Imagen: Chris Mars
Compartimos un extracto del ensayo «El Estado como paradigma del poder», de Eduardo Colombo, como aparece en «El espacio político de la anarquía», libro co-editado por Klinamen y GLAD cuya lectura recomendamos. En los ensayos precedentes Colombo venía explicando, en muy resumidas cuentas, cómo "Toda sociedad se instituye sobre una particular construcción del espacio y del tiempo", y cómo "El simbolismo de lo alto fue siempre asociado, y lo sigue siendo hoy en día en nuestra propia cultura, a la cosmogonía religiosa de la misma manera que al poder político". Luego, en relación al Estado, escribe:
La estructura de la dominación
De nuestra lectura de la historia institucional y de la historia de la filosofía política del Estado resulta con claridad meridiana, pensamos, que el Estado existente, real e institucional, no es reducible a la organización o al conjunto de los «aparatos de Estado» que lo componen «el gobierno, la administración, el ejército, la policía, la escuela, etc»., ni a la continuidad institucional en el tiempo. Para existir, el Estado exige la organización del mundo social y político sobre su propio modelo o paradigma: el paradigma del Estado, que a su vez supone una cierta idea del poder como su causa. Como dice Manent analizando Leviatán: «La definición de Hobbes es real o, mejor dicho, genética, creadora: lo existente, lo real de lo que aquí se trata, es lo que ha sido creado en virtud y por medio del proceso mental y voluntario del cual la definición no es más que un resumen» (135).
Por esto la dificultad de encontrar una definición satisfactoria del Estado. Al reconocer la dificultad, Strayer agrega: «El Estado existe esencialmente en el corazón y en el espíritu de sus ciudadanos; si ellos no creyeran en su existencia ningún ejercicio lógico podría darle vida» (136). La creencia, argumento de base que sacraliza la credibilidad del contrato, la liturgia del consenso, la legitimidad del monopolio de la coerción. «¿El Estado? Creo porque es absurdo. Creo porque no puedo saber. De lo que se desprende... que la posición anarquista no deriva de la ignorancia, sino del descreimiento» (137). Así se expresa Louis Sala-Molins. Y G. Burdeau escribe en la Encyclopaedia Universalis: «El Estado es una idea...; existe sólo porque es pensado. Es en la razón de ser de este pensamiento donde reside su esencia (...). Está construido por la inteligencia humana a título de explicación y justificación de un hecho social que es el poder político».
Reflexionemos entonces sobre aquello que constituye el meollo del problema: el Estado es una construcción que explica y justifica el hecho social que es el poder político.
Ahora bien, el hecho social no es nunca neutro o inerte, es a su vez construido por una atribución de significado, dependiente del enunciado que lo define, y tributario de la estructura simbólica que lo incluye y sobrepasa.
La sociedad se instituye como tal instituyendo un mundo de significaciones en un proceso circular por el cual el hacer y el discurso, la acción y el símbolo, se producen mutuamente (138). En esta perspectiva, la organización del poder social bajo la forma Estado delimita el espacio de lo social en función de una significación imaginaria central «que reorganiza, predetermina, reforma una cantidad de significaciones sociales ya disponibles y, con esto mismo, las altera, condiciona la constitución de otras significaciones y acarrea efectos» (139) sobre la totalidad del sistema.
Lo importante para nuestro análisis es que este tipo de significaciones claves, que organizan el universo simbólico como un campo de fuerzas dependiente de esas mismas significaciones que pueden permanecer virtuales u ocultas en innumerables situaciones, no son pensables «a partir de su “relación” con los “objetos” como sus “referentes’. Porque es en ellas y por ellas que los “objetos’, y tal vez también las “relaciones referenciales’, son posibles. El objeto (en nuestro caso, el Estado), como referente, está siempre co-constituido por la significación social correspondiente» (140).
En el largo proceso de formación del Estado, las representaciones, imágenes, ideas, valores, que se organizan en el nivel del imaginario colectivo como representación de un poder central supremo diferenciado de la sociedad civil y capaz del «monopolio de la coerción física legítima» (Max Weber) sobre una población determinada y dentro de los limites (fronteras) de un territorio dado adquieren o se cargan de una fuerza emocional profunda que, en un momento de la historia, liga cada sujeto del cuerpo político a la «idea» que lo constituye como commonwealth, civitas, república, Estado.
El pasaje a la forma Estado, etapa decisiva, se completa cuando el sistema simbólico de legitimación del poder político estatal logra captar, o atraer hacia sí, una parte fundamental de las lealtades primitivas, identificaciones inconscientes que estaban previamente solicitadas por el grupo primario: tribu, clan, «familia», aldea. Proceso fundamental ya que las «lealtades primarias» contienen, preformada, como sistema en gran parte inconsciente de integración al mundo sociocultural, lo que hemos llamado estructura de la dominación (o segunda articulación de lo simbólico) (141).
La estructura de la dominación emerge en función de la institucionalización del poder político, siendo al mismo tiempo parte y elemento formativo de dicho poder. El poder político lo entendemos en el sentido que da Bertolo al concepto de dominio (142), es decir, como expropiación y control en manos de una minoría de la capacidad regulativa de la sociedad o, lo que es lo mismo, del «proceso de producción de sociabilidad».
Las sociedades humanas no se regulan de manera homeostática como las otras sociedades animales, sino a través de un modo específico, más complejo e inestable, que es la creación de significados, normas, códigos e instituciones; en dos palabras: de un sistema simbólico. Un sistema simbólico o significante exige, como condición necesaria para existir, la positividad de una regla. Pero si la regla es necesaria al sistema significante, la relación con la representación que la encarna, u operador simbólico, es contingente. Al elegir como operador simbólico la metáfora paterna, o su elemento central, la prohibición del incesto, un tipo de ordenamiento sociocultural, el nuestro, presenta la regla como una Ley y la relación contingente se transforma en universal y necesaria a la existencia misma del orden significante.
Así, la sexualidad y el poder están estrechamente asociados por la manera de ligar la filiación y el intercambio, las generaciones y los sexos, a partir de una misma prohibición: la prohibición del incesto. De esta manera, la ley primordial organiza el orden simbólico, se reproduce en instituciones y constituye al individuo como sujeto social. La ley del inconsciente y la ley del Estado se reconstituyen mutuamente.
La dominación aparece entonces como normativa de una organización jerárquica que sanciona e institucionaliza la expropiación de la capacidad simbólico-instituyente de lo social en uno de los polos de la relación asimétrica así creada.
El Estado moderno o, mejor dicho, la idea o principio metafísico que lo constituye, completa el proceso de autonomización de la instancia política e introduce en la totalidad del tejido social la determinación semántica que la estructura de la dominación impone: toda relación social, en una sociedad, la forma Estado, es, en última instancia, una relación de comando-obediencia, de dominante a dominado.
Por esta razón, Landauer pudo decir que «el Estado es una condición, una cierta relación entre los seres humanos, un modo de comportamiento entre los hombres» (143). De esta dimensión totalizante de la dominación, que configura tanto el «mundo interno» del sujeto como la estructura mítica e institucional del «mundo externo» y sobre la cual el poder político se reproduce, se desprenden dos consecuencias mayores que no podemos desarrollar aquí: una es lo que se ha llamado el «principio de equivalencia alargado» (144) por el cual toda institucionalización de la acción social reproduce la forma Estado, y la otra, íntimamente ligada a la primera, es el hecho generalizado y sorprendente de la «esclavitud voluntaria», de la aceptación y funcionamiento del deber de obediencia u obligación política.
Podemos estar de acuerdo con la proposición que dice que el poder «es el nombre que se da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada», que el poder «se ejerce a partir de innumerables puntos y en un juego de relaciones desiguales y móviles» (145). Pero los juegos múltiples de asimetrías e influencias no se organizan de la base a la cúspide para producir el Estado; ellos son organizados por el Estado para que lo reproduzcan. La jerarquía institucionaliza la desigualdad y sin jerarquía no hay Estado.
A modo de conclusión precisemos ciertos conceptos que hemos utilizado: podemos definir el campo de lo político como todo lo que toca a los procesos de regulación de la acción colectiva en una sociedad global. Esta regulación es un producto de la capacidad simbólico-instituyente de toda formación social. Es el nivel que A. Bertolo define como poder (146) y que preferimos llamar capacidad o «nivel de lo político sin poder constituido o autonomizado».
De acuerdo con nuestro compañero Bertolo, o a la inversa si se prefiere, Proudhon decía: «En el orden natural, el poder nace de la sociedad, es la resultante de todas las fuerzas particulares reunidas para el trabajo, la defensa y la justicia». Y agregaba: «Según la concepción empírica sugerida por la alienación del poder, es al contrario, la sociedad que nace de él...» (147). Con la alienación del poder nace el poder político o dominación, que es, en realidad, el resultado de la expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por una minoría o grupo especializado. La instancia política se autonomiza.
El Estado es una forma histórica particular del poder político, como lo fueron en su tiempo la «jefatura sin poder», la ciudad griega o el imperio romano.
La sociedad sin Estado, sin poder político o dominación, es una forma nueva a conquistar. Ella está en el futuro (148).
--------------------------------------
De nuestra lectura de la historia institucional y de la historia de la filosofía política del Estado resulta con claridad meridiana, pensamos, que el Estado existente, real e institucional, no es reducible a la organización o al conjunto de los «aparatos de Estado» que lo componen «el gobierno, la administración, el ejército, la policía, la escuela, etc»., ni a la continuidad institucional en el tiempo. Para existir, el Estado exige la organización del mundo social y político sobre su propio modelo o paradigma: el paradigma del Estado, que a su vez supone una cierta idea del poder como su causa. Como dice Manent analizando Leviatán: «La definición de Hobbes es real o, mejor dicho, genética, creadora: lo existente, lo real de lo que aquí se trata, es lo que ha sido creado en virtud y por medio del proceso mental y voluntario del cual la definición no es más que un resumen» (135).
Por esto la dificultad de encontrar una definición satisfactoria del Estado. Al reconocer la dificultad, Strayer agrega: «El Estado existe esencialmente en el corazón y en el espíritu de sus ciudadanos; si ellos no creyeran en su existencia ningún ejercicio lógico podría darle vida» (136). La creencia, argumento de base que sacraliza la credibilidad del contrato, la liturgia del consenso, la legitimidad del monopolio de la coerción. «¿El Estado? Creo porque es absurdo. Creo porque no puedo saber. De lo que se desprende... que la posición anarquista no deriva de la ignorancia, sino del descreimiento» (137). Así se expresa Louis Sala-Molins. Y G. Burdeau escribe en la Encyclopaedia Universalis: «El Estado es una idea...; existe sólo porque es pensado. Es en la razón de ser de este pensamiento donde reside su esencia (...). Está construido por la inteligencia humana a título de explicación y justificación de un hecho social que es el poder político».
Reflexionemos entonces sobre aquello que constituye el meollo del problema: el Estado es una construcción que explica y justifica el hecho social que es el poder político.
Ahora bien, el hecho social no es nunca neutro o inerte, es a su vez construido por una atribución de significado, dependiente del enunciado que lo define, y tributario de la estructura simbólica que lo incluye y sobrepasa.
La sociedad se instituye como tal instituyendo un mundo de significaciones en un proceso circular por el cual el hacer y el discurso, la acción y el símbolo, se producen mutuamente (138). En esta perspectiva, la organización del poder social bajo la forma Estado delimita el espacio de lo social en función de una significación imaginaria central «que reorganiza, predetermina, reforma una cantidad de significaciones sociales ya disponibles y, con esto mismo, las altera, condiciona la constitución de otras significaciones y acarrea efectos» (139) sobre la totalidad del sistema.
Lo importante para nuestro análisis es que este tipo de significaciones claves, que organizan el universo simbólico como un campo de fuerzas dependiente de esas mismas significaciones que pueden permanecer virtuales u ocultas en innumerables situaciones, no son pensables «a partir de su “relación” con los “objetos” como sus “referentes’. Porque es en ellas y por ellas que los “objetos’, y tal vez también las “relaciones referenciales’, son posibles. El objeto (en nuestro caso, el Estado), como referente, está siempre co-constituido por la significación social correspondiente» (140).
En el largo proceso de formación del Estado, las representaciones, imágenes, ideas, valores, que se organizan en el nivel del imaginario colectivo como representación de un poder central supremo diferenciado de la sociedad civil y capaz del «monopolio de la coerción física legítima» (Max Weber) sobre una población determinada y dentro de los limites (fronteras) de un territorio dado adquieren o se cargan de una fuerza emocional profunda que, en un momento de la historia, liga cada sujeto del cuerpo político a la «idea» que lo constituye como commonwealth, civitas, república, Estado.
El pasaje a la forma Estado, etapa decisiva, se completa cuando el sistema simbólico de legitimación del poder político estatal logra captar, o atraer hacia sí, una parte fundamental de las lealtades primitivas, identificaciones inconscientes que estaban previamente solicitadas por el grupo primario: tribu, clan, «familia», aldea. Proceso fundamental ya que las «lealtades primarias» contienen, preformada, como sistema en gran parte inconsciente de integración al mundo sociocultural, lo que hemos llamado estructura de la dominación (o segunda articulación de lo simbólico) (141).
La estructura de la dominación emerge en función de la institucionalización del poder político, siendo al mismo tiempo parte y elemento formativo de dicho poder. El poder político lo entendemos en el sentido que da Bertolo al concepto de dominio (142), es decir, como expropiación y control en manos de una minoría de la capacidad regulativa de la sociedad o, lo que es lo mismo, del «proceso de producción de sociabilidad».
Las sociedades humanas no se regulan de manera homeostática como las otras sociedades animales, sino a través de un modo específico, más complejo e inestable, que es la creación de significados, normas, códigos e instituciones; en dos palabras: de un sistema simbólico. Un sistema simbólico o significante exige, como condición necesaria para existir, la positividad de una regla. Pero si la regla es necesaria al sistema significante, la relación con la representación que la encarna, u operador simbólico, es contingente. Al elegir como operador simbólico la metáfora paterna, o su elemento central, la prohibición del incesto, un tipo de ordenamiento sociocultural, el nuestro, presenta la regla como una Ley y la relación contingente se transforma en universal y necesaria a la existencia misma del orden significante.
Así, la sexualidad y el poder están estrechamente asociados por la manera de ligar la filiación y el intercambio, las generaciones y los sexos, a partir de una misma prohibición: la prohibición del incesto. De esta manera, la ley primordial organiza el orden simbólico, se reproduce en instituciones y constituye al individuo como sujeto social. La ley del inconsciente y la ley del Estado se reconstituyen mutuamente.
La dominación aparece entonces como normativa de una organización jerárquica que sanciona e institucionaliza la expropiación de la capacidad simbólico-instituyente de lo social en uno de los polos de la relación asimétrica así creada.
El Estado moderno o, mejor dicho, la idea o principio metafísico que lo constituye, completa el proceso de autonomización de la instancia política e introduce en la totalidad del tejido social la determinación semántica que la estructura de la dominación impone: toda relación social, en una sociedad, la forma Estado, es, en última instancia, una relación de comando-obediencia, de dominante a dominado.
Por esta razón, Landauer pudo decir que «el Estado es una condición, una cierta relación entre los seres humanos, un modo de comportamiento entre los hombres» (143). De esta dimensión totalizante de la dominación, que configura tanto el «mundo interno» del sujeto como la estructura mítica e institucional del «mundo externo» y sobre la cual el poder político se reproduce, se desprenden dos consecuencias mayores que no podemos desarrollar aquí: una es lo que se ha llamado el «principio de equivalencia alargado» (144) por el cual toda institucionalización de la acción social reproduce la forma Estado, y la otra, íntimamente ligada a la primera, es el hecho generalizado y sorprendente de la «esclavitud voluntaria», de la aceptación y funcionamiento del deber de obediencia u obligación política.
Podemos estar de acuerdo con la proposición que dice que el poder «es el nombre que se da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada», que el poder «se ejerce a partir de innumerables puntos y en un juego de relaciones desiguales y móviles» (145). Pero los juegos múltiples de asimetrías e influencias no se organizan de la base a la cúspide para producir el Estado; ellos son organizados por el Estado para que lo reproduzcan. La jerarquía institucionaliza la desigualdad y sin jerarquía no hay Estado.
A modo de conclusión precisemos ciertos conceptos que hemos utilizado: podemos definir el campo de lo político como todo lo que toca a los procesos de regulación de la acción colectiva en una sociedad global. Esta regulación es un producto de la capacidad simbólico-instituyente de toda formación social. Es el nivel que A. Bertolo define como poder (146) y que preferimos llamar capacidad o «nivel de lo político sin poder constituido o autonomizado».
De acuerdo con nuestro compañero Bertolo, o a la inversa si se prefiere, Proudhon decía: «En el orden natural, el poder nace de la sociedad, es la resultante de todas las fuerzas particulares reunidas para el trabajo, la defensa y la justicia». Y agregaba: «Según la concepción empírica sugerida por la alienación del poder, es al contrario, la sociedad que nace de él...» (147). Con la alienación del poder nace el poder político o dominación, que es, en realidad, el resultado de la expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por una minoría o grupo especializado. La instancia política se autonomiza.
El Estado es una forma histórica particular del poder político, como lo fueron en su tiempo la «jefatura sin poder», la ciudad griega o el imperio romano.
La sociedad sin Estado, sin poder político o dominación, es una forma nueva a conquistar. Ella está en el futuro (148).
--------------------------------------
NOTAS:
135. Manent, P. op. cit., pp. 63/4.
136. Strayer, J. op. cit., p. 13.
137. Sala-Molins, Louis. L’Etat. Artículo publicado en Le Monde, París, 8/8/82.
138. Sobre lo simbólico ver mi trabajo, Sobre el Poder y su reproducción.
139. Castoriadis, Cornelius. L’Institution Imaginaire de la Société. Ed. Seuil, París, 1975, p. 485.
140. Ibid., p. 487.
141. Colombo, Eduardo. Sobre el Poder y su reproducción. p. 163 de este libro.
142. Bertolo, Amedeo. Potere, Autoritá, Dominio en Volontá Nº 2/1983.
143. Landauer, Gustav. Der Sozialist, 1910.
144. Lourau, René. El Estado-inconsiente. Ed. Kairós, Barcelona. 1982
145. Foucault. Michel. La volonté de savoir, Ed. Gallimard, París, 1976. p. 123.
146. Bertolo, A. Volontá Nº 2/1983.
147. Proudhon, P. De la Justicie dans la Revolution et dans l’Eglise, Garnier Freres, Pan's, 1858, Tomo primero, p. 491.
148. Nota: este breve trabajo no nos ha permitido tratar múltiples problemas, que se revelan necesarios para la comprensión del Estado; sobre todo, no nos hemos ocupado de aspectos sociológicos de importancia, tales como la lucha de clases, la diferenciación, la burocratización y la complejidad social, etc., lo que no quiere decir que los hayamos subestimado.