Un homenaje a un año (en aquel entonces) de la muerte de Baldomero Lillo (1867–1923), cuentista autor de los clásicos Sub terra y Sub sole. Del primer cuento en Sub terra: «Los Inválidos»:
“¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblas los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!”
Publicado originalmente en el Periódico La Antorcha, Buenos Aires, 25 de julio de 1924.
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Un año hace que extinguiérase la vida de este indiscutible y recio valor de las letras chilenas. Vetusto caserón poblano cobijó el alentar postrero de su singular espíritu.
Hay un hondo y palpitante sentido humano en la naturaleza de su obra, no igualado ni superado hasta nuestros días. Y su vida, la trayectoria sobre la tierra áspera, es una afirmación de rectitud, de alta pureza moral.
Sus instantes últimos fueron de miseria y desolación. Murió aislado, incomprendido, torturado por el egoísmo circundante, sintiendo sobre su carne en ruinas la mordedura venenosa de la pedante suficiencia de los consagrados.
Sin embargo, abatido, lacerado por el morbo implacable y fatal de la peste blanca, tuvo al morir un gesto varonil, hermoso, que esculpe en líneas precisas la fortaleza y heroicidad de su alma.
Próximo a expirar, orilló felinamente su lecho de moribundo la silueta repudiable de un cuervo ensotanado. Era el instante supremo en que, al débil tísico, se sucede la prueba formidable para las ideas. Arribaba en los momentos de máxima debilidad moral, a imponer el credo nefando de un más allá quimérico. Pretendía que el iconoclasta irreductible, el hombre puro y noble, hiciera una apostasia de sus convicciones ideológicas. Luego, el acto de fe donde retractábase, donde abominaba de su pasado rectilíneo, serviría de carnaza para exhibirlo como un triunfo de las huestes curialescas.
Pero Baldomero Lillo, lúcido, sereno, concentrando las energías últimas, despidió al enviado de la impostura y el error con las siguientes frases lapidarias: “No es ésta hora de muerte; es hora de transformación”.
He aquí fijada en trazos vigorosos la personalidad moral del recio cuentista chileno. Las etapas culminantes de su existencia son una demostración palmaria, ejemplarizadora, de la enorme conciencia en que cimentó su labor de artista comprensivo
Venido del pueblo, se identificó con su angustia íntima, con su dolor más recóndito. Describió esa angustia y ese dolor enormes en páginas viriles, palpitantes de una honda humanidad. Impelido por la miseria, descendió a la mina lóbrega, infernal, empuñó la barreta que arranca el preciado metal y desagarró sus carnes en las aristas agudas de las tétricas galerías. Sufrió la presión ahogadora, salvaje, monstruosa, de la explotación que se ejercita en la región del carbón. Bebió el ácimo de esa vida dantesca en sus fuentes mismas, la tortura le malogró la existencia, aceleró su extinguimiento prematuro.
“Sub-Terra” es una transcripción poética, formidable de la tragedia cotidiana que marca el vivir minero. Cada cuento es un aspecto doloroso, inmensamente voraz del sufrimiento horrible que martiriza a las multitudes extractoras del oro negro.
Cualquiera de los relatos es una vívida interpretación de la mísera y conmovedora brega que tiene por escenario las oquedades sombrías del rico subsuelo. Afluye de cada narración un hálito tragedioso, algo tan fuertemente real, que lo sentimos como una garra opresora y lacerante. No hay artificiosidad en sus cuentos; el oropel de la vacua retórica no preocupó a Baldomero Lillo; le absorbió totalmente la visión desagarradora del gigantesco drama y lo volcó en las cuartillas, desnudo, en todo su esplendor doloroso, libre de trabazaones académicas y pulimentaciones chirles. De ahí el tono relevante, único, de su entera labor.
Exhibió en toda su plenitud la úlcera que horada las entrañas de ese montón anónimo de cíclopes de las tinieblas; su prosa es un camino de luz que nos muestra el desagarramiento de la herida y el eterno refluir de la generosa sangre.
Su obra tiene un solo parangón: el caso de Barret, al describir la vida maldita en los yerbales. Lillo, como el inquieto y torturado Barret, realzó las escenas ignoradas de la expoliación minera. Su producción, recia, humana, esconde los gérmenes de lo perdurable, de lo eterno. Cada capítulo es una requisitoria fulminadora, es un látigo justiciero que azota la faz de la sociedad indiferente al desarrollo de tanto dolor, de tanta ignominia.
— Víctor Yañez
San Bernardo (Chile)