Publicado en el periódico La Antorcha de Buenos Aires, un 9 de julio de 1926, Juan Gandulfo escribe unas palabras dedicadas a Manuel Antonio “el viejo” Silva, recordado también con cariño en el relato de José Santos González Vera, «Los Anarquistas» (1949).
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En las entrañas oscuras del pueblo hay un montón de vidas heroicas. Existencias que siguen un rumbo fijo, timoneadas por una voluntad recta. Ellas se levantan como esas columnas de fuego que guiaban en la antigüedad a los barcos huérfanos de costa, cuyas tripulaciones ciegas de terror viraban hacia ellas en busca de la tierra firme donde hallarían techo y pan.
Al morir Manuel A. Silva ha perdido la Anarquía un compañero. Ese querido viejo, a quien familiarmente llamábamos el patriarca, amamantó con su consejo, su amistad y su ayuda a la mayoría de los jóvenes que hoy azotan los cuatro vientos de la montaña, el valle y el mar de este país, clamando por la Justicia y la Libertad.
En las asambleas tumultuosas, en los mítines borrascosos, en los grupos estudiosos, se destacaba su perfil aquilino aureolado por una sonrisa infantil, repartiendo folletos, distribuyendo proclamas o dando un consejo substancioso y puro con su voz opaca y su ademán fraternal. Pero cuando husmeaba una claudicación, sus ojos resplandecían y su brazo se levantaba como el de un iluminado, su voz adquiría resonancias de bronce y anatematizaba el error con palabras fulgurantes de fe y optimismo. Era una lección viva para todos los que se sentían desfallecer ante los escollos de la lucha y su ejemplo rompía como un latigazo la inercia de los indiferentes y la vacilación de los claudicantes.
Durante muchos períodos la vida del compañero Silva fue un hilo de plata tendido en el marasmo de las masas obreras, a lo largo del cual se conservó sin mácula la idea libertaria.
Su tenacidad, propia de un verdadero revolucionario, volvió a su primitivo cauce las fuerzas dispersas por los acontecimientos que sacudían al movimiento proletario.
Y su honradez tradicional salvó la propaganda ideológica de todas las encrucijadas que dificultan la marcha a los anarquistas.
Así como fue austera y sencilla su vida de viejo luchador, así debemos despedirlo. Si sus huesos gastados por el trabajo y la enfermedad pudieran erguir su cadáver, volviéndolo a la vida, sonreiría cariñosamente al encontrarnos inclinaos sobre la obra, jalonando acciones e ideas en pro de la Justicia y la Libertad.
Intensifiquemos nuestras vidas para dignificarnos ante su muerte.
— Juan Gandulfo
Santiago, Chile