Retratados aquí, de izquierda a derecha, están los pensadores anarquistas Piotr Kropotkin, Mijail Bakunin, Emma Goldman, Gustav Landauer y Pierre-Joseph Proudhon. |
Para un anarquista, el tierno y verde brote de cada recién nacido, el precioso potencial de cada maravillosamente único y bello ser humano, es bloqueado, despedazado, destruido por las botas con punta de acero del capitalismo.
Emma Goldman dice que la salud de la sociedad podría ser medida por la "individualidad de una persona y el grado en que es libre de hacer que su ser crezca y se expanda, sin el obstáculo de la autoridad invasiva y coercitiva", y Gustav Landauer escribe que "el solo objetivo del anarquismo es terminar con la lucha de humanos contra humanos, y de unir a la humanidad, de modo que cada individuo pueda desplegar su potencial natural sin obstrucción".
Esto es, en últimas, a lo que los anarquistas se refieren con libertad. La libertad de ser lo que se supone que seamos, de crecer hacia lo que por naturaleza hemos nacido y estamos destinados a crecer, si es que nuestra ontogenia no hubiese sido desbaratada y distorsionada.
Por nuestros propios medios, liberados del control de los amos, los individuos cooperaríamos y nos combinaríamos en el modo en que se suponía que lo hiciésemos, del mismo modo que las demás criaturas, plantas, insectos, hongos y microbios.
Esta es la base del clásico argumento de Piotr Kropotkin para una sociedad libre de Estado, el armonioso orden natural del que los humanos — y sus relaciones de unos con otros — forman parte: "La tendencia al apoyo mutuo en el ser humano tiene un origen tan remoto, y está tan profundamente entretejido con toda la evolución pasada de la especie humana, que ha sido mantenida por la humanidad hasta el tiempo presente, a pesar de todas las vicisitudes de la historia".
Como dice Mijail Bakunin: "La naturaleza, no obstante la inexhaustible riqueza y variedad de seres de las que se constituye, no presenta caos en modo alguno, sino que en vez, un mundo magníficamente organizado en el que cada parte está lógicamente correlacionada con todas las otras partes".
Las leyes naturales — estas son la base de la visión anarquista de una sociedad apropiada y la razón por la cual rechazamos la variedad artificial como impostora y destructora de todo lo que es bueno y verdadero y real.
Bakunin, aquel fiero mesías de la desobediencia, explica que estas leyes naturales son de un tipo tal que él no duda en arrodillarse ante ellas: "Sí, somos incondicionalmente esclavos de estas leyes. Pero en tal esclavitud no hay humillación, o quizás no es esclavitud en absoluto. Pues la esclavitud presupone la existencia de un amo externo, un legislador parado sobre aquellos a quienes manda, mientras que aquellas leyes no son extrínsecas para con nosotros: son inherentes en nosotros, constituyen nuestra naturaleza, nuestro ser total, física, intelectual y moralmente. Y es solamente por medio de esas leyes que vivimos, respiramos, actuamos, pensamos y decidimos. Sin ellas no seríamos nada, simplemente no existiríamos".
Las leyes naturales son las extremidades entretejidas e infinitamente complejas de una comunidad viva, una entidad vital que es la única forma de "autoridad" que los anarquistas respetan, siendo entonces la diferencia entre una sociedad gubernamental y una sociedad anárquica, "la diferencia entre una estructura y un organismo", como dice George Woodcock.
Rechazando la lamentable idea de que venimos a este mundo desprovistos de propósito y principio, desamparadas y amorales hojas en blanco vivientes, sobre las que el Estado, en su “sabiduría”, debe escribir las reglas bajo las que demanda que hemos de vivir, los anarquistas saben que las leyes inherentes ya han dispuesto un sentido de justicia en nuestras almas.
"Una parte integral de la existencia colectiva es que el hombre [sic] siente su dignidad al mismo tiempo en sí mismo y en otros, y por ende lleva en su corazón el principio de una moral superior a sí mismo," escribe Pierre-Joseph Proudhon.
"Este principio no viene a él desde afuera; se secreta en él, es inmanente. Constituye su esencia, la esencia de la sociedad misma. Es la verdadera forma del espíritu humano, una forma que se conforma y crece hacia la perfección solo mediante la relación que cada día da vida a la vida social. La justicia, en otras palabras, existe en nosotros como el amor, como las nociones de belleza, de utilidad, de verdad, como todos nuestros poderes y facultades".
Es precisamente porque ya conocemos la verdadera justicia — en nuestra sangre, en nuestros huesos, en nuestras entrañas, en nuestros sueños — que los anarquistas se repugnan tanto de la parodia enferma que nos sirve el pez gordo del estado. Nuestro innato sentido de lo correcto y lo incorrecto se ofende mortalmente y la presión de una justicia real reprimida, de una autoridad natural denegada, de leyes inherentes sofocadas, crece en nuestro espíritu — individual y masivamente, consciente e inconscientemente — y se vuelve la fuerza tras la necesidad de la revolución.
Esta fuerza se torna en una entidad viva — no aquella entidad pasiva, paciente, que animara las sociedades humanas en tiempos en que todo marcha como debiese, sino una entidad activa, dinámica, que se ha formado a sí misma con el solo propósito de traspasar la obstrucción hacia la vida que se halla bloqueando el sendero de la naturaleza.
Para Landauer, esta entidad revolucionaria se vuelve una fuente de cohesión, propósito y amor — "un remanso espiritual" — para una humanidad varada en una era desolada y despótica: "Es en el fuego de la revolución, en su entusiasmo, su hermandad, su agresividad, que la imagen y la sensación de unificación positiva se despierta; una unificación que viene por medio de una cualidad de conexión: el amor como fuerza".