkin, aunque parece probable que Kropotkin fuese meramente el exponente más articulado de una tendencia que creció desde las discusiones entre intelectuales anarquistas en Génova durante los años inmediatamente posteriores a la Comuna de París de 1871. Mediante los esfuerzos literarios de Kropotkin el comunismo anarquista fue descifrado con mucho mayor elaboración que el mutualismo o el colectivismo; en libros como La Conquête du Pain (La Conquista del Pan, 1892) y Fields, Factories and Workshops (Campos, Fábricas y Talleres, 1899) Kropotkin elaboró el plan de una sociedad semiutópica descentralizada basada en una integración de la agricultura y la industria, de la vida de ciudad y la vida de campo, de la educación y la formación. Kropotkin vinculó además sus teorías con las teorías evolutivas corrientes en los campos de la antropología y la biología; el anarquismo, sugirió en Mutual Aid (El Apoyo Mutuo, 1902), era la etapa final en el desarrollo de la cooperación como factor en la evolución. El comunismo anarquista difería del colectivismo en sólo un punto fundamental — el modo en que el producto del trabajo debía repartirse. En lugar de la idea colectivista y mutualista de la remuneración de acuerdo a las horas de trabajo, los comunistas anarquistas proclamaron el lema “De cada cual de acuerdo a sus capacidades, a cada cual de acuerdo a sus necesidades” e imaginaron almacenes abiertos desde los que cualquier persona podía tener lo que quisiese. Razonaron, primero, que el trabajo era una necesidad natural que se podía esperar que las personas podían satisfacer sin la amenaza de la carencia y, segundo, que donde no hubiese restricción sobre los bienes disponibles, no habría tentación para nadie de tomar más de lo que pudiese usar. Los comunistas anarquistas pusieron gran énfasis en la organización comunal local e incluso en la auto-suficiencia económica local como garantía de independencia.

Anarcosindicalismo. El anarcosindicalismo comenzó a desarrollarse a fines de la década de 1880, cuando muchos anarquistas entraron a los sindicatos franceses, que estaban recién comenzando a reemerger tras el período de supresión que siguió a la Comuna de París. Más tarde, los militantes anarquistas pasaron a posiciones clave en la Confederation Generale du Travail [Confederación General del Trabajo], fundada en 1895, y desarrollaron las teorías del anarcosindicalismo. Traspasaron las bases del anarquismo a los sindicatos, a los que veían como organizaciones que unían a los productores en la lucha en común como también en el trabajo en común. La lucha en común debía tomar la forma de “acción directa,” principalmente en la industria, dado que ahí los trabajadores podían golpear con mayor agudeza a sus enemigos más cercanos, los capitalistas; la más alta forma de acción directa, la huelga general, podía terminar paralizando no solamente al capitalismo sino también al Estado.
Cuando el Estado se paralizase, los sindicatos, que habían sido los órganos de la revuelta, podían ser transformados en las unidades básicas de la sociedad libre; los trabajadores tomarían las fábricas donde habían sido empleados y se federarían por  industrias. El anarcosindicalismo creó una mística de las masas trabajadoras que iba contra las tendencias individualistas; y el énfasis en los productores, como distintos de los consumidores, perturbó a los comunistas anarquistas, quienes se horrorizaban ante la visión de masivos sindicatos osificándose en instituciones monolíticas. Sin embargo, en Francia, Italia, y España fue la variante sindicalista la que llevó al anarquismo su primera y única audiencia masiva. Entre quienes elaboraron la filosofía del anarcosindicalismo se incluyen militantes como Fernand Pelloutier, Georges Yvetot, y Émile Pouget, quienes crearon entre ellos un movimiento que surge del genio de los trabajadores. Hubo además intelectuales fuera del movimiento que sacaron conclusiones teóricas de la práctica anarcosindicalista; el más importante fue  Georges Sorel, autor de Reflexions sur la violence (Reflexiones sobre la violencia, 1908), que veía la huelga general como un “mito social” salvador que mantendría a la sociedad en un estado de lucha y, por ende, de salud.
Anarquismo pacifista. El anarquismo pacifista ha asumido dos formas. Aquella de Lev Tolstói intenta dar forma racional y concreta a la ética cristiana. Tolstói rechazó toda violencia; defendió una revolución moral, su gran táctica la negación a obedecer. Había mucho, sin embargo, en las críticas de Tosltói a la sociedad contemporánea y sus sugerencias para la futura que iban paralelas a otras formas de anarquismo. Denunció al Estado, la ley, y la propiedad; previó la producción cooperativa y la distribución de acuerdo a la necesidad.
Más tarde apareció en el movimiento anarquista una tendencia pacifista en la Europa occidental; su exponente principal fue el ex-socialista neerlandés Domela Nieuwenhuis. Difería del Tolstoianismo estricto al aceptar formas sindicalistas de lucha que se frenasen de la violencia, particularmente la huelga general milenarista por la abolición de la guerra.

A pesar de sus diferencias, a todas estas formas de anarquismo las unía no solamente su rechazo al Estado, la política, y la propiedad acumulada, sino también ciertas actitudes más escurridizas. En su evitación de la organización y prácticas políticas partidistas, el anarquismo conservaba más el elemento moral que otros movimientos de protesta. Este aspecto se demostró en particular agudeza en el deseo de sus exponentes por la simplificación de la vida, no solamente en el sentido de remover las complicaciones de la autoridad, sino también en rehuir los peligros de la riqueza y establecer una suficiencia frugal como base para la vida. El progreso, en el sentido de llevar a todos un suministro constantemente creciente de bienes materiales, nunca atrajo a los anarquistas; por cierto, es dudable si su filosofía es del todo progresista en el sentido ordinario. Rechazan el presente, pero lo rechazan en nombre de un futuro de libertad austera que resucitará las virtudes perdidas de un pasado más natural, un futuro en el que la lucha no terminará, sino sólo se transformará dentro del equilibrio dinámico de una sociedad que rechaza la utopía y no conoce ni absolutos ni perfecciones.
La principal diferencia entre los anarquistas y los socialistas, incluyendo a los marxistas, yace en el hecho de que mientras los socialistas mantienen que el Estado debe ser apropiado como primer paso hacia su disolución, los anarquistas argumentan que, dado que el poder corrompe, toda toma de la estructura existente de autoridad puede solamente conducir a su perpetuación. Sin embargo, los anarcosindicalistas consideran a sus sindicatos como el esqueleto de una nueva sociedad creciendo dentro de la antigua.
El problema de reconciliar la armonía social con la libertad individual completa es recurrente en el pensamiento anarquista. Se ha argumentado que una sociedad autoritaria produce reacciones antisociales, que se desvanecerían en la libertad. Se ha sugerido también, por Godwin y Kropotkin particularmente, que la opinión pública bastará para disuadir a quienes abusen de su libertad. Sin embargo, George Orwell ha señalado que la dependencia en la opinión pública como fuerza que reemplace a la coerción manifiesta podría conducir a la tiranía moral que, no teniendo fronteras codificadas, podría al final probar ser más opresora que cualquier sistema de leyes.

Bibliografía
George Woodcock, Anarchism: A History of Libertarian Ideas and Movements (Cleveland, 1962) es una historia completa. El estudio más reciente es de James Joll, The Anarchists (Londres, 1964).
Obras anteriores y menos completas: Paul Elzbacher, Anarchism (New York, 1908); E. V. Zenker, Anarchism (London, 1898); y Rudolf Rocker, Anarcho-Syndicalism (London, 1938).
Mucho material valioso está contenido en los tres volúmenes de Max Nettlau, Der Anarchismus von Proudhon zu Kropotkin (Berlin, 1927); Anarchisten und Social-Revolutionare (Berlin, 1931); y Der Vorfrühling der Anarchie (Berlin, 1925).
Alexander Gray, The Socialist Tradition (London, 1946) contiene provocativos estudios críticos sobre Godwin, Proudhon, y Bakunin; Bertrand Russell, Proposed Roads to Freedom (New York, 1919) tienen un capítulo (2) titulado "Bakunin and Anarchism."

— George Woodcock

Voltairine de Cleyre: La Cuestión de la Mujer (1913)

Traducción al castellano: @rebeldealegre
Imagen: Zodaxa

Extracto de una charla ofrecida en Escocia, reimpresa más tarde en el Herald of Revolt, 1913. La “cuestión de la mujer” era la frase usada entonces para describir los asuntos que hoy llamaríamos “feminismo” o “derechos de la mujer.” Su referencia a “una parte de los anarquistas” es por los muchos hombres anarquistas, radicales en la política, no así en lo demás, que pensaban que el único problema que enfrentaban las mujeres era que los maridos de algunas de ellas tenían bajos ingresos.

Una parte de los anarquistas dice que no existe la “Cuestión de la Mujer” aparte de nuestra situación industrial presente. Pero tal afirmación es en general hecha por hombres, y los hombres no son los más adecuados en sentir las esclavitudes de las mujeres. Los científicos argumentan que las funciones nutritivas de la sociedad son realizadas mejor por el hombre, las reproductivas por la mujer, que encontrar el alimento se hace lejos de la crianza de los hijos en casa; y que si la mujer entra a la arena industrial las habilidades que la distinguen sufrirán. Entre las clases trabajadoras esto no es así, pues las mujeres trabajan duro en las labores del hogar, y a veces se introducen en la costura, o salen a lavar para otras personas. La labor doméstica de la mujer es la más mal pagada en el mundo. El matrimonio no es conveniente para la mujer. Una promesa del hombre casado a la mitad masculina de la sociedad (las mujeres no son contadas en el Estado), es ¡que él no fallará en sus responsabilidades para con ellos! El matrimonio está desacreditado, tanto por sus resultados como por su origen. Puede que los hombres no pretendan ser tiranos cuando se casan, pero con frecuencia llegan a serlo. No es suficiente prescindir del sacerdote o del registro civil. El espíritu del matrimonio da lugar a la esclavitud.

Las mujeres se están involucrando más y más en la industria. Esto significa que otras puertas se le abren aparte de la puerta del servicio doméstico. Significa también que así como los hombres han desarrollado la individualidad por el hecho de arrojarse a todo tipo de empleos y condiciones, de modo similar lo harán las mujeres. Y con el desarrollo de la diversidad vendrá el irreprimible deseo de su expresión, y luego, la necesidad de las condiciones materiales que permitan aquella expresión. La inasequible tranquilidad en los hogares juega en contra de esa condición, mientras que el modo “abominablemente antieconómico”  en el que se realizan las labores — siendo éstas, a una escala infinitesimalmente pequeña, lavandería, panadería, alojamiento, restorán y enfermería, todo en uno — también la condenan al hogar.

Sin embargo, con la introducción de ideas destinadas a seguir con la inserción del trabajo femenino en la industria, el hogar en su forma presente debe desaparecer… Mientras tanto aconsejaría con fuerza a toda mujer que contemple la unión sexual de cualquier tipo, que nunca viva con el hombre que ama, en el sentido de arrendar una casa o dormitorio, — y se vuelva su ama de casa.

En cuanto a los niños, viendo la cantidad de infantes que mueren, esta alarma es un tanto hipócrita; pero, ignorando esta consideración, antes que nada, debe ser asunto de la mujeres estudiar el sexo y el control parental — nunca tener un hijo a menos que lo desees, y nunca desearlo (de modo egoísta, por el placer de tener un lindo juguete), a menos que tú, tú sola, seas capaz de mantenerlo.

Los hombres, por otro lado, pueden contribuir al sustento de sus hijos; pero en virtud de que este sustento sea voluntario — estarían en una situación en que su oportunidad de tener algo que decir en el manejo de los niños dependería de su buena conducta.

Bào Jìngyán (鮑敬言) : Ni Señor ni Súbdito (300 e.c.)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

Texto de apertura de «Anarchism — A Documentary History of Libertarian Ideas. Volume One» (Cap. 1, Texto No. 1) Robert Graham. El autor escribe en su blog:

El Daoísmo (o taoísmo) en la antigua China ayudó a dar expresión más formal a las sensibilidades no-jerárquicas de las antiguas sociedades humanas, conduciendo eventualmente a algunos Daoístas a adoptar una postura anarquista. John P. Clark ha argumentado que el texto clásico, el Dao De Jing (o Tao Te Ching), de alrededor del 400 a.e.c., evoca “la condición de totalidad que precedió al desgarre del tejido social por parte de instituciones como el Estado, la propiedad privada, y el patriarcado”.
Escribiendo en torno al 300 e.c., el sabio Daoísta 鮑敬言 Bào Jìngyán dio al rechazo Daoísta de la cosmología jerárquica de los Confucianos una inclinación más política, viéndola nada más como un pretexto para el sometimiento del débil e inocente por parte del fuerte y artero. Puso atención en la condición “original no diferenciada” del mundo en la que “todas las criaturas hallaban felicidad y auto-plenitud,” expresando una sensibilidad no-jerárquica y ecológica que rehuye al “uso de la fuerza que va contra la real naturaleza de las cosas.” Destacó que en “los tiempos primeros,” antes de la creación de un orden social jerárquico, “no había ni señor ni súbditos.” Vio el trabajo obligatorio y la pobreza como resultados de la división de las personas en rangos y clases. Con la emergencia de un orden social jerárquico, todos buscan estar sobre los demás, dando pie al crimen y el conflicto. El “pueblo estalla en revuelta en medio de su pobreza y aflicción,” tanto que intentar detenerles de la revuelta “es como tratar de contener un río con un puñado de tierra.” Prefería una vida digna de ser vivida a la promesa de la vida después de la muerte.
En su comentario sobre el texto de Bào Jìngyán, Etienne Balazs (traductor del texto al inglés) argumenta que fue él “el primer anarquista político de China” [Chinese Civilization and Bureaucracy: Variations on a Theme (New Ha­ven: Yale University Press, 1964)]. Como otros auto-proclamados anarquistas posteriores, Bào Jìngyán se opuso a la jerarquía y la dominación, viéndolas como la causa de la pobreza, el crimen, la explotación y el conflicto social, rechazó las creencias religiosas que justificaban tal estado de las cosas, predijo la revuelta de las masas y abogó por una sociedad sin jerarquía ni dominación donde no hay “ni señor ni súbditos,” una frase asombrosamente reminiscente del clamor anarquista europeo del siglo diecinueve, “Ni Dios ni Amo.” Ideas similares pueden haber sido expresadas en la antigua Grecia por el filósofo estoico, Zenón de Citio (333—262 a.e.c.), pero sólo han sobrevivido fragmentos de sus escritos, haciendo del texto de Bào Jìngyán quizás el más antiguo existente en poner de manifiesto una postura claramente anarquista.


*


El literato confuciano dice: “El Cielo le dio vida al pueblo y luego estableció gobernantes sobre ellos.” Pero ¿cómo puede el Alto Cielo haber dicho esto en tantas palabras? ¿No es acaso que las partes interesadas hacen de esto su pretexto? La verdad es que el fuerte oprimió al débil y el débil se sometió; el artero engañó al inocente y el inocente le sirvió. Fue porque hubo sumisión que surgió la relación señor-súbdito, y porque hubo servidumbre que el pueblo, siendo impotente, pudo ser puesto bajo control. Así, servidumbre y dominio resultan de la lucha entre el fuerte y el débil y del contraste entre el artero y el inocente, y el Cielo Azul nada tiene que ver con eso.

Cuando el mundo estaba en su estado original indeferenciado, lo Sin Nombre (wu ming, esto es, el Tao) era lo valorado, y todas las criaturas hallaban felicidad en la auto-plenitud. Ahora, cuando al árbol de la canela se le extrae la corteza o se corta el árbol de la laca, esto no se hace bajo el deseo del árbol; cuando las plumas del faisán son arrancadas o el martín pescador es despedazado, esto no se hace por el deseo del ave. Ser embridado y embocado no va en acuerdo con la naturaleza del caballo; ser puesto bajo el yugo y soportar cargas no le da placer al buey. Lo artero tiene su origen en el uso de la fuerza, que va contra la real naturaleza de las cosas, y la verdadera razón para dañar a las criaturas es  para proveer de inútiles adornos. Así, atrapar las aves del aire para suplir de frívolos adornos, hacer hoyos en narices donde no debiese haberlos, atar bestias por las piernas cuando la naturaleza les hizo libres, no está en acuerdo con el destino de la miríada de criaturas, todas nacidas para vivir sus vidas sin daño. Y así el pueblo es obligado a trabajar para que aquellos en el poder se nutran; y mientras sus superiores disfrutan de gordos salarios, éste es reducido a la más abyecta pobreza.

Está muy bien disfrutar de la dicha infinita de la vida después de la muerte, pero es preferible no haber muerto en primer lugar; y en vez de adquirir una reputación vacía por la integridad de renunciar a la oficialidad y privarse del salario, es mejor que no haya oficialidad a la que renunciar.
La lealtad y la rectitud solamente aparecen cuando estalla la rebelión en el imperio, la obediencia filial y el amor parental solamente se despliegan cuando hay discordia entre parientes.
En los primeros tiempos, no había ni señor ni súbditos. Los pozos se cavaban para beber agua, los campos se labraban para el alimento, el trabajo comenzaba en el amanecer y cesaba en el crepúsculo; todos eran libres y estaban a gusto; ni compitiendo unos con otros ni confabulando unos contra otros, y nadie era ni glorificado ni humillado. Las tierras sobrantes no tenían ni senderos ni caminos y las vías de agua ni botes ni puentes, y dado que no habían medios de comunicación por tierra o por agua, las personas no se apropiaban de la propiedad de los demás; no se podían formar ejércitos, y así las personas no se atacaban unas a otras.

De hecho, puesto que nadie escalaba a buscar nidos ni se sumergía en lo profundo de las aguas, el fénix anidaba bajo los aleros de la casa y los dragones se entretenían en la piscina del jardín. El tigre voraz podía ser vencido, la venenosa serpiente, manejada. Los hombres podían vadear por los pantanos sin espantar a las aves acuáticas, y entrar en los bosques sin alarmar a los zorros o a las liebres. Ya que nadie comenzaba siquiera a pensar en obtener poder o buscar provecho, no ocurrían eventos terribles ni rebeliones; y como las lanzas y los escudos no estaban en uso, no había que construir fosas y muros. Todas las criaturas vivían juntas en mística unidad, todas fundidas en la Vía (Tao). Ya que no eran visitadas por plagas ni pestilencias, podían vivir sus vidas y morir una muerte natural. Sus corazones puros, desprovistos de malicia. Disfrutando de abundantes suministros de alimento, merodeaban con sus estómagos llenos. Su hablar no era florido, su conducta no era ostentosa. ¿Cómo entonces, podía haber acumulación de propiedad como para robar al pueblo su riqueza, o severos castigos para atraparles y entramparles? Cuando esta era entró en decadencia, el conocimiento y la malicia entraron en uso. Habiendo caído en descomposición la Vía y su Virtud (Tao te), se estableció una jerarquía. Proliferaron regulaciones de las costumbres por la promoción y degradación y por el lucro y la pérdida, se elaboraron adornos ceremoniales como el cinto y la corona de sacrificios [de la nobleza] y  [las túnicas para adorar al Cielo y la Tierra] azul y amarilla imperial. Se erigieron construcciones de tierra y madera hacia lo alto del cielo, con sus vigas y travesaños pintados de rojo y verde. Las alturas fueron derribadas en busca de joyas, las profundidades sondeadas en busca de perlas; pero no importa cuán vasta la colección de piedras preciosas que el pueblo haya podido reunir, aún no sería suficiente para satisfacer sus caprichos, y una montaña entera de oro no sería suficiente para cubrir sus gastos, tan hundidos estaban en su depravación y vicio,  transgrediendo así los principios fundamentales del Gran Comienzo. A diario se fueron alejando de los modos de sus ancestros, y dieron la espalda más y más a la simpleza original del hombre. Ya que promovieron como “digno” el poder, las personas comunes se esforzaron por tener reputación, y ya que elogiaron la riqueza material, aparecieron ladrones y asaltantes. La imagen de objetos deseables tentaban a los corazones verdaderos y honestos, y el despliegue del poder arbitrario y del amor por la ganancia abrieron el camino al robo. Entonces hicieron armas con puntas y afilados bordes, y tras eso no hubo fin a las usurpaciones y a los actos de agresión, y temían solamente que las ballestas no fuesen lo suficientemente fuertes, los escudos lo suficientemente robustos, las lanzas lo suficientemente  afiladas, y las defensas lo suficientemente sólidas. Y sin embargo todo esto pudo haber sido hecho a un lado si no hubiese habido opresión y violencia para empezar.

Por eso se ha dicho: “¿Quién podría hacer cetros sin arruinar el jade inmaculado? ¿Y cómo podrían ser apreciados el altruismo y la rectitud (jen e i) a menos que la Vía y su Virtud pereciesen?” Aunque tiranos como Chieh y Chou hayan podido quemar personas hasta la muerte, masacrar a sus consejeros, hacer carne picada de los señores feudales, cortar a los barones en tiras, desgarrar los corazones de los hombres y quebrar sus huesos, e ir hasta los más lejanos extremos del crimen tiránico haciendo uso de la tortura rostizante, no importa lo crueles que por naturaleza puedan haber sido, ¿podrían haber hecho tales cosas si hubiesen tenido que seguir estando al nivel de las personas comunes? Si dieron rienda suelta a su crueldad y lujuria y sacrificaron a todo el imperio, fue porque, como dominadores, podían hacer lo que quisieran. Tan pronto como se establece la relación entre señor y sometido, los corazones se llenan día a día de señales malvadas, hasta que de pronto los criminales, engrillados y haciendo trabajos forzados en el barro y el polvo, están llenos de pensamientos de motines, el soberano entonces tiembla de ansioso temor en su templo ancestral, y el pueblo estalla en revuelta en medio de su pobreza y aflicción; intentar detenerles por medio de reglas y regulaciones, o controlarles por medio de penalidades y castigos, es como intentar contener un río en pleno flujo con un puñado de tierra, o detener el torrente del agua con un dedo.

Gustav Landauer: ¡En pie, Socialista! (1915)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

Extracto del texto originalmente publicado en el número inaugural del periódico pacifista Der Aufbruch (El Despertar, Vol. I, No. 1. Enero de 1915) de Ernst Joël y que aparece en «Anarchism — A Documentary History of Libertarian Ideas. Volume One» (Cap. 10, Texto No. 49, pág. 164) de Robert Graham. La traducción al inglés es de Robert Ludlow.



El socialismo es asunto de la conducta y el proceder de las personas, pero antes que nada la conducta y el proceder de los socialistas: de las relaciones vivas de economía y comunidad que éstos formen  entre ellos. La naturaleza y el espíritu no permiten ser ridiculizados  ni desalentados: lo que ha de ser, debe crecer; lo que ha de crecer, debe comenzar como embrión; y lo que los iniciadores ven como un asunto de la humanidad, deben iniciarlo por el bien de su propia humanidad y como si fuese para sí mismos solamente. ¿No es esto acaso maravilloso? El socialismo es una imagen de quienes lo contemplan, de quienes ven ante ellos, clara y atrayente, la posibilidad de la transformación total; y sin embargo comienza en los actos de los actuantes, quienes se retiran de el todo como ahora es para salvar sus almas, para servir a su Dios.

Ser socialistas parece significar nada más que nuestra lúcida percepción de que el mundo, los espíritus, las almas podrían cambiarse totalmente si las bases sociales cambiasen (y el anarquismo añade a esto, que las nuevas bases debiesen ser tales que, como todo organismo en crecimiento, unan en sí mismas estabilidad y renovación, poderes cósmicos y caóticos, el principio de preservación y el principio de revolución). Estamos decididos hace un tiempo — hace un largo tiempo — a nada más que proclamar esta gran obra a la gente, y a requerirla de su parte. Al final lo que sale a relucir es que en esta realización del intelecto [Geist], lo esencial no es su contenido, sino la postura y orientación del espíritu [Geist] mismo. Lo esencial en el socialismo es su productividad, su voluntad por remodelar el mundo. Del reconocimiento de que las personas de nuestro tiempo son producto de sus condiciones, viene a los verdaderos socialistas la voluntad y necesidad de no dejarse doblegar, sino de crear productivamente nuevas condiciones para sus vidas. El socialismo une en sí la habilidad de captar, mediante la experiencia, la naturaleza de una norma social, con la voluntad de superarla; el reconocimiento de estar limitado y controlado por una situación  degradante fue ya el primer paso hacia la liberación de este cautiverio.

Por dos décadas ha habido incluso temor a esta verdad, de que el socialismo es el poder de creatividad y de sacrificio, que requiere intensidad religiosa y heroísmo, que en un comienzo es obra de pocos; temor a que todo individuo productivo sepa, temor a lo demoniaco que toma al alma débil en cuerpo débil, le fuerza a salir de sus límites, y le envía por el camino de la realización. Este temor al acto [Werkangst] de parte de aquellos llamados a la creación ha deformado los esfuerzos productivos del socialismo en una teoría de las leyes del desarrollo, y en el partido político que depende de ella [el Partido Social Demócrata Alemán]. Y toda aquella industriosa naturaleza [Wesen] fue irrelevante [unwesentlich]; y todo lo hablado y todo el ajetreo sobre desvíos externos fue la tímida excusa de quienes, oyéndose a sí mismos llamados por su Dios, se encogieron de miedo como gnomos tras el seto de su obsesión por el temor [Angstbeschäftigung].

No queda nada más que hacer sino ponernos nuevamente en pie y hacer de nuestros métodos el destino. El mundo, en el que el espíritu se construye el cuerpo, ni en la era de la máquina siquiera se ha tornado en absoluto mecanicista. El milagro en el que la superstición cree, el milagro que el materialismo y el mecanicismo asumen — que lo grandioso viene sin grandes esfuerzos y que el socialismo completamente desarrollado crece no desde los inicios infantiles del socialismo, sino del colosal cuerpo deforme del capitalismo — este milagro no llegará, y pronto dejarán las personas de creer en él. El socialismo comienza con el acto del socialista, el acto que será más duro mientras más pequeño sea el número de quienes osen y deseen intentarlo. ¿Quién más ha de hacer lo que él mismo ha reconocido como correcto, quién más que el mismo que reconoce? Somos en todo momento dependientes y en todo momento libres. De ningún modo estamos condenados al ocio y la espera temporales — meramente haciendo propaganda y demandas. Hay mucho que podemos hacer, mucho que un grupo unido puede crear y llevar a cabo, si no rehuye a los esfuerzos, los problemas, la persecución, y el ridículo. Finalmente, ¡entrégate a la tarea, socialista! Dado que no vendrá un comienzo de ningún otro modo, necesitas — para las masas, para la gente, para la humanidad, para el giro de la historia, para la decencia en las relaciones económicas, la vida en comunidad, entre los sexos [Geschlechter] y en la crianza — en un comienzo no a las grandes masas, sino sólo compañeros. Están aquí hoy, como siempre lo están, si tú estás aquí: la tarea está aquí, pero no sigues tu llamado, te dejas esperar. Si se unen, y salen de los límites de la esfera de lo que es en este momento posible para su pequeño y creciente grupo de compañeros, se harán conscientes: no hay fin para lo que es posible.

Luigi Galleani: Una Remembranza de Elisée Reclus (1906)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

Fuente: Élisée and Élie Reclus: In Memoriam, de Joseph Ishill (1927). Compilado, editado e impreso por Joseph Ishill. Berkeley Heights, N.J.: Oriole Press.


Recuerdo una polvorienta tarde de Agosto. La agobiante y sofocante atmósfera yacía densa sobre el inmóvil lago, relumbrante como una hoja inmensa de acero pulido. Yacía densa sobre las agotadas vides de la colina, invadiendo incluso la penumbra del amplio estudio donde opuestos uno al otro, trabajábamos en unas estadísticas que nos dieron relativas a la República de Guatemala. Además, como cada día, él me había reprochado aquella tarde por haber comenzado a trabajar: “Necesitas aire, luz, sol, mucho sol, mucha actividad,” me dijo, “y el aire cerrado de la habitación no es muy buena para ti. Ve a Clarens; comenzarás de nuevo mañana por la mañana; el trabajo que has hecho esta mañana me es suficiente.” Pero yo no quería eso. Es cierto, había vuelto recién de un encarcelamiento en la más sombría prisión de Francia y me hubiese beneficiado de los poderes sanadores del aire y el sol, pero qué habría de hacer en Clarens, vagando ocho o nueve horas ¿podría haber tenido mayor placer y beneficio en eso que en estas pausas de quince minutos en que Elisée, dejando a un lado su pluma, buscaba por mi beneficio en los tesoros de sus recuerdos, o mejor aún, despejaba alguna duda, volviendo aún más firmes mis íntimas aspiraciones a la revuelta? Me quedé, entonces, a su lado, trabajando o leyendo, a veces interrumpiendo inadvertidamente su febril labor con una pregunta apremiante y acariciado por sus simples y amables palabras bebía barriles de alegría y júbilo. ¿Para qué, entonces, salir? Pero aquel día, la criada, interrumpiendo una de estas deliciosas pausas, trajo dos cartas a Elisée: una de Floquet, presidente de la cámara de diputados, la otra de Freycinet, quien era entonces, si mi memoria no me engaña, ministro de guerra. Estos personajes pedían gentilmente prestar respetos al ilustre geógrafo Elisée Reclus. “Di que Reclus no puede recibirles,” dijo firme a la criada y a mí, que me había parado para abandonar la habitación: — “Quédate aquí. No recibiré a estas despreciables criaturas.” Por un momento pareció querer darme una razón íntima para este áspero rechazo, desahogar el rencor que estos dos nombres, vueltos famosos, le causaban, los recuerdos de sordidez e intrigas que éstos le traían. Un leve sonrojo cubrió su rostro, miró afuera a las glicinas sobre el espejo ardiente del lago, y luego, inclinando el ceño sobre las hojas en blanco murmuró casi inaudiblemente: “será mejor trabajar.” Pero estábamos destinados a no trabajar aquel día. Apenas es restablecía el silencio cuando Thérèse, la criada, entrando nuevamente al estudio, susurró en mi oído que alguien afuera me esperaba. Me levanté con mucha suavidad, y, feliz sorpresa, encontré en el vestíbulo, a Auguste, un excelente compañero con quien compartí el pan negro de la República en Mazas, en Chaumont, en Lyons. Devuelto a la fuerza a Italia, había salido nuevamente desde Milán, pidibus calcantibus y a pie, retornaba a París. Era por entonces un adolescente, casi un niño, pero lleno de ardor e inteligencia; años, luchas, sufrimientos, felizmente no han mellado su vigor o su bondad y entonces, como hoy, era para mí, un querido, muy querido compañero. ¡Pero en qué estado! Había dejado gran parte de sus zapatos en la cumbre de Simplon. El viaje de los refugiados no había ocurrido sin dañar su ropa y en su cabeza, a la Danton, podía uno casi contar tantas hierbas como cabellos; sus mangas estaban agujereadas hasta los codos y para coronar, sus inmanejables pies sobresaliendo de los intersticios de sus medias. Le di las llaves de mi pequeña habitación, rogándole que usara mi armario donde mis ropas estaban al menos remendadas y limpias. Luego le rogué que volviera tan pronto como fuera posible y me encontrase nuevamente. Con júbilo mantendríamos el encuentro. Volví a entrar al estudio.

“¿Alguna novedad?” preguntó ansiosamente Elisée.
 
“Un excelente compañero italiano que vino de Milán y va hacia París — a pie.”
 
“¿Por qué no le dijiste que entrara?”
 
“'¡Porque el pobre diablo está en tan mal estado!…”
 
“¿Qué importa? Hazle pasar; será un placer verle y conocerle, ya que es tan joven y tan bueno.”
 
Tuve que ir y buscarlo. Auguste había subido lentamente la loma que llevaba a mi cabaña, yendo a rastras dolorido y agotado. Dio media vuelta, tal como estaba, y ahí, en su amplio estudio, cuya  puerta estaba cerrada apenas media hora antes para dos excelencias, dos poderosos de este mundo, el vagabundo en harapos, todo polvoriento, perseguido, sonreía con alegría abrazando a Elisée Reclus, quien le asedió con preguntas sobre el movimiento en Italia, los compañeros en Milán, sus luchas recientes, sus planes futuros, sus condiciones de trabajo y de vida, gentil como un niño, afectuoso como un hermano, modesto y delicado como son todos los que son fuertes, todos los que son grandes, todos los que son buenos.
 

— Luigi Galleani

Errico Malatesta: Vamos entre el pueblo (1894)


Traducción al castellano: @rebeldealegre
Imagen: Pelecymus

Admitámoslo de inmediato: los anarquistas no han mostrado estar a la altura de las circunstancias. [1]
    Viendo por un lado la revuelta de Carrara, que fue prueba de su valentía y compromiso con la causa, pero también de las deficiencias en su organización, los anarquistas habrían apenas  evaluado una mención en relación a la convulsión popular en Sicilia y en todo lugar de Italia.
    Tras todo el despotrique sobre la revolución, la revolución estaba ante nosotros y nos encontramos desconcertados y permanecimos nada más que inertes.
    Puede ser una admisión dolorosa, pero decir nada y esconderlo sería equivalente a una traición a la causa y a aferrarnos a los errores que nos han llevado a este puerto.
    ¡Es la hora de re-pensar!
    Como lo vemos nosotros, la razón principal de nuestras deficiencias es el aislamiento en el que hemos caído fundamentalmente.
    Por una gama de razones que sería demasiado largo de relatar aquí, siguiendo a la separación de la Internacional, los anarquistas perdieron contacto con las masas y se redujeron gradualmente a pequeños grupos solamente preocupados de discusiones interminables y, ¡ay! de hacerse añicos unos a otros o, como mucho, de hacer una pequeña guerra contra los socialistas legalitarios.
    En un número de ocasiones, se hizo un esfuerzo por rectificar esta situación, con diversos grados de éxito. Pero justo cuando parecía que podíamos retomar labores serias y masivas, salían unos cuantos compañeros que, por una intransigencia desatinada, hacían del aislamiento una virtud y — asistidos e inducidos por la holgazanería y timidez de tantos otros, que encontraban en tal “teoría” una buena excusa para no hacer nada y no tomar riesgos — lograban encaminarnos de vuelta a la impotencia.
    Gracias a la labor de aquellos compañeros — muchos de los cuales (nos complacemos en reconocer) se conducen por la mejor de las intenciones — la labor de propaganda y la organización han resultado imposibles.
    ¿Quieres unirte a una asociación de trabajadores? ¡Maldición! Esa asociación tiene un presidente, estatutos, y no jura por el mensaje anarquista. Todo buen anarquista debe evitarlo como a una plaga.
    ¿Quieres establecer una asociación de trabajadores para habituarles a la solidaridad en la lucha contra los patrones? ¡Traición! Un buen anarquista debe solamente entrar en asociación con creyentes anarquistas, lo que quiere decir que siempre debe estar en compañía de los mismos compañeros, y si encuentra asociaciones, todo lo que puede hacer es conferirle nombres a un grupo compuesto por las mismas personas todas las veces.
    ¿Vas a organizar y apoyar huelgas? ¡Embaucamientos, paliativos!
    ¿Probarás suerte en protestas y campañas populares? ¡Tonterías!
    En resumen, lo único que se permite hacer a manera de propaganda es la ocasional charla, desatendida por el público a menos que intervengan los excepcionales dotes de oratoria de quien habla; alguna cosa impresa, siempre leída por el mismo círculo de personas; y la propaganda persona-a-persona, si es que puedes encontrar a alguien dispuesto a oírte. Eso, más un montón de algarabía sobre la revolución — una revolución que, predicada así, termina siendo como el paraíso de los católicos, una promesa para el más allá, que te adormece en una inercia dichosa mientras creas, y te deja escéptico y egoísta, cuando la fe se evapora.
    Y en el intertanto a nuestro alrededor las personas se mueven y siguen otras convicciones; y los socialistas legalitarios obtienen lo mejor de nosotros y con frecuencia tienen éxito, incluso en países como Italia, donde el socialismo fue por primera vez proclamado y popularizado por nosotros y donde nos jactamos de  estar lejos de tradiciones vergonzosas de lucha y sacrificio cargadas de consistencia y orgullo.
    Esta es una táctica letal, equivalente al suicidio. La revolución no se hace tras puertas cerradas. Individuos y grupos aislados pueden llevar a cabo un poco de propaganda; audaces coup de main ["golpe de mano"], bombardeos y similares, si se hacen con astucia (que no siempre es el caso) puede llevar la atención del público a quiénes son los enemigos de los trabajadores y a nuestras ideas; pueden hacernos ganar la distinción de vengadores del pueblo, y pueden librarnos de algún poderoso obstáculo, pero la revolución viene solamente una vez que el pueblo ha salido a la calle. Y si queremos hacerla debemos ganarnos a la multitud, tanta multitud como podamos.
    Además que estas tácticas aislacionistas van contra nuestros principios y contra el propósito que nos hemos puesto.
    La revolución, del tipo que tenemos en mente, ha de ser el comienzo de la activa, directa y genuina participación de las masas, es decir, de todos, en la organización y funcionamiento de la vida de la sociedad. Si, por alguna rareza, la revolución pudiese ser hecha por nosotros solamente, no sería una revolución anarquista, ya que entonces seríamos los amos y el pueblo estando desorganizado y por ende impotente e inconsciente, esperaría instrucciones de nuestra parte. En tal caso toda la anarquía se reducirá a una declaración vacía de principios, mientras que, en la práctica, habría aún una pequeña facción haciendo uso de la fuerza ciega de las masas inconscientes, utilizada para así imponer las ideas propias de la facción — y esa es la esencia misma de la autoridad.
    Sólo imaginen que mañana, mediante un coup de main, pudiésemos derrotar al gobierno por nosotros mismos, sin involucrar a las masas y que pudiésemos retener el control de la situación. Las masas, que no habrían jugado parte en la lucha y no habrían probado la potencia de su fuerza aplaudiría a los vencedores y permanecería inerte mientras espera que nosotros les entreguemos todo el bienestar que les prometemos.
    ¿Qué hacemos entonces? O asumimos una dictadura de facto, lo que sería conceder que nuestras ideas anti-gubernamentales son impracticables y confesar que, como anarquistas, hemos fracasado; o haríamos por cobardía el gran rechazo, [2] retrocederíamos declarando nuestra abominación por el mandato y dejaríamos que nuestros adversarios tomaran las riendas.
    Esto fue lo ocurrido, por razones diferentes, a los anarquistas españoles en el alzamiento de 1873.[3] Debido a extrañas circunstancias, se hallaron amos de la situación en varios pueblos, como Sanlúcar de Barrameda y Córdoba. El pueblo no hizo movida propia alguna y esperó a que alguien les dijera qué hacer; los anarquistas declinaron hacerse cargo porque eso conflictuaba con sus principios… Con lo cual entra, primero el contragolpe republicano y luego la reacción monarquista, que reinstauró el antiguo régimen, esta vez agravado por masivas persecuciones, arrestos, y masacres.
    Vamos entre el pueblo: esa es nuestra única salvación. Pero no vayamos entre ellos con la arrogancia petulante de quienes claman tener la infalible verdad y, desde su supuesta infalibilidad, miran en menos a quienes no suscriben a sus ideas. Vamos y volvámonos hermanos con los trabajadores, luchemos con ellos, y sacrifiquémonos junto a ellos. Si vamos a ganarnos el derecho y la oportunidad de demandar del pueblo el tipo de compromiso y espíritu de sacrificio requerido en los grandes días de la batalla decisiva por venir, necesitamos habernos probado a los ojos del pueblo, y demostrado que no tenemos comparación cuando se trata de coraje y autosacrificio en sus pequeñas y cotidianas luchas. Entremos a todas las asociaciones de trabajadores, establezcamos tantas como podamos, entretejamos federaciones cada vez más grandes, apoyemos y organicemos huelgas, y divulguemos en todas partes y por todos los medios el espíritu de cooperación y solidaridad entre los trabajadores, el espíritu de resistencia y lucha.
    Y tengamos cuidado de disgustarnos sólo porque los trabajadores a menudo no comprendan o no abracen todos nuestros ideales, y de retener un apego a antiguos hábitos y antiguos prejuicios.
    En hacer la revolución, no podemos y nos rehusamos a esperar a que las masas se vuelvan completamente socialistas anarquistas. Sabemos que, mientras dure el actual orden económico y político de la sociedad, la vasta mayoría de la población está condenada a la ignorancia y el embrutecimiento y tiene capacidad solamente para rebeliones medianamente ciegas. Necesitamos desmantelar ese orden, haciendo la revolución lo mejor que podamos, con los recursos que sea que podamos reunir en la vida real.
    Mucho menos podemos esperar a que los trabajadores se vuelvan anarquistas antes que nos dispongamos a organizarlos. ¿Cómo podrían, si se les abandona a sus propios recursos, luchando contra el sentido de impotencia que viene de su aislamiento?
    Como anarquistas debemos organizarnos entre nosotros, entre personas que están perfectamente convencidas y perfectamente en acuerdo; y, en torno nuestro, en  amplias y abiertas asociaciones, debemos organizar a tantos trabajadores como podamos, aceptándolos por lo que son y esforzándonos por impulsarlos a todo progreso que podamos.
    Como trabajadores, debemos siempre estar principalmente al lado de nuestros compañeros en el cansancio y la desgracia.
    Recordemos que el pueblo de París comenzó demandando pan al rey en medio del aplauso y las tiernas lágrimas y, en dos años, habiéndoles invitado — como era de esperar — a sus amarras en vez de pan, le cortaron la cabeza. Y recientemente el pueblo de Sicilia estaba al borde de hacer una revolución, a pesar de aplaudir al rey y a toda su prole.
    Aquellos anarquistas que se opusieron y se burlaron del movimiento “fasci” sólo porque no estaba organizado del modo que hubiésemos preferido — en que al fasci se le denominaba a menudo “María la Inmaculada”, o porque tenían un busto de Marx en vez de Bakunin en sus salones, etc. — han probado que no tenían ni sentido revolucionario ni espíritu.
    No tenemos misericordia — ¡lejos de ello! — para quienes manchan todo con veneno parlamentario y lo reducen todo a un asunto de candidatura y para quienes (actuando de buena o mala fe, no nos importa) quisieran convertir a las masas en un rebaño flotante. ¿Pero acaso predicar la dispersión y dejar todas las fuerzas organizadas del proletariado en sus manos no equivale a acompañar a dichos aspirantes a diputado y, peor aún, a jugar el juego de la burguesía y el gobierno?
    Evaluemos la situación. Estos son tiempos solemnes. Hemos llegado a uno de esos momentos clave en la historia humana en que una era completamente nueva se abre paso. El éxito y la orientación de la revolución por venir depende de nosotros, quienes hemos inscrito en nuestras banderas las redentoras e inseparables palabras “socialismo” y “anarquía.”
   

NOTAS
[1] Traducido desde “Andiamo fra il popolo,” L'Art. 248 (Ancona) 1, no. 5 (4 de Febrero de 1894). En 1893, el movimiento Fasci se había esparcido en Sicilia — “fasci” es el plural de “fascio” (haz, conjunto), un término que simbolizaba la fuerza de la unión y que no tiene relación alguna sino etimológica con el movimiento Fascista posterior. Fue un movimiento de campesinos, mineros, y trabajadores que comenzó con demandas económicas pero escaló a una revuelta, con huelgas, ataques a dependencias de la ciudad, destrucción de aduanas, y rechazo a pagar impuestos. Docenas de trabajadores fueron masacrados por las fuerzas armadas. El 4 de Enero de 1894, fue declarado el estado de sitio en Sicilia y comenzó una dura represión. En respuesta, ocurrieron protestas en varias ciudades italianas, cuya cumbre fue un alzamiento ocurrido en el bastión anarquista de Carrara, donde se declaró eventualmente también el estado de sitio. Malatesta había apoyado fuertemente al movimiento Fasci desde su comienzo, y, iniciado el año 1894, abandonó su exilio en Londres para ingresar clandestinamente a Italia. El presente artículo, escrito mientras Malatesta estaba aún en Italia, entrega un balance de las agitaciones por parte del movimiento anarquista italiano. El periódico donde apareció el artículo fue llamado irónicamente por el artículo del código penal concerniente a la “asociación de malhechores,” utilizado comúnmente contra los anarquistas.
[2] Este es un pasaje de la Divina Comedia de Dante Alighieri (Inferno, III, 60) sobre Celestino V, quien abdicó al papado en 1294.
[3] La referencia es al movimiento federalista conocido como “cantonalismo,” que nació tras la proclamación de la primera república. Luego que el presidente Pi y Margall jurara guiar al país hacia una administración descentralizada, muchas grandes ciudades al sur de España asumieron su independencia y se declararon cantones libres. Aunque la Internacional como organización había pasado una resolución que condenaba toda actividad política, los anarquistas se involucraron en ciertas actividades independientes.