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Errico Malatesta: La nueva Internacional Obrera (1902)


Al castellano: rebeldealegre. Traducido desde “La nuova Internazionale dei Lavoratori”, La Rivoluzione Sociale (Londres), no. 4 (5 de noviembre de 1902).

El grandioso movimiento obrero que emerge en todo el mundo civilizado y la cada vez más aparente necesidad de solidaridad entre los trabajadores de todos los países para pararse frente a la progresiva internacionalización del capitalismo tuvo que plantar inevitablemente y ha plantado en las cabezas de muchos la idea de establecer una nueva Asociación Internacional de los Trabajadores. Y las federaciones internacionales establecidas entre obreros de ciertas ramas, como los mineros del carbón y los trabajadores del transporte, están ya embarcados en dirección a un sindicato general de todos los trabajadores conscientes de sus intereses de clase.

Podría no ser inútil en este momento recordarnos de las lecciones de la experiencia pasada, escudriñando cuál era la misión de la antigua Internacional y las razones que llevaron a su deceso.

La vida de la renombrada Asociación Internacional de los Trabajadores fue corta pero gloriosa. Nacida en un tiempo similar al presente, un tiempo de despertar obrero, murió rápidamente y logró genuinamente sacudir al mundo. Alejó a los obreros de los partidos burgueses y les dotó de una consciencia de clase, un programa propio y una política propia; abordó y debatió todos los asuntos sociales más esenciales e ideó a cabalidad el socialismo moderno, aquel que ciertos escritores luego reclamaron como producto de sus propias cabezas; puso a temblar a los poderosos, elevó las ardientes esperanzas de los oprimidos, inspiró sacrificios y heroísmo… y justo cuando más parecía destinada a dar muerte a la sociedad capitalista, se desintegró y pereció.

¿Por qué?

La ruptura de la Internacional se atribuye convencionalmente ya sea a la persecución o a las fricciones personales emergidas entre sus filas, o a su modo de organización, o a todas las anteriores.

Yo creo otra cosa.

La persecución hubiese sido impotente de romper la Asociación y a menudo fomentó su popularidad y crecimiento.

Las fricciones personales eran en realidad de preocupación secundaria y, mientras el movimiento fue vibrante, tendían más bien a impulsar a las diversas facciones y a las personalidades más prominentes a la acción.

Su modo de organización, habiéndose tornado centralista y autoritaria gracias a la obra del Concilio General en Londres y especialmente de Karl Marx quien fuera su fuerza motriz, resultó de hecho en la división de la Internacional en dos ramas; pero la rama federalista, anarquista, que incluía a las federaciones de España, Italia, la Suiza francófona, Bélgica, la del sur de Francia, y otras secciones individuales de otros países, no sobrevivió por mucho a la rama autoritaria. Se argumentará que incluso dentro de la rama anarquista perduró la plaga autoritaria y que, ahí también, unos cuantos individuos podían hacer y deshacer en nombre de las masas que pasivamente les seguían. Y eso es verdad. Pero se ha de notar que en aquella instancia, el autoritarismo no era intencional y no derivaba del formato organizativo ni de los principios que le informaban, sino que fue la consecuencia natural y lógica del fenómeno al cual yo atribuyo principalmente la ruptura de la Asociación y que ahora describiré.

Al interior de la Internacional, fundada como una federación de sociedades de resistencia para proveer de una base más amplia a la lucha económica contra el capitalismo, emergieron muy rápido dos escuelas de pensamiento, una autoritaria y la otra libertaria; éstas dividieron a la Internacional en dos facciones hostiles, que, al menos en sus alas extremas, fueron asociadas a los nombres de Marx y Bakunin.

Un grupo estaba por hacer de la Asociación un cuerpo disciplinado bajo el mando de un Comité Central, mientras los otros querían un federación libre de grupos autónomos; un grupo estaba por alinear a las masas para hacer el bien por la fuerza, de acuerdo a la vieja supersitición autoritaria, mientras los otros estaban por levantarlos y hacer que se liberasen a sí mismos. Pero la inspiración detrás de ambas facciones tenía un rasgo característico en común, y es, que cada lado transmitió sus pensamientos al conjunto de la membresía creyendo haberles convertido cuando en realidad sólo habían logrado su bastante irreflexivo apoyo.

Así vimos a la Internacional volviéndose rápidamente mutualista, colectivista, comunista, revolucionaria, y anarquista, a una velocidad de desarrollo documentada en los procedimientos de sus congresos y en la prensa escrita, pero que simplemente no podría haber sido el reflejo de alguna evolución real y simultánea en la vasta mayoría de los miembros.

Dado que no había agencias separadas para la lucha económica y para la lucha política e ideológica, y que todo Internacionalista realizó todo su actividad de pensamiento y lucha al interior de la Internacional, el resultado inevitable sería que o bien los individuos más avanzados tuviesen que bajarse y quedarse al nivel de la lenta y retrasada masa o, como ocurrió, adelantarse y proceder por las suyas con la ilusión de que las masas les comprendían y les seguían.

Estos elementos más avanzados reflexionaron, debatieron, descubrieron las necesidades de la gente; enmarcaron las vagas intuiciones de las masas en programas concretos; afirmaron el socialismo; afirmaron la anarquía; presagiaron y se prepararon para el futuro — pero mataron la Asociación: la espada había desgastado a la vaina.

No digo que esto haya sido malo. Si hubiese permanecido la Internacional como una llana federación para la resistencia y no hubiese sido sacudida por la tormenta de ideas y de pasiones sesgadas, pudo haber sobrevivido como lo han hecho las Trade Unions inglesas: como cosas inútiles y tal vez dañinas para la causa de la emancipación humana. Fue para mejor que haya muerto y lanzado sus semillas a los vientos.

Pero sostengo que hoy la Internacional de la vieja escuela no puede y no debe recomponerse. Hoy hay prósperos movimientos socialistas y anarquistas; la ilusión y el error que sustentaron a la antigua Internacional no son ya posibles hoy.

Los factores que finalmente mataron a la antigua Internacional — vale decir, las fricciones entre autoritarios y libertarios por un lado, y el golfo entre los pensadores y las masas semi-conscientes conducidas solamente por intereses, por el otro — probablemente amenazarían hoy al nacimiento y crecimiento de una nueva Internacional, si fuese ésta, como lo fue la primera, simultáneamente una sociedad para la resistencia económica, un taller de ideas, y una asociación revolucionaria.

La nueva Internacional puede servir solamente como una asociación diseñada para reunir a todos los trabajadores (lo que quiere decir, a tantos como pueda), sin consideración por su perspectiva, social, política, o religiosa, en la lucha contra el capitalismo. Por ende, no debe ser ni individualista, ni colectivista, ni comunista; no debe ser ni monarquista ni republicana, ni anarquista; y no debe ser ni religiosa ni anti-religiosa. Debe tener un sólo pensamiento compartido como condición para su admisión: la voluntad por combatir a los patrones.

La aversión a los patrones es el comienzo de la salvación.

Si más adelante, ilustrados por la propaganda, educados por la lucha en la identificación de las causas de sus infortunios y en la búsqueda de remedios radicales, y alentados por el ejemplo de los partidos revolucionarios, el grueso de la membresía fuese a volcarse a afirmaciones socialistas, anarquistas, y anti-religiosas, mucho mejor, puesto que el progreso entonces sería real en vez de ilusorio.

Por supuesto, no es que yo no quisiera ver que la nueva Asociación Internacional de los Trabajadores fuese socialista y anarquista; es solamente que quisiera que lo fuera genuinamente.

Y para que eso sea una posibilidad, necesita ocurrir libre y gradualmente, a medida que las consciencias se expandan y la comprensión se extienda.




UN VIEJO INTERNACIONALISTA

Daniel Colson: Lecturas anarquistas de Spinoza

Traducción al castellano: @rebeldealegre

De la Introducción de los traductores al inglés (segundo texto abajo):

Como en la mejor tradición de la filosofía francesa, Colson establece conexiones y síntesis que son a la vez intuitivas y contraintuitivas. Es de poca sorpresa, por ejemplo, que Colson discuta con Negri y Deleuze, dos pensadores que, más que cualquier otro, han influido en la naturaleza y el alcance del debate contemporáneo sobre la metafísica y la política de Spinoza. A la vez, sin embargo, Colson explora una tradición intelectual relativamente desatendida y frecuentemente ignorada — la tradición del anarquismo — para motivar su crítica de Negri y su análisis comparativamente favorable de Deleuze. Es precisamente esta destreza e ingenio lo que hace de Colson un pensador tan interesante, no solo para los anarquistas sino para estudiosos de la filosofía europea en general.

Tal vez la mayor lección de este ensayo, sin embargo, es que el pensamiento de filósofos anarquistas como Proudhon y Bakunin está muy vivo. Como Deleuze, Negri, y Balibar, Colson se esfuerza por leer a contrapelo — por buscar y desenterrar nuevas posibilidades y potencialidades revolucionarias en los conceptos filosóficos “establecidos”. Pero lo que descubre al hacerlo es que él y sus pares están participando sin saberlo en una tradición europea mucho más antigua. Después de todo, Proudhon y Bakunin e incontables otros anarquistas menos conocidos leían a contrapelo ya hace mucho tiempo. Comprender esto no es solo para comprender a nuestros precursores anarquistas, sino para comprender algo de nosotros mismos.

Ciertamente, Colson nos hace oír nuevamente la voz de Deleuze, atendiendo a lo que hasta ahora no hemos oído, u oímos muy bajo, como cuando destaca durante un seminario en 1980 sobre Spinoza: “Es pensamiento anti-jerárquico. Es casi una especie de anarquía”.



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F. Palinorc: Rackets (2001)

Traducción al castellano: @rebeldealegre
Imagen: Renato Guttuso

Sobre qué es un racket político: se explica en el texto.  
Sobre la imagen: Se trata de una obra de Guttuso que pareciera tener una valoración positiva de la situación descrita, una "manifestación del vecindario" [La obra se titula así]. La utilizamos, sin embargo, haciendo una lectura inversa. La manifestación no parece ser del vecindario, sino de un racket, o ya un partido, hacia/sobre el vecindario (o manipulándole/utilizándole), como lo delata la actitud de los personajes en el podio.
El texto lleva originalmente un anexo que intenta ilustrar el comportamiento al interior de un racket político tomando como ejemplo una polémica al interior del CCI, además de algunas de las actividades racketeras de Lenin y Rosa Luxemburgo. Este anexo no ha sido traducido. Puede encontrarse en inglés en el enlace indicado al inicio.


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Gustav Landauer: Por la separación a la comunidad (1900)


Traducción al castellano: @rebeldealegre
(Desde la traducción al inglés de Gabriel Kuhn en «Revolution and other writings: A political reader»)

Unos meses después de su salida de prisión [mediados de 1899 a comienzos de 1900], y tras el cierre de Der Sozialist y un aislamiento político en crecida, Gustav Landauer se aboca al pensamiento místico inspirado principalmente en Meister Eckhart. Así le escribe a Hedwig Lachmann de esta concepción, a la que llamaba su "idea favorita" (Lievlingsgedanken):
«. . . próximo a las comunidades autoritarias fortuitas que nos rodean, hay algo que es distinto, y mayor, algo que coincide con la más profunda esencia del individuo . . . Mientras más profundo descendemos por los túneles de nuestra vida individual, mucho más estamos en comunidad real con la especie, la humanidad, el mundo animal, y finalmente, si nos retiramos de pensamientos conceptuales y apariencias sensibles y nos hundimos en nuestras más ocultas profundidades, participamos del mundo ilimitado entero. Pues este mundo vive en nosotros, es nuestro origen, es decir, está continuamente operando en nosotros; de otro modo dejamos de ser lo que somos. La parte más profunda de nuestros seres individuales es aquella que es más universal.»
En Junio de 1900, Gustav Landauer expone ante el círculo berlinés de jóvenes intelectuales neo-románticos Neue Geimenschaft (entre los que se encontraban Martin Buber, Eric Mühsam, Heinrich Hart) el texto Durch Absonderung zur Gemeinschaft ["Por la separación a la comunidad"] que sería la antesala del pensamiento expuesto en sus obras Skepsis und Mystik ["Escepticismo y mística"] (1903), Die Revolution ["La Revolución"] (1907), y Aufruf zum Sozialismus ["Incitación al socialismo"] (1911).

Sería entonces el inicio de una visión digna de atender; aquella que más tarde, en su singular belleza, se abriría paso, crecería y desembocaría en ideas como: «Donde hay espíritu hay sociedad. Donde no hay espíritu se impone el Estado. El Estado es la sustitución del espíritu».
 


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Emilio López Arango: Anarquismo y comunismo

De Ideario. Capítulo primero: Doctrina, Tácticas y Fines del Movimiento Obrero.
Ediciones ACAT, Buenos Aires, 1942



Para los comunistas anárquicos la división entre las palabras comunismo y anarquismo no existe. Sin embargo, no siempre corresponde la denominación de las teorías, máxime si a fuerza de sistematizarlas se olvida una parte de su esencia, al contenido que quieren expresar sus fórmulas exteriores o que se supone reside en las premisas de un programa.

No todos los anarquistas son comunistas — y no pocos, creyendo serlo, propagan teorías que niegan los fundamentos económico-sociales del comunismo —, de la misma manera que no deben confundirse las tendencias autoritarias que invocan ese nombre con la verdadera idea de la comunidad, que para ser tal debe inspirarse en principios de libertad y justicia. El anarquismo es una concepción moral, en oposición a los dogmas consagrados y a los prejuicios hechos ley o costumbre. El comunismo es la utopía social, el hecho económico aún no realizado, el medio de convivencia que, si tiene algunos antecedentes históricos en las ciudades libres de la Edad Media y en las primitivas comunidades religiosas, no puede sin embargo ser definido ni con las muertas experiencias del pasado ni con las demasiado agobiadoras realidades del presente.

Si el anarquista es un inadaptado, un descontento instintivo, un hombre que lucha contra la opresión circundante y combate la tiranía ambiente, para que esas cualidades negativas tengan algún valor es necesario que al mismo tiempo plantee, aunque más no sea en teoría, la solución del problema social. He ahí, pues, donde la teoría económica del comunismo se convierte en el objetivo substancial del anarquismo, porque fuera de la sociedad no hay soluciones revolucionarias, justas y equitativas, para la vida del hombre que aspira a ser un igual entre los iguales.

Cabe pues, que definamos el valor o los valores de dos palabras que, unidas, representan una tendencia político-económica en pugna con los principios aceptados por todos los defensores del orden actual. Y nos interesa en particular la definición del comunismo, como base económica de la ideología anarquista, ya que las influencias autoritarias y capitalistas contribuyen hoy a alejarnos de la idea básica de la libertad, de la justicia y del derecho, que sólo podrá ser efectiva en una comunidad de hombres que sepan practicar el apoyo mutuo.

* * *

Entre la teoría política del anarquismo, fuertemente ligada a las corrientes liberales del siglo pasado, y el hecho económico que expresa la concepción comunista, se manifiestan no pocos antagonismos de doctrina y táctica. Desde el individualista adverso a cualquier forma de organización al adepto de la fórmula industrial, hay una variedad creciente de tendencias, escuelas y capillas.

No nos detendremos a enumerar las diferentes corrientes que contribuyen en una u otra forma a crear el caudal ideológico del anarquismo. Lo que nos interesa por ahora es definir la justa equivalencia de dos conceptos que, separados, sirven de denominativo a las tendencias sociales más contradictorias y se prestan a toda clase de confusiones.

El comunismo anárquico, para la mayoría de los que actúan al margen o por encima de la lucha de intereses económicos, entraña un principio de imposición por el hecho de esbozar un programa de futuro. Pero para los partidarios del sindicalismo posibilista la tesis comunista, como resultancia de la evolución social, está subordinado al proceso capitalista y en consecuencia sigue el ritmo histórico señalado por los teóricos del materialismo.

Los que siguiendo las huellas de Marx, aplican la teoría materialista — estrecha y rígida en su pretendido cientifismo histórico — al movimiento de la clase trabajadora, se olvidan de las fuentes del comunismo. Se basan en el hecho de que los problemas sociales están sujetos al imperativo de la lucha de clases, esto es, al antagonismo de los intereses económicos, y, en consecuencia, corresponde a los trabajadores obrar como componentes de una clase específica y dirigir todos sus esfuerzos a la conquista de los medios de producción, distribución y consumo. ¿No está en esa tesis implícitamente reconocida la razón de ser del capitalismo? Propender a la conquista de las instituciones capitalistas, reconociendo la existencia del Estado o empeñándose en ignorarla, no significa un propósito de destrucción: por el contrario, se adelanta el deseo de conservar esas instituciones en la esperanza de que, bajo una nueva dirección, sirvan a los intereses de la clase trabajadora después de la derrota de la burguesía.

Cabe, pues, que formulemos esta pregunta: ¿Qué valor puede tener la conquista del poder económico por o para la clase trabajadora, si, circunscrito al cambio de directores, técnicos y administradores del trabajo y de la economía, persisten las causas del sometimiento del asalariado, la incapacidad de la mayoría para la autoproducción y autogobierno, la dependencia de hecho de las grandes masas a sus jefes y guías? De una restauración capitalista mediante el cambio de gobernantes, sale siempre fortalecido el capitalismo.

Debido a la preponderancia de los factores materiales — a la subordinación del individuo a las llamadas necesidades sociales, que regulan las potencias políticas y financieras — de la ciudad han desaparecido completamente los fundamentos éticos del comunismo. La comuna no puede tener un equivalente en los emporios capitalistas — en las modernas citys del parasitismo burocrático, de los mercaderes y politicantes —, porque toda posibilidad de colaboración desaparece bajo el peso aplastador del Estado y del capitalismo. El obrero es un simple accesorio de la máquina económica y sus ideas, sus aptitudes y voluntad se mecanizan con la disciplina del trabajo impersonal. De ahí que llegue a suponer que la vida humana depende de sus labores, no importa que sean de carácter nocivo o completamente superfluas, concediendo escasa importancia a las tareas agrícolas.

Si el problema actual, para los obreros de la industria, consiste en aumentar la capacidad del capitalismo en esa fase de la producción, ¿en qué condiciones estarán mañana para suprimir las industrias no útiles, la burocracia y el parasitismo que exigen tanto el aparato estatal como la administración y la dirección técnica de las grandes empresas? ¿Cómo harán frente al problema que significa desmontar la máquina del Estado político, substituyendo sus engranajes con los complicados resortes de la economía capitalista?

Para los pregoneros del comunismo industrial — que como vemos es una negación del comunalismo —, no tiene importancia ese problema post-revolucionario. Dentro de su fórmula («crear la sociedad nueva dentro del cascarón de la vieja») pretenden encerrar todas las contingencias posteriores a la revolución, precisamente porque aceptan la posibilidad de un gobierno de la economía después del triunfo de los trabajadores y de la caída del poder burgués. Pero el Estado económico, que es en resumidas cuentas una supervivencia del capitalismo, aun cuando cambie el orden de las clases en el usufructo del poder y de las riquezas, ¿no necesitará de un aparato gubernamental, de leyes y de ordenanzas para regirse y de ejércitos y policías para mantener su equilibrio? La conservación de la organización industrial arrebatada al capitalismo obligará a los trabajadores a conservar el resto del aparato político y judicial: el Estado.

Hay, pues, un error fundamental en ese pseudo anarquismo industrialista: es la tendencia llamada reconstructiva porque aboga por las organización del trabajo siguiendo el curso del proceso de centralización industrial y que hace depender el futuro de la humanidad de las aptitudes del obrero para transformarse en la clase dirigente. Y ese error aleja a los pueblos de las fuentes más puras de la revolución, que no tiene contenido espiritual en las ciudades invadidas por la fiebre capitalista y por la pasión autoritaria.

Para retornar a las fuentes del comunismo, sin el cual no es posible concretar en una realización social las ideas anarquistas, es imprescindible combatir toda tendencia encaminada a conservar el régimen capitalista después de la revolución. En consecuencia, debemos buscar en el comunalismo, esto es, en la raíz de las sociedades humanas, las demostraciones históricas que prueban la posibilidad de la vida social prescindiendo del capitalismo y del Estado.

En la comuna está el fundamento de las teorías anarquistas, porque la concepción libertaria no tendría una verdadera base revolucionaria si eludiera la solución del problema económico en beneficio de todos los seres humanos.

* * *

Para los anarquistas no puede depender el hecho revolucionario del fortalecimiento del Estado. La mentalidad ciudadana, tanto por los hábitos políticos como por la prevalencia de las necesidades creadas por el régimen industrial, es refractaria a la idea del comunismo. Por eso los políticos socialistas subordinan la concepción comunista al imperativo de las necesidades que suponen están determinadas por el fatalismo histórico... que es la base «científica» de las teorías económicas de Marx.

El anarquismo, idea de libertad y justicia, tiene en la comuna su base económica. Hoy resulta un tanto difícil concebir el valor de este principio. El proletariado industrial, movido por necesidades perentorias, hecho a imagen y semejanza de la sociedad que lo esclaviza, ignora el trabajo verdaderamente creador y útil; vive desarraigado de la tierra, fuente de toda riqueza. La ciudad está en permanente litigio con la campaña, a la que domina con el poder de las finanzas, con la potencia de sus máquinas, con el arma política que forja las más odiosas tiranías y las mentiras más engañosas.

No es posible defender la integridad de las ideas anarquistas eludiendo la solución del problema campesino, que es la raíz histórica de la comuna libre. El comunalismo tiene su base en el campo, en el trabajo fecundo de las comunidades campesinas, en el retorno a la vida sencilla en contacto con la naturaleza, depurada de errores pretéritos y de las desviaciones y extravíos generados por el egoísmo y la maldad del hombre civilizado...

La simplificación de la vida traerá como consecuencia el derrumbe del sistema capitalista. El trabajo tendrá una verdadera utilidad, para la satisfacción de las necesidades fisiológicas, y la ciencia redimirá al hombre del pecado capital: la explotación. ¿Podrá el proletariado llegar a vencer las preocupaciones que hoy esterilizan sus mejores energías y libertarse de la cadena que lo ata al régimen social que cree combatir y demoler imitando a sus enemigos?

He aquí una respuesta que en vano buscaríamos en los hecho que sirven para explicar el creciente avance de las ideas autoritarias y la desviación del movimiento revolucionario por el predominio de las preocupaciones materialistas en los sectores influenciados por los teóricos del social-estatismo y del pseudo comunismo industrialista.

Rodolfo González Pacheco: Sentido de la cultura

Rodolfo González Pacheco, de su libro Carteles. 
Texto que aparece también en «El Anarquismo en América Latina» (Carlos M. Rama y Ángel J. Cappelletti)


Hay  dos  maneras  de  encarar  las  cosas,  cualquier  problema  de  interés  político  o  religioso  o  social, que corresponden también a dos posiciones: desde la cátedra, como profesores, o desde la calle, como pueblo. Saber del asunto, o sufrirlo, estar en el libro o estar en la vida. Cierto que hay veces que estas dos actitudes confluyen a un solo punto, se trenzan y penetran, irguiendo en un solo hombre la sabiduría completa. Es raro esto, pero suele realizarse en algunos genios.

Yo —está de más que lo jure— no soy uno de estos últimos ni tampoco de aquellos primeros: ni profesor ni genio. Hombre del pueblo, no más, que mira y trata de resolver los problemas que su vida de relación le plantea, desde su posición de rebelde a todo lo que le oprime o limita, sea ello ley, sanción moral o fetichismo mayoritario. Y como en la llamada cultura hay mucho de  esto  y  muy  poco  de  cuanto  creo  yo  que  debiera  haber,  es  que  vengo  a combatirla,  tratando  también, de paso, de revelar lo que es para mí su verdadero sentido.
Entendemos por sentido el tono moral, el pulso mental, la postura del corazón y el cerebro frente a la vida. Cuanto a cultura, sin duda viene de culto, lo que, a su vez, sugiere servicio hacia determinada causa o imagen, finita o infinita. Y aquí es curioso observar que la raíz de nuestras más comunes expresiones se hunde en el Mito. A este respecto, tenía razón Agustín Lante cuando afirmaba, paralela a la paleontología, la mitogenia.
El hombre fue, y sigue siendo, un animal religioso. Es una verdad corriente que se ha pasado los siglos adorando siempre algo, físico o metafísico, soles o dioses, la irritación de la atmósfera o sus propias irritaciones de miedo o furia proyectadas al vacío. Su postura frente al mundo fue ésta y no otra: mesiánica, arrodillada.
La Enciclopedia es, por esto, el más eficaz esfuerzo de sabios y de rebeldes de oposición al Mito. Destacó al hombre contra el cielo. El sentido enciclopédico es el ateísmo.
No mella esta afirmación el hecho de que los enciclopedistas no fueran todos mentalidades ateas. Hablamos de sentidos, de posiciones. Voltaire diciendo que, si dios no existe, hay que inventarlo, no es nada más que el fullero pillado en trampa, que quiere, aun a costa de la perdición de su alma, justificarse. Antepone lo contingente a lo real.
La realidad enciclopédica es el ateísmo; lo contingente, la Revolución Francesa, que remató en la erección del nuevo Estado burgués. El Estado racional y no de origen divino; la sociedad regida por intereses y no por revelaciones. La urna en la iglesia. Éste fue el triunfo burgués, de mucha más importancia en todas las direcciones que el otro que, generalmente, se le destaca como más grande: contra los feudales. Triunfó de dios.
El burgués es, cultural y socialmente, ateo. Pero el ateísmo en sí, si no está condicionado por una honda y caudalosa vida interna, deviene, como todas las conquistas de la razón sobre el misterio, un simple y grueso cinismo. El burgués, ser exterior, mentalidad sensual y política, es también cínico.

El hecho de proclamar, paralelamente a los  derechos  del  hombre,  el  tutelaje  de  éste  por  el  Estado, denuncia en él la misma actitud fullera de Voltaire:  Si el gobierno no existe, hay que inventarlo. Su inteligencia se revela en eso: captó en medio de la tormenta subversiva de aquella hora el sentido mesiánico del pueblo. Y le fabricó el Ídolo. Y quien dice Ídolo, dice culto, cultura, servicio.

Y así hubo sobre la tierra un dios más nuevo: el Estado; un sacerdote más insidioso: el juez; una biblia más científica: el código; y un templo más sombrío y de paredes más sólidas: la cárcel. Y lo mismo que aquel otro templo griego del que se dice que, a través de todas sus puertas, subterráneos  y  escaleras,  caminando  atrás  o  al  frente,  abajo  o  arriba,  se  iba  a parar  al  altar,  en  este mundo burgués todos los caminos llevan a la cárcel. Pero, entre todos, hay uno que, por lo ancho y soleado y por las gentes que por él transitan —muchachas y muchachos, obreros pensativos y profesores locuaces— parecería que lleva a la libertad. ¡Y es mentira! También lleva a la cárcel. Es la cultura. Lleva a la cárcel. Cultivándose en sus aulas, recorriéndola en todas sus direcciones, profundidades y perspectivas, se podrá llegar a sabio o tonto, a conservador o comunista, pero a hombre libre nunca.
Esta  afirmación  que  hago,  de  plano  y  en  redondo,  precisa  ser  abonada  con  ejemplos  para que no se tome por una temeridad. Si digo que la cultura lleva a la cárcel, se sobreentiende que la incultura lleva a la libertad. Y agrego más: hay una sola manera de saber algo del hombre, su dignidad y su valor, y es no queriendo saber nada de lo que de él se ha escrito hasta ahora y empezando a saber algo de lo que hasta hoy no se ha dicho nada. Apartando los libros, para entrar en su sangre. Buscando a través de él una cultura nueva, opuesta y negadora de la cultura vieja. Es lo que intentaremos.
La hasta hoy llamada cultura es una mutilación y no un robustecimiento de nuestra naturaleza. Por eso es que el tipo culto de extracción burguesa piensa la mitad de la mitad de todo pensamiento. Piensa una cuarta parte. Y así procede también, y así se ubica frente a cualquier problema, político o religioso. Por ejemplo, ante la guerra. El odio a la guerra es como un refrán en la burguesía, en sus profesores liberales y en su estudiantado de la extrema izquierda. —¡Abajo la guerra!— Pero de un burgués no haréis nunca un antimilitarista, sino un pacifista apenas. Él quiere la paz, porque la guerra, o no es negocio o es un peligro de muerte para él o los suyos. Y ante estos riesgos, él se inflama de fervor pacificante. —¡Abajo la guerra!— Y lee un libro de Barbusse o de Remarque y pone el grito en el cielo. —¡Abajo la guerra!— Y envía sus diputados a que voten millones para el ejército que le guarda la paz en las fronteras, en las calles y en los campos, en las fábricas y en las cárceles. —¡Abajo la guerra!
He ahí la mitad de la mitad, la cuarta parte, de una cultura humana. Pide la paz que proteja su natural cobarde o sus intereses de ladrón del pueblo. Quiere la paz para seguir burgués.
El antimilitarismo es otra cosa. Es la cultura completa. Es el repudio al sable, y a quien lo forja, aunque sea un obrero, y a quien lo esgrima, aunque sea un hermano, y a quien lo afile, que es el burgués siempre. Y más abajo aún: a quien de él saca ventajas contra los pueblos, que es el Estado.
Y aquí conviene aclarar otro punto: ¿qué problema se plantea la cultura —y ya habréis ido notando  que,  para  mí,  cultura  no  es  instrucción  ni  conocimiento,  sino  sensibilidad  y  conciencia— frente a la guerra, no ya de pueblo a pueblo, sino de clase a clase, de casa a casa?... ¿El problema del Derecho, el de la libertad, o el de la justicia?... El problema del Derecho tiene su solución en el Estado; el de la libertad, en la ética, mas con todos los matices que involucra la capacidad de cada uno para ser libre;  el de la justicia, en la tierra, es decir, en el derecho y la libertad  que  todo  hombre  tiene  a  tomar  posesión  de  la  parte  de  suelo  que  necesite  —eso  y  no  más— con sus productos y sus posibilidades. Los dos problemas primeros son la mitad del problema y son los que el burgués culto se plantea.  El problema completo se contiene en el último y es el que solucionamos nosotros en el comunismo anárquico.
Lenin, dictador de Rusia y técnico del marxismo, era, sin duda, un gran talento político. No era un idealista ni un romántico, sino un hombre de acción. Un solo dato basta para demostrarlo. No asentó la palanca removedora del podrido régimen zarista ni en la libertad ni en el Derecho. Su gran acierto es que la asentó sobre el proletariado, al que prometió justicia. Fue en esa ancha  y  firme  base,  sobre  músculos  de  obreros,  campesinos  y  soldados,  que irguió  su  revolución. Miró al fondo del problema, no a su superficie; unió a los hombres abajo, no arriba: en la incultura, no en la cultura. Y a todos los profesores y estudiantes, sabios o literatos, o los mandó a curarse al extranjero, como a Gorky, o los amontonó en las cárceles de su flamante Estado socialista.
(¡Un  momento!  La  comprobación  de  un  hecho  no  implica  aceptarlo  en  sí  ni  en  sus  consecuencias. Destaco éste de Lenin al solo fin de probar que el que quiere fundar regímenes o destruirlos, deshacer viejas cosas o hacerlas nuevas, tendrá siempre que apoyarse en gentes vírgenes de manoseos culturales. Ahí está la fuerza eficaz y también, ¡ay!, el eterno mesianismo. É1 sabía esto  y  lo  aprovechó  como  dictador.  Captó  la  onda  emocional  que  soliviantaba  al  pueblo  y,  en  vez de impulsarla al frente, al porvenir sin amos, la desvió de la derecha a la izquierda. Le pintó de rojo el ídolo negro. En lugar de “Derechos” le preceptuó “Dialéctica”. Y así tuvimos después una revolución de palabras; una revolución de palabras que traducidas a espíritu y a posición humana, dice lo mismo que la Francesa: culto, cultura, servicio. El hombre arrodillado).
Y movamos, ahora, el tema, como se mueve un peñasco para ver qué hay bajo de él. Jamás el culturalista comprendió al genio. Siempre fue su opositor o su carcelero. Y en los mejores casos, fue su parásito.
Hay una hermosa novela de Petruccelli della Catina, titulada Las memorias de Judas. Novela, he dicho, y no historia, lo cual no obsta que revele una actitud que, por ser de todos los tiempos, es también histórica.
Según ella, Judas no fue el traidor de Jesús, sino su protector, su Mecenas. Era un político de grandes ambiciones, un patriota judío al cien por cíen. Aspiraba, como toda su raza sometida al dominio romano, a la liberación de Judea. Pero, demasiado culto, con esa mutilación de la audacia característica en quien ha sido manipulado por la cultura, no podía ser un caudillo, un conductor de masas. Mas era rico, y su instinto judaizante le hizo creer que podía comprarse también eso.
Era  época,  en  esa  tierra,  de  santones,  predestinados,  mesías.  La  paseó  al  ancho  y  al  largo  buscando  entre  éstos  aquel  que  le  conviniera.  Y  halló  a  Jesús.  Fina  sensibilidad,  parabólica  y  mesiánica. Con sus dineros, que volcó sin tasa en las bolsas de Jesús y sus secuaces, se dieron éstos a recorrer su patria y sublevar las gentes. Pero no se nombra a dios en vano, como se dice. El instrumento, sectario y físico, con el que Judas pensaba golpear a Roma, empezó a trocarse en alma, a hacerse espíritu y a imbuirse de la misión redentora de un verdadero Cristo. Se le escapó de las manos para tomar en las propias la dirección de su vida. Y con ella irguió a su pueblo, ya no políticamente, contra el César, sino contra todos los que manchaban el templo, lapidaban el amor, escarnecían la justicia. Contra los sacerdotes, los poderosos, los fariseos... Terminó, como sabéis, escarnecido y crucificado por romanos y judíos, por los hombres de la ley y de la cruz, por los sabios de la sinagoga y los sabios del código. ¡Por la cultura, en una palabra!... Y sin embargo, señores, de Judas y de los crucificadores, ¿qué ha llegado hasta nosotros?... Fanatismo y oprobio, y nada más. Mientras que de aquel carpintero, parabolista y rebelde, sigue fluyendo un oleaje de ternura que todavía hermosea, con la persistencia cósmica de una flor de la vida, la tierra dura, ensangrentada y triste...
Lunacharky, excomisario de la educación en Rusia, quizás remordido por las infames persecuciones de que allí son víctimas los anarquistas, estrenó en Alemania, hace ya tiempo, una comedia que quiere ser una justificación. El Caballero de la Triste Figura se titula. El Quijote, como comprenderéis. Este Quijote simboliza el sentido de la revolución por la libertad, la revolu-ción eterna e insobornable, latente en Rusia y en todas partes. Es un iluso, según el autor, un pobre  loco  que  pide  la  luna.  Su  lema es:  ningún  tirano;  ni  de  arriba,  ni  de  abajo.  —¡Qué  chiflado!— Pero, mientras sus gritos, conspiraciones y arremetidas, mueven, minan, debilitan el poder presente, es también eficaz. Y se lo reconocen. Los políticos de la oposición lo aclaman, lo adulan, lo ayudan. Hasta que el viejo régimen se viene al suelo. ¡Un poema!... La tragedia viene luego, cuando asumen el mando sus aliados de la víspera y con torniquetes aún más duros, porque son más nuevos, trincan y despedazan a enemigos y amigos. Para salvar la revolución, según dicen. Pero el Quijote ve que eso no es cierto, o que es, no más, el retoñar, tras la poda, de la eterna tiranía contra la que él ha empeñado su destino. Y grita, otra vez, conspira, y marcha, codo  con  codo,  con  todos  los  perseguidos,  al  asalto  y  destrucción  de  aquel  flamante  Estado...  

Para Lunacharsky y los comunistas, éste es un contrarrevolucionario, un iluso o un tonto. Para nosotros, éste es el hombre culto, el solo culto, porque vive en la viva angustia de ser libre, y ha afirmado su causa abajo, en el pueblo, contra todo gobierno, rojo o negro.
Pero el nuevo Poder, ¿qué hace entretanto?... Primero lo aconseja, después lo encarcela y, al fin, termina poniéndolo en la frontera con un beso en la frente... Ésta es la obra del excomisario ruso,  en  la  que,  como  veis,  no  se  cuida  de  ocultar  que  los  bolcheviques,  además  de  traidores,  son también cínicos. Porque ese beso que allá no le dan al anarquista sino con plomo en la calle o con el labio yerto de los hielos de Siberia, aunque se lo diesen ellos con el alma, sería siempre el beso de Judas.
Andreiew, el genio eslavo, para mí la cima literaria que han batido más vientos de dudas y certidumbres, tiene asimismo un relato titulado Judas. He aquí igualmente una rápida síntesis.
Judas, tuerto, deforme, pelirrojo, horrible, quiere salvar su alma, presa de mil angustias, y se suma a Jesús y sus discípulos. Es inteligente, sagaz y fuerte; sabe la ley y conoce el sendero. Pero sus bajas pasiones, de que sus deformidades físicas son el reflejo, le impiden ser recto, virtuoso, bueno. E idealiza en Jesús al ser perfecto, puro y severo, señor de todas las tentaciones. Y va  hacia  Él.  Y  he  aquí  que,  apenas  se  le  aproxima,  todo  cuanto  poseía  —ciencia,  experiencia,  potencia— ya no le sirve. Su ídolo rebasa todas sus medidas. No puede asirlo, concretarlo, comprenderlo. Porque Jesús es la vida, es el espíritu, es la llama que tanto rastrea como sube, quema como ilumina. Es un hombre contradictorio y genial, y Judas quería un dios hecho a su imagen y semejanza. Estático... Para que le castigue, le roba... Y Jesús le hace administrador de su andariega colonia... Para que le desprecie, le miente... Y Jesús extrae verdad de sus mentiras ... Para que lo expulse, lo calumnia ... Y Jesús le sonríe, lo ata a sus pies con una sonrisa... Y cuando los mendigos que les siguen piden y no hay qué darles, una mujer del pueblo, de discutida moral, vuelca sobre los cabellos del Salvador un pomo de esencias riquísimas; una fortuna. Y Jesús lo permite y la bendice... ¡No comprende, no comprende! Y lo vende y lo entrega a la muerte, no por odio —la prueba es que luego se ahorca—, sino por incomprensión de pequeño a grande, de sectario a genio, de cultura letrada y muerta a cultura viva y dinámica.
Y en fin, para terminar con los ejemplos que revelan y destacan las dos culturas que se enfrentan y se chocan en la vida, voy a citar todavía —y ya no más—, otro libro de más reciente data: El Hijo del Hombre, de Ludwig. Es un enfoque maestro, plástico y subjetivo, de la Judea  contemporánea  de  Cristo.  En  él  se  mueve  y  actúa  el  carpintero  judío,  no  ya  como  un  hombre  culto, exegeta de la ley y de la historia, sino como lógicamente, de existir, debió haber sido: como un obrero poseído por un ideal de justicia; como un obrero de estos que los estudiantes y los doctores toman para sus... bromas. Un iletrado, en suma, como cualquier machacador de fierros o limpiador de cloacas.
Y en esto del iletrado hay también un problema, cuya solución no puede darla, porque ni se la  imagina,  ningún  adocenado  catedrático.  Hay  iletrados  por  capacidad,  y  no  por  incapacidad;  por plenitud y no por vacío. Son virtualmente completos. El que no sea ciego puede verlos. Se distinguen del mortal común como una fuente que mana agua de la tierra, de un aljibe que la recibe del cielo. No piden. Dan. Rechazan todo lo externo porque sienten en sí la originalidad poderosa de un cuño propio, cuyo fuerte y limpio aflore marca en la vida una superior o, al menos, una distinta cultura. Su trabajo entre los hombres no es absorber o discernir conocimientos, sino el trabajo que hace el terrón cuando, sin que lo roturen o lo siembren, alumbra una flor o pare un peñasco.  ¿Qué  haríais  con  ellos  que  valga  más  que  lo  que  ya  tienen,  traen,  destacan?...  ¿Combatirlos, rasarlos, mandarlos a la escuela?... ¡Vamos!
Cultura, cultura... Demos también por buena la que exaltáis desde todas las cátedras, oficiales  u  oficiosa?,  y  decidnos  y  probadnos  que  ella  alcanza  al  mayor  número,  que  penetra  en  las  masas. ¿Movéis con ella a los pueblos hacia una rebelión, no de tapas y de letras, sino de fondo humano, hacia la justicia? ¡Nunca! No podéis enseñar más que aquello que le conviene al Estado, aun allí donde decís ir a su disolución, como en Rusia. Esperar a hacerse cultos es perder la esperanza.
Cultura, cultura... ¿Cuál?... ¿Aquella europeizante, imbuida de Enciclopedia, que Rivadavia y Alberdi, Sarmiento y Mitre injertaron en la cepa criolla, o la que hoy, por prurito fanfarrón y novelero, garabatean los hijos de los patrones de estancia?... ¿Cuál?... ¿La científica, al servicio de  la  industria,  o  la  industrial,  al  servicio  del  Estado?...  ¿Cuál?...  ¿La  que  Marx  ubica  en  la  “superestructura”  de  toda  vida  social,  o  la  que  Spengler  rastrea  en  las  razas blancas,  y  sólo  en  éstas?... ¿Cuál?...
La  Mistral,  de  cuya  obra  soy  devoto,  por  la  descarnada  raíz  de  dolor  indígena  con  que  la  trenza y la tiñe, ha dicho que América está esperando su Dostoiewsky. Ella ve sólo el ángulo literario  de  este  asunto.  Lo  que  el  hombre  de  la  tierra  espera  —indio,  gaucho  o  gringo—  no  es  quien escudriñe su alma, sino quien, con puños de hierro y orientación libertaria, lo alce de su esclavitud y lo lance a la pelea. No un literato, sino un revolucionario.
La fuerza está abajo; arriba está la política. La cultura es de señores; la filosofía es del pueblo. Sepamos esto bien y de una vez para siempre, compañeros. Miremos un poco más al obrero, y un poco menos al catedrático; éste sabe, pero  aquél  vive.  Hay  una  nueva  plástica,  una  nueva  ética, una cultura nueva, sabrosa y virgen, en la tarea del hombre tosco, sucio e inédito que cava un pozo, labra un umbral, saca de un tronco una cuna. Él no lo sabe tampoco, pero debemos saberlo nosotros. Y no lo sabe, no porque sea menos, o sea inculto, sino porque está lleno, hasta no tener lugar para otra cosa, de fecundidad, de empuje, de testarudez trabajadora.
Se habla de la cultura como del único medio para salir del pantano en que nos han metido cuerpo y alma los burgueses. Aprender a leer, aprender a discernir y, sobre todo, aprender a escuchar, con pasividad bovina, a los doctores. Y yo digo, y no se asombren los que oyen, que antes  de  haber  en  el  mundo  tantas  y  tan  copiosas  extensiones  culturales,  maduraban  en  la  tierra  hombres de más profunda cultura que los que hoy nos atiborran y empachan. No conocerían Derecho,  no  sabrían  Historia,  no  serían  literatos  ni  profesores,  pero  han  llegado  a  nosotros  rezumando originalidad, genio y audacia. Esta maravilla se explica fácil: fueron seres rebeldes, por conciencia, y no por inconsciencia, a las limitaciones que, fatalmente, cierra sobre toda vida el libro, la ley, el Ídolo. Fueron ellos, y dijeron lo suyo, y no lo que el Estado o la tribu, el rey o el código quiso.
Y ya termino. Saber es bien, pero no es todo, sino algo menos de la mitad de lo que se cree. Por el conocimiento solo, en sus aspectos más varios, vastos y agudos, se puede llegar a sabio y no mover una brizna de la opresión que a todos nos aplasta. La sabiduría no es moral ni inmoral, conservadora ni revolucionaria. Es el hombre, con su actitud, devenida de su sensibilidad o insensibilidad  frente  al  dolor  humano,  el  que  la  ennoblece  o  la  degrada.  En  este  punto,  pues,  no vale más el sabio que el ignorante. Si no reaccionan revolucionariamente, son lo mismo de inservibles y degradados. Con esto en contra del que más sabe: su posición cobarde, su tolerancia podrida es la que perpetúa el mal, la esclavitud y los prejuicios enseñoreados del mundo. Es peor que bestia, porque ha perdido el sentido solidario que nunca muere del todo ni en los más feroces animales.
He  dicho  por  ahí:  Todo  puede  ser  conocido  y  superado,  hacérsenos  familiar  y  cotidiano.  Ciencias, industrias, artes. Nacen, maduran, caen. Se retoman y vuelven a empezar. No hay novedad, para nadie, a no ser para los advenedizos de la cultura que suponen que con ellos empezó el mundo.
El hombre culto, seriamente culto, está informado. ¡No hay novedad! La parábola del pensamiento humano fue descripta muchas veces en muchos siglos anteriores, la India, Egipto, Grecia, Roma. Empezó en la cárcel y llevó a la cárcel. Describió curvas y rectas, profundidades y perspectivas; todas las cosas, ritmos, matices, delicadezas y torturas caras o necesarias a los poderosos, se realizaron artística y sabiamente. Pero el pueblo siguió esclavo y el rebelde fue encarcelado siempre. ¡No hay novedad!
Y hay novedad, sin embargo. Hay siempre una cosa nueva, eternamente nueva, para el hombre. No se acostumbra a ella; y la reniega y la protesta y la muerde, y tiene razón. Es injusta, absurda, estéril.  Esa cosa es el dolor. Siempre le duele, como si fuera él el primero que lo sufre. Y nosotros decimos que el que siente y reacciona contra el dolor, propio o ajeno, más virilmente, más como ante una injusticia, más como frente a una ofensa, ¡ése, sepa leer o no sepa, es el más culto!
¿Qué es la cultura, entonces?... Un permanente sentido de dignidad, una posición alerta contra  los  ídolos  y  una  actitud  solidaria  con  todos  los  humillados  y  perseguidos.  ¡Eso  es  cultura!  Después de eso, lo único que hay son grados de conocimiento; más o menos fuerza de alas para volar  cerca  o  lejos;  más  o  menos  sagacidad  intelectual  para  profundizar  problemas,  y,  en  fin, más o menos dialéctica para exponerlos. Pero todo esto es poco, no vale ni responde a la importancia que se da, a la gloria que pretende, a la irresponsabilidad en que se desenvuelve.
Einstein, genio, creador de teorías cósmicas, es admirable. Pero Einstein, antimilitarista, diciéndole a los pueblos que la guerra es un crimen de los gobiernos, es mucho más, porque sufre y protesta con nosotros. Tolstoy, novelista enorme,  crece  cuando  se  aminora  para  la  literatura,  porque se yergue contra el Estado y la Iglesia.  Y  Cristo  mismo,  profundo  y  fino  poeta,  es  uno más, uno de tantos, comparado con el Cristo azotador de mercaderes.
¿Qué  queréis  saber,  muchachas  y  muchachos,  obreros  pensativos  y  profesores  locuaces?...  ¿Qué  buscáis  por  los  caminos  de  la  llamada  cultura?...  ¡Vais  a  la  cárcel! Volveos  sobre  vosotros; no seáis turistas sobre la tierra, sino buzos de vuestras propias venas. En la sangre que os circula,  en  vuestras  santas  reacciones  contra  toda  tiranía,  hallaréis  la  verdadera  cultura,  que  es  siempre la semilla de una justicia. 

La hallaréis quizás deforme, dura y áspera. Son siglos que nadie la toca, la acaricia, la alumbra. Le han echado esclavitud, fealdad y miedo encima. No le echéis también vosotros, ahora, palabras. A la luz con ella, como con una piedra o un hierro, contra todos los carceleros de la vida. Hasta para hacerse planta, decía Ghandi, tiene que romperse la semilla. ¡Rompeos, si queréis ser cultos!



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Eduardo Colombo: La estructura de la dominación

 Imagen: Chris Mars

Compartimos un extracto del ensayo «El Estado como paradigma del poder», de Eduardo Colombo, como aparece en «El espacio político de la anarquía», libro co-editado por Klinamen y GLAD cuya lectura recomendamos. En los ensayos precedentes Colombo venía explicando, en muy resumidas cuentas, cómo "Toda sociedad se instituye sobre una particular construcción del espacio y del tiempo", y cómo "El simbolismo de lo alto fue siempre asociado, y lo sigue siendo hoy en día en nuestra propia cultura, a la cosmogonía religiosa de la misma manera que al poder político". Luego, en relación al Estado, escribe:



La estructura de la dominación

De nuestra lectura de la historia institucional y de la historia de la filosofía política del Estado resulta con claridad meridiana,  pensamos,  que  el  Estado  existente,  real  e  institucional, no es reducible a la organización o al conjunto de  los «aparatos de Estado» que lo componen «el gobierno, la administración,  el  ejército,  la  policía,  la  escuela,  etc».,  ni  a la continuidad institucional en el tiempo. Para existir, el  Estado  exige  la  organización  del  mundo  social  y  político sobre su propio modelo o paradigma: el paradigma del Estado, que a su vez supone una cierta idea del poder como su causa. Como dice Manent analizando Leviatán: «La definición de Hobbes es real o, mejor dicho, genética, creadora: lo existente, lo real de lo que aquí se trata, es lo que ha sido creado en virtud y por medio del proceso mental y voluntario del cual la definición no es más que un resumen» (135).

Por esto la dificultad de encontrar una definición satisfactoria del Estado. Al reconocer la dificultad, Strayer agrega: «El Estado existe esencialmente en el corazón y en el espíritu de sus ciudadanos; si ellos no creyeran en su existencia ningún ejercicio lógico podría darle vida» (136). La creencia, argumento de base que sacraliza la credibilidad del contrato, la liturgia del  consenso,  la  legitimidad  del  monopolio  de  la  coerción.  «¿El Estado? Creo porque es absurdo. Creo porque no puedo saber. De lo que se desprende... que la posición anarquista no deriva de la ignorancia, sino del descreimiento» (137). Así se expresa Louis Sala-Molins. Y G. Burdeau escribe en la Encyclopaedia Universalis: «El Estado es una idea...; existe sólo porque es pensado. Es en la razón de ser de este pensamiento donde reside su esencia (...). Está construido por la inteligencia humana a título de explicación y justificación de un hecho social que es el poder político».

Reflexionemos entonces sobre aquello que constituye el meollo  del  problema:  el  Estado  es  una  construcción  que  explica  y  justifica  el  hecho  social  que  es  el  poder  político. 

Ahora  bien,  el  hecho  social  no  es  nunca  neutro  o  inerte,  es  a  su  vez  construido  por  una  atribución  de  significado,  dependiente del enunciado que lo define, y tributario de la estructura simbólica que lo incluye y sobrepasa.

La sociedad se instituye como tal instituyendo un mundo de significaciones en un proceso circular por el cual el hacer y  el  discurso,  la  acción  y  el  símbolo,  se  producen  mutuamente (138). En esta perspectiva, la organización del poder social bajo la forma Estado delimita el espacio de lo social en función de una significación imaginaria central «que reorganiza,  predetermina,  reforma  una  cantidad  de  significaciones sociales ya disponibles y, con esto mismo, las altera, condiciona la constitución de otras significaciones y acarrea efectos» (139) sobre la totalidad del sistema.

Lo  importante  para  nuestro  análisis  es  que  este  tipo  de  significaciones  claves,  que  organizan  el  universo  simbólico como un campo de fuerzas dependiente de esas mismas significaciones  que  pueden  permanecer  virtuales  u  ocultas  en innumerables  situaciones,  no  son  pensables  «a  partir  de  su  “relación”  con  los  “objetos”  como  sus  “referentes’.  Porque  es en ellas y por ellas que los “objetos’, y tal vez también las “relaciones referenciales’, son posibles. El objeto (en nuestro caso, el Estado), como referente, está siempre co-constituido por la significación social correspondiente» (140).

En  el  largo  proceso  de  formación  del  Estado,  las  representaciones,  imágenes,  ideas,  valores,  que  se  organizan  en  el  nivel  del  imaginario  colectivo  como  representación  de  un  poder  central  supremo  diferenciado  de  la  sociedad  civil  y  capaz  del  «monopolio  de  la  coerción  física  legítima»  (Max  Weber)  sobre  una  población  determinada  y  dentro  de  los  limites  (fronteras)  de  un  territorio  dado  adquieren  o se cargan de una fuerza emocional profunda que, en un  momento de la historia, liga cada sujeto del cuerpo político a la «idea» que lo constituye como commonwealth, civitas, república, Estado.

El pasaje a la forma Estado, etapa decisiva, se completa cuando el sistema simbólico de legitimación del poder político estatal logra captar, o atraer hacia sí, una parte fundamental  de  las  lealtades  primitivas,  identificaciones  inconscientes  que  estaban  previamente  solicitadas  por  el  grupo  primario:  tribu,  clan,  «familia»,  aldea.  Proceso  fundamental ya que las «lealtades primarias» contienen, preformada, como sistema en gran parte inconsciente de integración al mundo  sociocultural,  lo  que  hemos  llamado  estructura  de  la dominación (o segunda articulación de lo simbólico) (141).

La  estructura  de  la  dominación  emerge  en  función  de  la institucionalización del poder político, siendo al mismo tiempo parte y elemento formativo de dicho poder. El poder político lo entendemos en el sentido que da Bertolo al concepto de dominio (142), es decir, como expropiación y control en manos de una minoría de la capacidad regulativa de la sociedad o, lo que es lo mismo, del «proceso de producción de sociabilidad».

Las  sociedades  humanas  no  se  regulan  de  manera  homeostática como las otras sociedades animales, sino a través de un modo específico, más complejo e inestable, que es la creación  de  significados,  normas,  códigos  e  instituciones;  en dos palabras: de un sistema simbólico. Un sistema simbólico o significante exige, como condición necesaria para existir, la positividad de una regla. Pero si la regla es necesaria al sistema significante, la relación con la representación que  la  encarna,  u  operador  simbólico,  es  contingente.  Al  elegir  como  operador  simbólico  la  metáfora  paterna,  o  su  elemento central, la prohibición del incesto, un tipo de ordenamiento sociocultural, el nuestro, presenta la regla como una Ley y la relación contingente se transforma en universal y necesaria a la existencia misma del orden significante.

Así, la sexualidad y el poder están estrechamente asociados por la manera de ligar la filiación y el intercambio, las generaciones y los sexos, a partir de una misma prohibición:  la prohibición del incesto. De esta manera, la ley primordial  organiza  el  orden  simbólico,  se  reproduce  en  instituciones  y constituye al individuo como sujeto social. La ley del inconsciente y la ley del Estado se reconstituyen mutuamente.

La  dominación  aparece  entonces  como  normativa  de  una  organización  jerárquica  que  sanciona  e  institucionaliza  la  expropiación  de  la  capacidad  simbólico-instituyente  de  lo social en uno de los polos de la relación asimétrica así creada.

El  Estado  moderno  o,  mejor  dicho,  la  idea  o  principio metafísico que lo constituye, completa el proceso de autonomización de la instancia política e introduce en la totalidad del tejido social la determinación semántica que la estructura de la dominación impone: toda relación social, en una sociedad, la forma Estado, es, en última instancia, una relación de comando-obediencia, de dominante a dominado.

Por  esta  razón,  Landauer  pudo  decir  que  «el  Estado  es  una condición, una cierta relación entre los seres humanos, un modo de comportamiento entre los hombres» (143). De esta dimensión totalizante de la dominación, que configura tanto el «mundo interno» del sujeto como la estructura mítica e  institucional  del  «mundo  externo»  y  sobre  la  cual  el  poder político se reproduce, se desprenden dos consecuencias mayores que no podemos desarrollar aquí: una es lo que se ha llamado el «principio de equivalencia alargado» (144) por el  cual toda institucionalización de la acción social reproduce la forma Estado, y la otra, íntimamente ligada a la primera, es  el  hecho  generalizado  y  sorprendente  de  la  «esclavitud  voluntaria», de la aceptación y funcionamiento del deber de obediencia u obligación política.

Podemos  estar  de  acuerdo  con  la  proposición  que  dice  que el poder «es el nombre que se da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada», que el poder «se ejerce a partir de innumerables puntos y en un juego de relaciones desiguales  y  móviles» (145).  Pero  los  juegos  múltiples  de  asimetrías e influencias no se organizan de la base a la cúspide para producir el Estado; ellos son organizados por el Estado para que lo reproduzcan. La jerarquía institucionaliza la desigualdad y sin jerarquía no hay Estado.

A modo de conclusión precisemos ciertos conceptos que  hemos  utilizado:  podemos  definir  el  campo  de  lo  político  como  todo  lo  que  toca  a  los  procesos  de  regulación  de  la acción colectiva en una sociedad global. Esta regulación es un producto de la capacidad simbólico-instituyente de toda  formación  social.  Es  el  nivel  que  A.  Bertolo  define  como  poder (146) y  que  preferimos  llamar  capacidad  o  «nivel  de  lo  político sin poder constituido o autonomizado».

De acuerdo con nuestro compañero Bertolo, o a la inversa si se prefiere, Proudhon decía: «En el orden natural, el poder nace de la sociedad, es la resultante de todas las fuerzas particulares reunidas para el trabajo, la defensa y la justicia». Y agregaba: «Según la concepción empírica sugerida por la alienación del poder, es al contrario, la sociedad que nace de él...» (147). Con la alienación del poder nace el poder político o dominación, que es, en realidad, el resultado de la expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por una minoría o grupo especializado. La instancia política se autonomiza.

El Estado es una forma histórica particular del poder político, como lo fueron en su tiempo la «jefatura sin poder», la ciudad griega o el imperio romano.

La sociedad sin Estado, sin poder político o dominación,  es una forma nueva a conquistar. Ella está en el futuro (148).




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NOTAS:

135.  Manent, P. op. cit., pp. 63/4.
136.  Strayer, J. op. cit., p. 13.
137.  Sala-Molins, Louis. L’Etat. Artículo publicado en Le Monde, París, 8/8/82.
138.  Sobre lo simbólico ver mi trabajo, Sobre el Poder y su reproducción.
139.  Castoriadis, Cornelius. L’Institution Imaginaire de la Société. Ed. Seuil, París, 1975, p. 485.
140.  Ibid., p. 487.
141.  Colombo, Eduardo. Sobre el Poder y su reproducción. p. 163 de este libro.
142.  Bertolo, Amedeo. Potere, Autoritá, Dominio en Volontá Nº 2/1983.
143.  Landauer, Gustav. Der Sozialist, 1910.
144.  Lourau, René. El Estado-inconsiente. Ed. Kairós, Barcelona. 1982
145.  Foucault. Michel.  La  volonté  de  savoir, Ed.  Gallimard, París, 1976. p. 123.
146.  Bertolo, A. Volontá Nº 2/1983.
147.  Proudhon, P.  De la Justicie dans la Revolution et dans l’Eglise, Garnier Freres, Pan's, 1858, Tomo primero, p. 491.
148.  Nota: este breve trabajo no nos ha permitido tratar múltiples problemas, que se revelan necesarios para la comprensión del Estado; sobre todo, no nos hemos ocupado de aspectos sociológicos de importancia, tales como la lucha de clases, la diferenciación, la burocratización y la complejidad social, etc., lo que no quiere decir que los hayamos subestimado.

Malatesta / López Arango: Sindicalismo y anarquismo (1925)


Transcripción, traducción, revisión y edición: @rebeldealegre

En 1925, Errico Malatesta escribía para Pensiero e Volontà sobre la actitud de los anarquistas hacia el sindicalismo. Un par de meses más tarde Emilio López Arango respondía a las opiniones de, en sus palabras, el "viejo maestro" en el Suplemento La Protesta de Buenos Aires. Reproducimos aquí ambos textos igualmente titulados: primero, Malatesta; luego, López Arango.

* La "nota final" de Malatesta a la que se refiere López Arango en su artículo no aparece en el texto disponible y puede haber sido reproducida originalmente en el periódico.
** Gran parte del texto de Malatesta aparece en la compilación de Vernon Richards, "Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios" (pág. 119-122), pero hemos completado y corregido la traducción por no corresponder fielmente a la versión de "The Method of Freedom: An Errico Malatesta Reader" y puesto que varias frases de esa primera traducción parecen desorientar el sentido del texto.


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Manuel Rojas: Pedrea (1915)

 Transcripción: @rebeldealegre
 
Publicado en La Batalla, Año III, no. 59, 2a quincena de junio de 1915



Parece que únicamente supiéramos apedrearnos.
Mientras el enemigo nos apedrea los jardines, destrozándonos a veces un rosal, nosotros sin tomar en cuenta las piedras que vienen del otro lado de la tapia solo nos preocupamos de contestar las pedradas a los amigos. Siempre hay un mano que arroja la primera piedra e inicia la pedrea. Y no es porque sea esa mano la verdaderamente digna de arrojar la primera, no; es que no sé que oculto afán de estar siempre en desarmonía, no sé que deseo de perturbar nuestra vida, tan perturbada de por sí, nos mueve a estar siempre apedreándonos. Mientras tanto, más de una rosa cae bajo las piedras extrañas. Y nosotros no lo tomamos en cuenta. Pero yo, que sé que las piedras enemigas pegan más fuerte que las fraternas, yo que a la pedrea de un compañero, contesto con una pedrea de rosas, os digo: hermanos, guardad nuestras piedras para arrojarlas al otro lado de la tapia, no desperdiciéis nuestras fuerzas apedreándoos mutuamente. Cuidemos nuestro sembrado de las piedras extrañas y guardemos las piedras que nos arrojamos para hacer más alta la tapia de nuestros jardines. Y veréis que cada día serán menos los rosales tronchados y menos nuestras ansias de apedrearnos.


 

Errico Malatesta: "Idealismo" y "materialismo" (1924)


Traducción al castellano: @rebeldealegre 
Foto: David Oliveira

Traducido desde "'Idealismo' e 'materialismo'" , Pensiero e Volontà (Roma) 1, no. 2 (15 de enero de 1924). 

Se ha señalado miles de veces que los hombres, antes de arribar a la verdad, o al menos a tanta verdad relativa como sea alcanzable en diversas coyunturas de su desarrollo intelectual y social, tienen la costumbre de caer en la más amplia variedad de errores al mirar las cosas, ahora de un lado y ahora del otro, tambaleándose por ende desde una exageración a su opuesta.

Quiero examinar aquí un fenómeno de este tipo, de gran interés para toda la vida social contemporánea.

Hace unos años todos eran "materialistas". Invocando una "ciencia" que era el uso de los principios generales derivados de un conocimiento positivo demasiado incompleto, se esperaba explicar toda la psicología humana y la totalidad de la azarosa historia de la humanidad en términos de las necesidades materiales básicas solamente. El "factor económico" lo explicaba todo: pasado, presente, y futuro. Toda manifestación del pensamiento y el sentimiento, todo capricho en la vida, el amor como también el odio, las pasiones buenas y malas, la condición de las mujeres, la ambición, los celos, el orgullo racial, todo tipo de relaciones entre individuos y pueblos, la guerra y la paz, la sumisión o la rebeldía en masa, las diversas formas de familia y sociedad, los regímenes políticos, la religión, la moral, la literatura, el arte, la ciencia... todas estas eran meramente resultado del modo prevalente de producción y distribución de la riqueza y de los instrumentos del trabajo en cada época. Y aquellos con una noción más amplia, menos simplista de la naturaleza y la historia humana eran vistos dentro de las filas conservadoras y subversivas por igual como retrógrados carentes de "ciencia".

Naturalmente, esta perspectiva influyó en la conducta práctica de los partidos y tendió a conducir al sacrificio de todo noble ideal en favor de los intereses materiales, los asuntos económicos, no importa cuán nimios e insignificantes fuesen estos últimos.

Hoy, la moda ha cambiado. Por estos días todos son "idealistas": todos se disponen a mirar con desprecio la "barriga", y tratan al hombre como si fuese puro espíritu, siendo comer, vestir, satisfacer necesidades fisiológicas asuntos de ninguna importancia para él, asuntos a no atender, no sea que se comience un declive moral.

No tengo intención de ocuparme aquí de los siniestros extravagantes que hacen del "idealismo" pura hipocresía y un arma de engaño; el capitalista que recomienda un sentido del deber y espíritu de sacrificio a sus trabajadores para así despreocupadamente cortar sus salarios y aumentar sus propias ganancias; el "patriota" que, entusiasmado por el amor al país y el espíritu nacional, devora su propio terruño y, dada la chance, los terruños de otros; o el soldado que, por la mayor gloria y honor de la bandera, explota a los vencidos y les oprime y les pisotea.

Hablo de gente honesta: especialmente aquellos de nuestros compañeros que, habiendo visto que la lucha por la mejoría económica terminó consumiendo toda la energía de las organizaciones obreras hasta que todo el potencial revolucionario ahí se desgastó, y viendo ahora a tanto del proletariado dejándose despojar de todo vestigio de libertad y, aunque a regañadientes, besando el garrote que le golpea en la vana esperanza de que se le garantice el empleo y el pago decente, está mostrando una tendencia a tirar por la borda por desprecio a toda lucha y preocupación económica y a confinar, o, si se prefiere, elevar toda nuestra actividad a las esferas de la educación y la lucha revolucionaria en sí.

El principal problema, la necesidad básica es la necesidad de libertad, dicen; y la libertad puede solamente obtenerse y retenerse mediante fatigosas luchas y crueles sacrificios. Compete entonces a los revolucionarios no prestar atención alguna a asuntos insignificantes relacionados con las mejorías económicas, oponerse al egoísmo que prevalece entre las masas, difundir el espíritu de sacrificio y, en vez de prometer quimeras, infundir en la multitud un orgullo sagrado por el sufrimiento en nombre de una causa noble.

Completamente de acuerdo — pero no nos entusiasmemos.

La libertad, la plena y completa libertad, es por cierto el premio esencial, pues representa la coronación de la dignidad humana y es el único medio a través del cual los problemas sociales pueden y han de ser resueltos en beneficio de todos. Pero la libertad es una palabra vacía a menos que se enlace con la capacidad, es decir, con los medios a través de los cuales puede uno libremente llevar a cabo su propia actividad.

La máxima "quien es pobre es un esclavo" es todavía cierta, aunque igualmente cierta es aquella otra máxima "quien es esclavo es o es vuelto pobre, y por ende pierde todas las mejores características del ser humano".

Las necesidades materiales, la satisfacción de necesidades fisiológicas, son ciertamente asuntos inferiores e incluso despreciables, pero son el pre-requisito básico para toda más elevada existencia moral e intelectual. El hombre es motivado por una miríada de factores de la más diversa índole y éstos dan forma al curso de la historia, pero... Tiene que comer. "Primero vive, y luego filosofa".

A nuestras sensibilidades estéticas, un poco de tela, algo de aceite, y un poco de tierra de color son cosas simples al contrastarlas con una pintura de Rafael; pero sin aquellos materiales relativamente insignificantes, Rafael no hubiese podido nunca plasmar su sueño de belleza.

Sospecho que los "idealistas" son personas que comen a diario y que aún pueden estar razonablemente seguros de comer al día siguiente; y es natural, pues para poder pensar, para poder aspirar a asuntos más elevados, se requiere un mínimo básico, no importa cuán bajo, de comodidad material. Ha habido y hay hombres a la altura de las más altas cimas del sacrificio y el sufrimiento; pero estos son hombres que han crecido en circunstancias relativamente favorables y que han podido almacenar una cantidad de energía latente, que luego entra en juego cuando surge la necesidad. Esa es la regla general, en todo caso.

Desde hace mucho tiempo he tenido relación con organizaciones obreras, grupos revolucionarios, y asociaciones educativas y siempre he notado que los más grandes activistas, los más grandes entusiastas eran aquellos que estaban en las circunstancias menos estrechas y que se veían atraídos, no tanto por su propia necesidad, sino por un deseo de contribuir a hacer el bien y por sentirse ennoblecidos por un ideal. Los verdaderos, los más desdichados, aquellos que pueda parecer que tienen el interés más personal e inmediato en un cambio en las cosas estaban ya sea ausentes o jugaban un rol pasivo. Recuerdo cuán dura e infructífera resultó ser nuestra propaganda en ciertas locaciones de Italia treinta o cuarenta años atrás cuando los campesinos y mucha de la población obrera urbana vivían en condiciones genuinamente brutas, las que me gustaría hoy pensar que son cosa del pasado, aunque los temores de que vuelvan pueden no carecer de fundamentos. Tal como he visto revueltas populares inspiradas por el hambre ser apaciguadas de un golpe con la apertura de "cocinas de campaña" y la distribución de un poco de dinero.

De todo esto, mi deducción es que el puesto de honor va para la idea, la que debe activar la voluntad, pero se requieren ciertas condiciones para que la idea pueda emerger y hacer impacto.

Así nuestro antiguo programa, que anunciaba la emancipación moral, política, y económica no podía separar una de la otra, y que las masas necesitan estar en condiciones materiales tales que puedan permitir el ejercicio de necesidades ideales, se sigue confirmando.

Luchar por la completa emancipación y, mientras se espera y prepara para el día en que eso sea factible, arrebatar al gobierno y los capitalistas todas las mejorías políticas y económicas que puedan desarrollar las condiciones de nuestra lucha y aumentar los números de luchadores conscientes. Entonces, arrebatarlas por medios que no impliquen ningún reconocimiento de los arreglos existentes y que allanen el camino al futuro.

Difundir el sentido del deber y el espíritu de sacrificio; pero tener en mente que el ejemplo es la mejor forma de propaganda y que uno no puede pedir a los demás lo que no hace uno mismo.

Emilio López Arango: Los problemas del anarquismo (1924)

Transcripción y edición: @rebeldealegre

Publicado originalmente en el Suplemento La Protesta, no. 119, 1 de mayo de 1924.

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Emilio López Arango: La oposición al marxismo en el movimiento obrero

Edición: @rebeldealegre
Cuadro: "La lucha por la emancipación", Siqueiros, 1961.

Texto transcrito desde «El Anarquismo en América Latina » de Carlos M. Rama y Ángel J. Cappelletti.

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Errico Malatesta: Anarquía y federalismo (1928)


Transcripción: @rebeldealegre
En los años pasados, en los tiempos de la Internacional, se quería adoptar a menudo la palabra “federalismo” como sinónimo de anarquía; y la fracción anárquica de la gran Asociación (que los adversarios, embebidos de espíritu autoritario, que suelen rebajar las más vastas cuestiones de ideas a mezquinas cuestiones personales, llamaban la “Internacional bakuninista”) era llamada por los amigos indiferentemente “Internacional anarquista” o “Internacional federalista”.

Era la época en que la “unidad” estaba de moda en Europa; y no sólo entre los burgueses.

Los representantes más escuchados de la idea socialista autoritaria predicaban la centralización en todo, y tronaban contra la idea federalista, que calificaban de reaccionaria. Y en el sentido mismo de la Internacional, el Consejo general, compuesto por Marx, Engels y compañeros socialistas democráticos, intentaban imponer su autoridad a los trabajadores de todos los países, centralizando en sus manos la dirección suprema de toda la vida de la Asociación, y pretendía reducir a la obediencia, o aplastar, a las Federaciones rebeldes, las cuales no querían reconocerles ninguna atribución legislativa y proclamaban que la Internacional debía ser una confederación de individuos, de grupos y federaciones autónomas, ligadas entre sí por el pacto de solidaridad en la lucha contra el capitalismo.

En aquella época, pues, la palabra “federalismo”, si no era absolutamente fuente de equívocos, representaba bastante bien, aunque no fuese más que por el sentido que le daba la oposición de los autoritarios, la idea de libre asociación entre individuos libres, que es el fondo del concepto anárquico.

Pero ahora las cosas han cambiado desde hace tiempo. Los socialistas autoritarios, antes ferozmente unitarios y centralizadores, impulsados por la crítica anarquista, se declaran de buena gana federalistas, como comienzan a decirse federalistas la mayoría de los republicanos. Y por eso hace falta abrir bien los ojos y no dejarse engañar por una palabra.

Lógicamente el federalismo, llevado a sus últimas consecuencias, no sólo aplicado a los diversos lugares que los hombres habitan, sino también a las diversas funciones que realizan en la sociedad, llevado hasta lo común, hasta la asociación para un objetivo cualquiera, hasta el individuo, significa lo mismo que la anarquía — unidades libres y soberanas que se federan en beneficio común.

Pero no es este el sentido en que entienden el federalismo los no anarquistas.

De los republicanos propiamente dichos, es decir de los republicanos burgueses no es el caso de ocuparse ahora. Ellos, sean unitarios o federalistas, quieren conservar la propiedad individual y la división de la sociedad en clases; y por eso, como quiera que esté organizada su república, la libertad y la autonomía serían siempre una mentira para el mayor número: — el pobre es siempre dependiente, esclavo del rico. El federalismo burgués significaría simplemente mayor independencia, mayor arbitrio para los amos de las diversas regiones, pero no menor fuerza para oprimir a los trabajadores, pues las tropas federales estarían siempre listas para acudir a poner freno a los trabajadores y defender a los amos.

Hablamos del federalismo en su forma política, cualquiera que sean las instituciones económicas.

Para los no anarquistas el federalismo se reduce a una descentralización administrativa regional y nacional más o menos vasta, salvada siempre la autoridad suprema de la federación. Pertenecer a la Federación es obligatorio; y es obligatorio obedecer a las leyes federales; las cuales deberían regular los asuntos “comunes” a los diversos confederados.

Quien establece luego cuáles son los asuntos que deben dejarse a la autonomía de las diversas localidades, y cuáles los comunes a todos que deben ser objeto de leyes federales, es aun la Federación, es decir es el gobierno central mismo quien lo decide. ¡Un gobierno que pretende limitar la propia autoridad!… Se comprende ya que la limitará lo menos posible y que tenderá comúnmente a sobrepasar los límites que en un principio — cuando era débil — tuvo que imponerse.

Por lo demás, este más o menos de autoridad se refiere a los diversos gobiernos comunales, regionales y centrales en las relaciones que tienen entre sí. El individuo, el hombre, permanece siempre materia gobernable y explotable a discreción, con el derecho a decir por quién le agradaría ser gobernado, pero con el deber de obedecer a cualquiera que sea el parlamento que salga del alambique electoral.

En este sentido, que es el sentido en que existe en algunos países, en el cual lo desean los más avanzados entre los republicanos y los socialistas democráticos, el federalismo es un gobierno que, como todos los demás, está fundado en la minimización de la libertad del individuo, y tiende a volverse cada vez más opresivo, y no halla límite a sus pretensiones autoritarias más que en la resistencia de los gobernados. Somos, por consiguiente, adversarios de este federalismo como de toda otra forma de gobierno.

Aceptaremos en cambio la calificación de federalistas cuando se entienda que toda localidad, toda corporación, toda asociación, todo individuo es libre de federarse con quien más le agrade o de no federarse de modo alguno, que cada cual es libre de salir cuando le plazca de la federación en que ha entrado, que la federación representa una asociación de fuerzas para el mayor beneficio de los asociados y que no tiene, como conjunto, nada que imponer a los federados aislados, y que cada grupo como cada individuo no debe aceptar ninguna resolución colectiva más que cuando le conviene y le agrada. Pero en este sentido el federalismo no es ya una forma de gobierno: es sólo otra palabra para decir anarquía.

Y esto vale tanto para las federaciones de la sociedad futura como para las federaciones entre los compañeros anarquistas para la propaganda y para la lucha.

Milly Witkop: Mis recuerdos sobre Kropotkin (1922)

 
Transcripción: @rebeldealegre
 
Cuando leí en la prensa las distintas necrologías dedicadas a Kropotkin, no pude reprimir un penoso sentimiento. Se cuentan las cosas más maravillosas sobre Kropotkin, el teórico anarquista, el hombre de ciencia, el gran expositor de la ayuda mutua, etc., pero poco, muy poco se ha dicho sobre el hombre. Hasta sus amigos más íntimos han tocado apenas este aspecto. Se ponderan los grandes beneficios que ha aportado a la humanidad doliente y se admira su incansable actividad en diversos dominios, — con esto se satisfacen la mayor parte de las veces. Y yo recuerdo involuntariamente las palabras que uno de nuestros mejores camaradas me ha escrito una vez: "Se mira solamente mi obra, mis especiales aptitudes, los servicios que yo he prestado al movimiento, pero no se mira a mí mismo". Esto produce una amarga sensación. Yo me esforcé, con toda clases de gastados argumentos, como se acostumbra en tales circunstancias, por desengañarle; si lo he logrado, esto lo ignoro.

Me parece que el destino de todas las grandes personalidades el ser enterradas por su propio genio. Se olvida demasiado fácilmente ante sus méritos y servicios la pura humanidad en ellos, y es justamente eso lo que nuestras más íntimas sensaciones ponen en primer lugar. Por este motivo hubiera sido deseable que también en las descripciones sobre Kropotkin se hubiese mencionado algo más atentamente este aspecto de su naturaleza, que según mi opinión es el más importante y precioso. Su actividad en el movimiento revolucionario y las obras que nos ha dejado no tienen necesidad de comentario; hablan por sí mismas. La claridad en su pensamiento, la sencilla belleza de sus escritos son cosas que no se ponen en duda y ahorran completamente las referencias especiales y las aclaraciones. Por esto es más importante entrar en la descripción de sus puras cualidades humanas.

No puedo alabarme de haber pertenecido a los íntimos amigos de Kropotkin; sin embargo lo conocí personalmente hace más de 25 años y me encontré muy a menudo con él en reuniones, conferencias, veladas y conversaciones privadas. Lo visité entonces en su casita de Brighton, junto con nuestros viejos amigos. M. Cohn y su mujer, de Nueva York. No olvidaré nunca la impresión de esa visita. Hablamos sobre el problema de la guerra; no había aún sobre este asunto la actitud pública ulterior. Sus desarrollos llegaron hasta lo más profundo de mi corazón. Deseé no haber escuchado nunca esas palabras, que me abrasaban como una herida abierta en el alma. Y sin embargo, no dejaron en mí ningún amargo sentimiento contra ese hombre pues sabía que había expresado el más profundo convencimiento interior. Justamente entonces, cuando nuestras opiniones eran tan rudamente contradictorias, comprendí la grande y noble personalidad humana de Kropotkin.

Yo fui a la edad de diecisiete años a Londres, desde una pequeña ciudad rusa y estaba por completo fascinada por una visión religiosa del mundo. Como muchos otros, comencé a conocer en el gran Ghetto del East-End las ideas del socialismo moderno y llegué, poco a poco, al convencimiento de que mis anteriores convicciones estaban en conflicto con ellas. Había ya en el Unkunft, el órgano de los socialistas en América, leído algunas disertaciones de Lassalle, de Marx y de Engels cuando cayó en mis manos el pequeño folleto de Kropotkin A los jóvenes. La impresión que recibí con él es indescriptible. Advertí que el hombre que había escrito esas páginas puso su alma en cada palabra y lo admiré con toda la pasión de que sólo una joven idealista es capaz. Hubiera sido la más grande desilusión de mi vida si hubiese encontrado un Kropotkin distinto del hombre que había imaginado al leer esas páginas...

Mi corazón se llenó de alegría cuando encontré un día en el Arbeiter Freund el anuncio de que Kropotkin nos daría una conferencia. El entusiasmo general con que su aparición fue saludada me dijo claramente que todos los reunidos estaban cautivados por el mismo extraordinario amor que yo sentí hacia él. Pero sería completamente falso creer que esta simpatía procediese de sus vasto conocimientos científicos. No; nadie pensó un momento en eso. Era su fina y sugestiva sonrisa, la benevolencia de su mirada, su modo natural de ser, el apretón de manos con que se conquistaba por completo la simpatía y el amor de todos los que tenían contacto con él, y todos los que estábamos reunidos allí, sastres, conductores, obreros del puerto, costureras, sentíamos que él nos hacía objeto del mismo sentimiento de amistad y de fraternidad que nosotros abrigábamos hacia él.

Kropotkin era ante todo humano. Amó al sencillo hombre del pueblo con todas las fuerzas de que era capaz su alma. Tuvo fe en el pueblo, la fe profunda y animada que inspiró y animó a todos los que le llegaron a conocer. La mayor parte de los llamados grandes hombres, entre ellos muchos socialistas, disfrutan únicamente la fama de su obra, y el más próximo contacto con ellos trae muy a menudo amargas desilusiones. Kropotkin era justamente lo contrario: cuanto más cerca de él se estaba, más se le amaba y estimaba.

"Trabajar con él , bajo el influjo de su presencia, es una verdadera inspiración", me decía una vez un camarada georgiano. Era en los primeros meses de la guerra y nuestro amigo era adversario de la actitud de Kropotkin, lo mismo que yo. "He trabajado con él, decía; puse su biblioteca en orden y arreglé sus numerosas noticias. Sea cualquiera su actitud lo amaré toda mi vida".

¡Qué personalidad debía ser esa capaz de producir en los demás tan profunda e imperecedera impresión!

Muchos camaradas eran de opinión que había sido una suerte que, a causa de su salud, Kropotkin hubiera estado obligado durante los últimos veinte años a retirarse casi por completo de su actividad pública en el movimiento, pues solamente de ese modo ha podido terminar sus obras. Yo soy de otra opinión. La presencia de un hombre como Kropotkin en un movimiento, su contacto diario con el pueblo, pueden obrar más prodigios que sus mejores obras. El influjo personal de un tal carácter no podría ser más precioso. Es de lamentar sinceramente que tales hombres sean tan raros en nuestro medio. Sobre todo hoy en que el mundo entero parece vivir en este momento el escepticismo de la corroedora mediocracia y del metálico materialismo; hoy que el amor a la humanidad, que desbordaba el corazón de Kropotkin, se ha convertido en frase sin sentido y que todo puro idealismo es objeto de burla por parte de aquellos a quienes las masas ayudaron a llegar al poder. Pueda el tributo a la magnífica personalidad de nuestro gran muerto contribuir a que su espíritu profundamente humano se conserve en nosotros, pues es el único con el cual podemos ir al encuentro de un futuro libre. 
 
Berlín, septiembre de 1922.