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Lucy Parsons: Los principios del anarquismo



Traducción al castellano: @rebeldealegre

Una charla de Lucy Parsons (1853—1942), en la que delinea sus perspectivas sobre el anarquismo. Una figura prominente del anarquismo/socialismo y el movimiento obrero
norteamericano, de poderosa oratoria, ayudó a organizar la IWW (Industrial Workers of the World) fue etiquetada por el departamento de policía de Chicago como “más peligrosa que mil insurrectos”. Estuvo casada con Albert Parsons, uno de los mártires de Chicago ejecutados en 1886.


Compañeros y Amigos:

Creo que no puedo abrir mi ponencia más apropiadamente que señalando mi experiencia en mi larga conexión con el movimiento de reformas.

Fue durante la gran huelga ferroviaria de 1877 que por vez primera me interesé en lo que se conoce como la “Cuestión del Trabajo.” Más tarde pensé, como muchos miles de personas sinceras y empeñosas lo piensan, que el poder acumulado que opera en la sociedad humana, conocido como gobierno, podía ser un instrumento en las manos de los oprimidos para aliviar sus sufrimientos. Pero un estudio más cuidadoso del origen, la historia y la tendencia de los gobiernos, me convenció de que esto era un error; llegué a comprender cómo los gobiernos organizados usan su poder concentrado para retardar el progreso a través de sus medios, siempre a mano, de silenciamiento de la voz de descontento que se eleva en protesta vigorosa contra las maquinaciones de los pocos conspiradores, los que siempre han, siempre habrán y siempre deben dominar en los concejos de las naciones, donde la regla de la mayoría es reconocida como el único medio para ajustar los asuntos del pueblo. Llegué a comprender que tal poder concentrado puede siempre ser detentado por el interés de los pocos y a expensas de los muchos. El gobierno, en su último análisis, es este poder reducido a una ciencia. El gobierno nunca conduce; sino que sigue al progreso. Cuando la prisión, la hoguera y el cadalso ya no pueden silenciar la voz de la protesta, el progreso avanza un paso, pero no sino hasta entonces.

Señalaré esta contienda de otro modo: aprendí mediante cuidadoso estudio que no hace diferencia alguna las promesas que, por poder, hace al pueblo un partido político para asegurar su confianza. Una vez asegurado y establecido en el control de los asuntos de la sociedad que perseguían, son, después de todo, humanos con todos los atributos humanos del político. Entre éstos están: Primero, permanecer en el poder ante todo; de no ser individualmente, lo harán entonces aquellos que sostienen esencialmente las mismas opiniones, pues la administración debe mantenerse bajo control. Segundo, para seguir en el poder, es necesario construir una poderosa máquina, lo suficientemente fuerte como para demoler toda oposición y silenciar todo vigoroso murmullo de descontento, o la máquina partidaria podría ser demolida y el partido por ende perder el control.

Cuando llegué a comprender estas faltas, fallas, desventajas, aspiraciones y ambiciones de hombres falibles, concluí que no sería la más segura ni la mejor política para la sociedad como un todo, confiar el manejo de todos sus asuntos, con sus múltiples desviaciones y ramificaciones, en las manos de hombres limitados, y que fuesen manejados por el partido que ocurre que llegó al poder y que por lo tanto fue el partido mayoritario. Y tampoco hizo entonces, ni hace ahora siquiera una partícula de diferencia para mí qué pueda prometer, por poder, un partido; ello no apacigua mis temores frente a lo que un partido, cuando está arraigado y sentado con seguridad en el poder, puede hacer por demoler a la oposición, y por silenciar la voz de la minoría y por ende retardar el paso siguiente hacia el progreso.

Mi mente se paraliza ante el pensamiento de que un partido político tenga el control de todos los detalles que componen la suma total de nuestras vidas. Piensen en ello por un instante: que el partido en el poder tenga toda autoridad de dictar el tipo de libros que ha de usarse en las escuelas y universidades; que funcionarios de gobierno editen, impriman, y hagan circular nuestra literatura, nuestra historia, las revistas y la prensa; y qué decir de las mil y una actividades de la vida en las que un pueblo se embarca en una sociedad civilizada.

A mi mente, la lucha por la libertad es demasiado grande y los pocos pasos que hemos dado han sido obtenidos con demasiado sacrificio para que la gran masa del pueblo de este siglo veinte consienta en darle a cualquier partido político el manejo de nuestros asuntos sociales e industriales. Todos aquellos que estén de algún modo familiarizados con la historia saben que los hombres abusarán del poder cuando lo posean. Por estas y otras razones, yo, tras cuidadoso estudio, y no por sentimentalismo, pasé desde ser una sincera, empeñosa, socialista política a la fase no-política del socialismo, el anarquismo, puesto que en su filosofía creo que puedo hallar las condiciones apropiadas para el máximo desarrollo de las unidades individuales en la sociedad; lo que nunca podrá ser bajo restricciones gubernamentales.

La filosofía del anarquismo está incluida en la palabra “Libertad”; sin embargo es lo suficientemente comprehensiva como para incluir todo lo demás que sea conducente al progreso. Ninguna barrera al progreso humano, al pensamiento, la investigación, es puesta por el anarquismo; nada es considerado tan verdadero o tan cierto, como para que futuros descubrimientos no puedan probarlo falso; por ello, tiene solo una consigna infalible e inalterable, “Libertad.” Libertad de descubrir toda verdad, libertad de desarrollarse, de vivir naturalmente y plenamente. Otras escuelas de pensamiento se componen de ideas cristalizadas — principios que se atrapan y se ensartan entre las planchas de largas plataformas, y se consideran demasiado sagradas para ser perturbadas por una investigación cuidadosa. En todos los demás “asuntos” siempre hay un límite; alguna línea fronteriza imaginaria tras la cual la mente que busca no se atreve a penetrar, por temor a que alguna preciada idea se desvanezca como un mito. Pero el anarquismo es la ciencia guía — el maestro de ceremonias de todas las formas de verdad; éste quitaría toda barrera entre el ser humano y el desarrollo natural: de los recursos naturales de la tierra, toda restricción artificial para que el cuerpo pueda nutrirse, y de la verdad universal, toda barrera de prejuicio y superstición, para que la mente pueda desarrollarse simétricamente.

Los anarquistas saben que un largo período de educación debe preceder a todo gran cambio fundamental en la sociedad, por ello no creen en mendigar votos, ni en campañas políticas, pero sí en el desarrollo de individuos con pensamiento autónomo.

Buscamos alivio lejos de los gobiernos, porque sabemos que la fuerza (legalizada) invade a la libertad personal del hombre, se aprovecha de los elementos naturales e interviene entre el hombre y las leyes naturales. Desde este ejercicio de fuerza de los gobiernos fluye casi toda la miseria, la pobreza, el crimen, y la confusión existente en la sociedad.

Entonces, percibimos, que hay barreras reales, materiales, que bloquean el camino. Éstas deben ser removidas. Si se pudiese, quisiéramos que se desvanecieran, o que se hicieran nada mediante votos u oraciones, y estaríamos contentos con esperar y votar y orar. Pero estas barreras son como grandes rocas amenazantes erigidas entre nosotros y la tierra de la libertad, mientras los oscuros abismos de un reñido pasado se abren tras nuestro. Derruidas han de estar por su propio peso y el desgaste del tiempo, pero pararnos bajo ellas tranquilamente hasta que caigan será enterrarse en el desplome. Hay algo que hacer en un caso como este — las rocas deben ser removidas. La pasividad, mientras la esclavitud nos hurta, es un crimen. Por el momento debemos olvidar que somos anarquistas — cuando la obra se logre podremos olvidar que somos revolucionarios. Por eso la mayoría de los anarquistas cree que el cambio que viene puede solo resultar de una revolución, porque la clase poseedora no cederá a que un cambio pacífico ocurra; aún así estamos dispuestos a trabajar por la paz a todo precio, excepto por el precio de la libertad.

¿Y qué hay del fulgor del más allá, tan luminoso que quienes muelen los rostros de los pobres dicen que es un sueño? No es ningún sueño, es lo real, desnudo de distorsiones cerebrales materializadas en tronos y cadalsos,  mitras y armas. Es la naturaleza realizando leyes en su propio interior como en todas sus otras asociaciones. Es un retorno a primeros principios; pues ¿no eran la tierra, el agua, la luz, todo libre antes que los gobiernos tomaran molde y forma? En esta condición libre olvidaremos pensar nuevamente en estas cosas como “propiedad.” Es real, pues nosotros, como especie, crecemos hacia ello. La idea de menos restricción y más libertad, y de una fiada confianza en que la naturaleza equivale a su obra, penetra a todo el pensamiento moderno. Desde el año oscuro — no hace mucho — en que se creía en general que el alma del hombre era totalmente depravada y todo impulso humano era malo; en que todo acto, todo pensamiento y toda emoción era controlada y restringida; en que a la constitución humana enferma, se le sangraba, se le dosificaba, se le sofocaba y se le mantenía tan lejos de los remedios naturales como fuera posible; en que la mente era tomada y distorsionada antes de que tuviese el tiempo de evolucionar hacia un pensamiento natural — de aquellos días hasta estos años de progreso de esta idea, todo ha sido rápido y constante. Se está haciendo más y más aparente que en toda forma somos “mejor gobernados cuando somos menos gobernados.”

Aún insatisfecho quizás, el investigador busca detalles, vías y medios, y por qué y de dónde. ¿Cuán mal estamos como seres humanos comiendo y durmiendo, trabajando y amando, intercambiando y tratando, sin gobierno? Tan habituados nos hemos vuelto a la “autoridad organizada” en todo departamento de la vida que de ordinario no podemos concebir ni que los más comunes pasatiempos se lleven a cabo sin su interferencia y “protección”.

Pero el anarquismo no está obligado a delinear una completa organización de la sociedad libre. Hacerlo bajo cualquier supuesto de autoridad sería poner otra barrera en el camino de las generaciones venideras. El mejor pensamiento hoy podría volverse un inútil antojo mañana, y cristalizarlo en un credo es volverlo inmodificable.

Juzgamos desde la experiencia que el hombre se un animal gregario, y que se afilia instintivamente con sus amables co-operantes, se une en grupos, trabaja para mejor beneficio en combinación con sus semejantes que solo. Esto apuntaría a la formación de comunidades co-operativas, de las que nuestros sindicatos del presente son patrones embrionarios. Cada rama de la industria tendrá sin duda su propia organización, regulación, líderes, etc.; instituirá métodos de comunicación directa con cada miembro de aquella rama industrial en el mundo, y establecerá relaciones equitativas con todas las demás ramas.

Habría probablemente congresos industriales a los que atenderían delegados, y donde gestionarían tal asunto según fuese necesario, y al momento de levantar la sesión ya no serían delegados, sino simples miembros de un grupo. Seguir siendo miembros permanentes de un congreso continuo sería establecer un poder del que por cierto tarde o temprano se abusaría.

Ningún gran poder central, como un congreso consistente de personas que nada saben de las gestiones, intereses, derechos o deberes de sus componentes, estaría por sobre las diversas organizaciones o grupos; y tampoco se emplearían alguaciles, policías, cortes o gendarmes para forzar las conclusiones a las que se llegó en la sesión. Los miembros de los grupos podrían beneficiarse del conocimiento obtenido mediante el intercambio mutuo de pensamiento ofrecido por los congresos si así lo escogen, pero no estarán obligados a hacerlo mediante ninguna fuerza externa.

Los derechos adquiridos, los privilegios, las actas constitutivas, los títulos de propiedad, mantenidos por toda la parafernalia del gobierno — el símbolo visible del poder — como la prisión, el cadalso y los ejércitos no tendrán existencia. No puede haber privilegios comprados o vendidos, ni mantener sagrada la transacción a punta de bayoneta. Toda persona se parará sobre igual base con su hermano en el correr de la vida, y ninguna cadena de sumisión económica ni ningún freno metálico de superstición ha de incapacitar a uno para ventaja del otro.

La propiedad perderá cierto atributo que la santifica ahora. La propiedad absoluta de aquel — “el derecho de usar y abusar” — será abolida, y la posesión, el uso, será el único título. Se verá cuán imposible sería que una persona fuese “dueña” de un millón de acres de tierra, sin un título de propiedad respaldado por un gobierno dispuesto a proteger el título contra todo peligro, incluso ante la pérdida de miles de vidas. No podrá esa persona usar el millón de acres, y tampoco podría arrebatar de sus profundidades los recursos posibles que contiene.

Las personas se han habituado tanto a ver los indicios de autoridad en todo que la mayoría cree honestamente que se tornarían completamente hacia el mal si no fuese por el garrote del policía o la bayoneta del soldado. Pero el anarquista dice, “Quiten estos indicios de fuerza bruta, y dejen que las personas sientan las influencias revivificantes de la responsabilidad por sí mismo y el control de sí mismo, y vean cómo responderemos a estas mejores influencias.”

La creencia en un lugar literal de tormento se ha casi desvanecido, y en vez de los funestos resultados pronosticados, tenemos un estándar más elevado y más verdadero de masculinidad y feminidad. A las personas no les interesa ir hacia el mal cuando sienten que tanto pueden hacerlo como no. Los individuos son inconscientes de sus propios motivos para hacer el bien. Al actuar sus naturalezas de acuerdo a su entorno y a sus condiciones, aún creen que son mantenidos en el camino correcto por algún poder externo, por alguna restricción arrojada a ellos por la Iglesia o el Estado. De modo que el objetor cree que con el derecho a rebelión y a escindirse, sagrados para él, estaría por siempre rebelándose y escindiéndose, creando así constante confusión y agitación. ¿Es probable que lo haga, por la mera razón de que puede hacerlo? Los seres humanos son en gran medida criaturas de hábito, y llegan a amar las asociaciones; bajo condiciones razonablemente buenas, se quedarían donde comenzaron, si así lo desearan, y, si no, ¿quién tiene algún derecho natural para forzarle hacia relaciones que le son desagradables? Bajo el orden presente de los asuntos, las personas se unen a las sociedades y permanecen siendo miembros buenos y desinteresados de por vida, donde el derecho a retirarse es siempre concedido.

Por lo que nosotros los anarquistas luchamos es por una mayor oportunidad de desarrollar las unidades en la sociedad, que la humanidad pueda poseer el derecho, como ser sensato, a desarrollar aquello que es más amplio, más noble, más elevado y mejor; una oportunidad que no sea invalidada por ninguna autoridad centralizada, en la que se debe esperar que se firmen, se sellen, se aprueben y se le traspasen permisos antes de poder embarcarse en los activos propósitos de la vida con sus semejantes. Sabemos que después de todo, a medida que nos ilustremos más bajo esta mayor libertad, llegaremos a interesarnos menos y menos por la distribución exacta de la riqueza material, que, a nuestros sentidos nutridos por la codicia, parece ahora algo tan imposible de pensar sin cuidado. La mujer y el hombre de intelectos más nobles, en el presente, no piensan tanto en las riquezas a obtener por sus esfuerzos como en el bien que puedan realizar por sus criaturas semejantes. Hay un brote innato de acción saludable en todo ser humano que no ha sido aplastado y apretado por la pobreza y el arduo trabajo desde antes de nacer, que le impulsa hacia adelante y hacia arriba. No puede éste estar inactivo, aún si lo quisiese; es tan natural para él desarrollar, expandir, y usar los poderes en él cuando no son reprimidos, como para la rosa florecer a la luz del sol y arrojar su fragancia a la brisa que pasa.

Las más grandes obras del pasado nunca fueron realizadas exclusivamente por dinero. ¿Quién puede medir el valor de un Shakespeare, un Miguel Ángel o un Beethoven en dólares y céntimos? Agassiz dijo, que “no tuvo tiempo de hacer dinero,” hubo más elevados y mejores objetos en la vida que ese. Y así será cuando la humanidad se alivie del apremiante temor a la inanición, la carencia, y la esclavitud, se preocupará, menos y menos, de la apropiación de vastas acumulaciones de riqueza. Tales posesiones serían nada más que una molestia y un problema. Cuando dos o tres o cuatro horas al día de trabajo fácil y sano producirá todas las comodidades y lujos que uno pueda usar, y la oportunidad de trabajar nunca sea negada, las personas serán indiferentes respecto a quién posee la riqueza que no necesitan. La riqueza estará por debajo de lo aceptable, y se encontrará que hombres y mujeres no la aceptarán por pago, ni serán sobornados con ella para hacer lo que no harían a voluntad y naturalmente. Algún incentivo mayor debe sustituir, y sustituirá, a la codicia por oro. La aspiración involuntaria nacida en el hombre por hacer lo máximo de uno mismo, por ser amado y apreciado por los semejantes, por “hacer mejor al mundo por haber vivido en él,” le urgirá a por actos más nobles de lo que nunca lo ha hecho el sórdido y egoísta incentivo del beneficio material.

Si, en la presente lucha caótica y vergonzante por la existencia, en que la sociedad organizada ofrece un recargo por la codicia, la crueldad, y el engaño, se pueden encontrar personas que se desentienden y están casi solas en su determinación por trabajar por el bien en vez de por oro, quienes sufren carencias y persecución en vez de desertar a sus principios, quienes pueden caminar valientemente al cadalso por el bien que pueden hacer a la humanidad, ¿qué podemos esperar de las personas al ser liberadas de la demoledora necesidad de vender lo mejor de ellas por pan? Las terribles condiciones bajo las que se realiza el trabajo, la espantosa alternativa si uno no prostituye el talento y la moral al servicio de la avaricia, y el poder adquirido con la riqueza obtenida por siempre tan injustos medios, se combinan para hacer de la concepción del trabajo libre y voluntario casi imposible. Y sin embargo, hay ejemplos de este principio aún hoy. En una familia bien criada cada persona tiene ciertos deberes, que son realizados gozosamente, y que no son medidos ni pagados de acuerdo a algún estándar pre-determinado; cuando los miembros se sientan a la mesa bien servida, el más fuerte no se lanza a obtener lo más posible mientras el más débil prescinde, ni reúne codiciosamente a su alrededor más comida de la que pueda consumir. Cada cual espera pacientemente y respetuosamente su turno para servirse, y deja lo que no quiere; tiene certeza de que cuando tenga hambre nuevamente habrá bastante comida. Este principio puede ser extendido a toda la sociedad, cuando las personas sean lo suficientemente civilizadas como para desearlo.

Nuevamente, la completa imposibilidad de otorgar a cada cual un retorno exacto por la cantidad de trabajo realizado hará del comunismo absoluto una necesidad tarde o temprano. La tierra y todo lo que contiene, sin la cual el trabajo no puede realizarse, no pertenecen a persona alguna, sino a todos por igual. Las invenciones y descubrimientos del pasado son la herencia común de las generaciones venideras; y cuando una persona tome el árbol que la naturaleza provee gratis, y la torne en un artículo útil, o una máquina perfeccionada y legada a ella por muchas generaciones pasadas, ¿quién va a determinar qué proporción es suya y solo suya? El hombre primitivo habría estado una semana haciendo un tosco parecido al artículo con sus burdas herramientas, donde el trabajador moderno ha ocupado una hora. El artículo terminado es de mucho mayor valor real que el tosco hecho hace mucho tiempo, y sin embargo el hombre primitivo se esforzó por más largo y más duro. ¿Quién puede determinar con justicia exacta cuánto se le debe a cada cual? Debe llegar un momento en que dejemos de intentarlo. La tierra es tan pródiga, tan generosa; el cerebro humano es tan activo, las manos tan inquietas, que la riqueza brotará como magia, lista para el uso de los habitantes del mundo. Nos avergonzaremos tanto de pelear por su posesión como ahora lo hacemos al reñir por la comida puesta ante nosotros en una mesa. “Pero todo esto,” urge el objetor, “es muy bonito en el futuro lejano, cuando seamos ángeles. No funcionaría hoy abolir los gobiernos y las restricciones legales; las personas no están preparadas para ello.”

Esta es una pregunta. Hemos visto, al leer la historia, que donde fuera que una antigua restricción haya sido removida las personas no han abusado de su nueva libertad. Una vez fue considerado necesario obligar a las personas a salvar sus almas con la ayuda de cadalsos gubernamentales, repisas de iglesias y hogueras. Hasta la fundación de la república americana era considerado absolutamente esencial que los gobiernos deban secundar los esfuerzos de la iglesia por forzar a las personas a atender a los medios de gracia; y sin embargo se encuentra que el estándar moral entre las masas se ha elevado desde que se les dejó libres de orar cuando quisieran, o de no hacerlo, si así lo prefieren. Se creía que los esclavos no trabajarían si el capataz y el látigo se quitasen; son tan más una fuente de ganancias ahora que los antiguos dueños de esclavos no volverían al antiguo sistema aunque pudiesen.

Tantos hábiles escritores han mostrado que las instituciones injustas que obran tanta miseria y sufrimiento sobre las masas tienen su raíz en los gobiernos, y deben toda su existencia al poder derivado del gobierno, que no podemos sino creer que si toda ley, todo título de propiedad, toda corte, y todo oficial de policía o soldado fuese abolido mañana de un barrido, estaríamos mejor que ahora. Las cosas reales, materiales, que el hombre necesita existirían aún; su fuerza y habilidad permanecería y sus inclinaciones sociales instintivas retendrían su fuerza; y con  los recursos vitales vueltos libres para todos, no se necesitaría fuerza alguna más que la de la sociedad y la de la opinión de los semejantes para mantenerles morales y honestos.

Libres de los sistemas que les hicieron antes miserables, es poco probable que se tornen más miserables por falta de éstos. Mucho más está contiene el pensamiento de que las condiciones hacen al ser humano como es, y no las leyes y las penas hechas para guiarles, más de lo que supone el pensamiento bajo la observación descuidada. Tenemos leyes, cárceles, cortes, ejércitos, armas y armerías suficientes como para hacer de todos unos santos, si es que fueran verdaderos preventivos contra el crimen; pero sabemos que no previenen el crimen; que la maldad y la depravación existen a pesar de ellos, es más, que aumentan a medida que la lucha entre clases se torna más fiera, la riqueza se torna mayor y más poderosa y la pobreza más sombría y desesperada.

A la clase gobernante los anarquistas dicen; “Caballeros, no pedimos privilegios, no proponemos restricción alguna; tampoco, por otra parte, lo permitiremos. No tenemos nuevas cadenas que proponer, buscamos la emancipación de las cadenas. No pedimos sanción legislativa, pues la cooperación solicita solo un campo libre y ningún favor; tampoco permitiremos su interferencia”. Se afirma que en la libertad de la unidad social yace la libertad de la condición social. Se afirma que en la libertad de poseer y utilizar el suelo yace la felicidad y progreso social y la muerte de la renta. Se afirma que el orden solo puede existir donde la libertad prevalezca, y que el progreso guía y nunca sigue al orden. Se afirma finalmente, que esta emancipación inaugurará la libertad, la igualdad, la fraternidad. Que el sistema industrial existente ya ha sobrepasado su utilidad, si es que alguna vez tuvo alguna como creo lo han admitido todos quienes le han dado un serio pensar a esta fase de las condiciones sociales.

Las manifestaciones de descontento avecinándose ahora desde todos lados muestran que la sociedad se conduce sobre principios errados y que algo debe hacerse pronto o la clase asalariada se hundirá en una esclavitud peor de la que fue la servidumbre feudal. Digo a la clase asalariada: Piensen con claridad y actúen con rapidez, o están perdidos. Paren no por unos cuántos céntimos más por hora, porque el precio de la vida subirá aún más rápido, paren por todo lo que trabajan, no se contenten con nada menos.

*

A continuación, definiciones que aparecerán en todos los nuevos diccionarios estándar:

Anarquismo — La filosofía de un nuevo orden social basado en la libertad irrestricta por las leyes hechas por el ser humano, la teoría de que todas las formas de gobierno se basan en la violencia, y por ende son inadecuados y dañinos, así como también innecesarios.
Anarquía — Ausencia de gobierno; incredulidad e indiferencia por la invasión y la autoridad basadas en la coerción y la fuerza; una condición de sociedad regulada por el acuerdo voluntario en vez de por el gobierno.
Anarquista — 1. Convencido en el Anarquismo; aquel que se opone a toda forma de gobierno coercitivo y autoridad invasiva. 2. Aquel que defiende la Anarquía, o la ausencia de gobierno, como ideal de la libertad política y la armonía social.



1º de Mayo: Los mártires de Chicago

Este y todo 1º  de Mayo, mientras los organismos adictos al gobierno celebrarán un insulso “día del trabajador” — tornando el recuerdo de hechos y personas venerables en un espectáculo alegórico musical de los bufones de la corte — las seres humanos conscientes traen a la memoria su sentir por la entereza, el corazón luminoso y el heroico sacrificio de los mártires de Chicago, socialistas anarquistas injustamente encarcelados unos (Fielden, Neebe y Schwab) y sentenciados a la horca otros (Engel, Fischer, Parsons, Spies y Lingg) como símbolo ejemplificador de escarmiento contra la participación en la lucha por la jornada laboral de ocho horas en una serie de protestas cuyo clímax se conoce como la Revuelta de Haymarket.

Para comprender la actitud de total abnegación de los mártires para con sus compañeros y semejantes, no hace falta más que leer sus propias palabras ante un juicio que ya se sabía falso y arreglado.

Presentamos entonces un breve extracto de cada uno, y un par de brevísimas introducciones. Juzgue usted:


José Martí, corresponsal del periódico La Nación de Buenos Aires, relata el momento de la ejecución:
...salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: «la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora». Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable...

Ricardo Mella introduce los discursos en su libro “Los mártires de Chicago”:
Las defensas de los abogados, aunque notables en la forma, carecen de importancia por una razón fácil de comprender. A los acusados no se les probó que hubieran cometido crimen alguno; luego poco había de constar a los defensores demostrar que la petición fiscal era, además de injusta, bárbara y cruel.
La acusación insistía principalmente en las ideas que profesaban los procesados, y en este punto nada podían hacer los defensores, ya que aquellos no renegaban de sus ideas, sino que se mostraban orgullosos de ellas. Son, pues, las defensas o discursos de los mismos acusados las que tienen importancia verdadera, y vamos a reproducirlas en extracto, precedidas de una nota biográfica de cada uno de ellos.
He aquí lo más sobresaliente de dichas biografías y discursos.


August Spies
“... Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad — y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez —, yo os digo: si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”
< Discurso completo >


Michael Schwab
“¿Qué es la anarquía? Un estado social en el que todos los seres humanos obran bien por la sencilla razón de que es el bien y rechazan el mal porque es el mal. En una sociedad tal no son necesarias ni las leyes ni los mandatos. La anarquía está muerta, ha dicho el Procurador General. La Anarquía hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tiene poder para matar a una doctrina cualquiera. La anarquía es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará más o menos pronto, no sé cuando, pero que se realizará indudablemente.
Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social la violencia se emplea a cada momento, y por esto nosotros propagamos la violencia también, como un medio necesario de defensa.
La anarquía es el orden sin gobierno. Nosotros los anarquistas decimos que el anarquismo será el desenvolvimiento y la plenitud de la cooperación universal (comunismo). Decimos que cuando la pobreza haya sido eliminada y la educación sea integral y de derecho común, la razón será soberana. Decimos que el crimen pertenecerá al pasado, y que las maldades de aquellos que se extravíen podrán ser evitadas de distinto modo al de nuestros días. La mayor parte de los crímenes son debidos al sistema imperante, que produce la ignorancia y la miseria.”

Oscar W. Neebe
“Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el Arbeiter Zeitung: he ahí mis delitos. Pues bien; me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán en caso contrario entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es todo lo que tengo que decir. Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!”
< Discurso completo >


Adolfo Fischer
“No hablaré mucho. Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido crimen alguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pues repito que protesto contra esa bárbara pena, porque no me habéis probado crimen alguno. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo lo digo muy alto, disponed de mi vida.”
< Discurso completo >


Louis Lingg
“No; no es por un crimen por lo que nos condenáis a muerte; es por lo que aquí se ha dicho en todos los tonos, es por la Anarquía; y puesto que es por nuestros principios por lo que nos condenáis, yo grito sin temor: ¡Soy anarquista!
(…) Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro de que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza os digo: Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad. ¡Ahorcadme!”
< Discurso completo >


Jorge Engel
“¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones beneficiando las máquinas, otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres científicos deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar.”


Samuel Fielden
“Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquia, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio ...
... Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mi mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.”
Alberto Parsons
“Con una simple hojeada a la historia se ve que el siglo XVI fue el siglo de la lucha por la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la libertad del pensamiento; que los siglos XVII y XVIII fueron el prólogo de la gran Revolución francesa, que al proclamar la República instituyó el derecho a la libertad política; y hoy, siguiendo las leyes eternas del proceso y de la lógica, la lucha es puramente económica e industrial y tiende a la supresión del proletariado, de la miseria, del hambre y de la ignorancia. Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad.
¿Qué es la cuestión social? No es un asunto de sentimiento, no es una cuestión religiosa, no es un problema político; es un hecho económico externo, un hecho evidente e innegable. Tiene, sí, sus aspectos emocionales religiosos y políticos; pero la cuestión es, en su totalidad, una cuestión de pan, de lo que diariamente necesitamos para vivir.
(…)
Pero los que nos han procesado imaginan que nos han vencido porque se proponen ahorcar a siete hombres, siete hombres a quienes se quiere exterminar violando la ley, porque defienden sus inalienables derechos: porque apelan al derecho de la libre emisión del pensamiento y lo ejercitan, porque luchan en defensa propia. ¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados al montón se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso; quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa.”
*

Gustav Landauer: Débiles estadistas, más débil pueblo! (1915)

Traducción al castellano: @rebeldealegre
Esta corta pieza contiene una de las líneas más citadas de Landauer, su definición del Estado como “una relación social; un cierto modo de relacionarse las personas unas con otras.” Publicado como  “schwache staatsmänner, schwächeres volk!” en el Der Sozialist del 15 de Junio de 1910.



Un hombre pálido, nervioso, y débil se sienta en su escritorio. Garabatea notas sobre una hoja de papel. Está componiendo una sinfonía. Trabaja diligentemente, usando todos los secretos de oficio que ha aprendido. Cuando la sinfonía es interpretada, ciento cincuenta personas tocan en la orquesta; en el tercer movimiento, hay diez timbales, quince yunques, y un órgano; en el movimiento final, un coro de ocho partes de quinientas personas se suma como así también una orquesta extra de pífanos y tambores. La audiencia está fascinada con la enorme fuerza y el imponente vigor.

    Nuestros estadistas y políticos — y cada vez más toda la clase dominante — nos recuerdan a este compositor que no posee poder real, sino que hace que las masas parezcan poderosas. Nuestros estadistas y políticos esconden además su real debilidad y desamparo detrás de la orquesta gigante dispuesta a obedecer sus mandatos. En este caso la orquesta son las personas en armas, los militares. Las voces furiosas de los partidos políticos, las quejas de los ciudadanos y los trabajadores, los puños del pueblo apretados en los bolsillos — nada de esto ha de ser tomado en serio por el gobierno. Estos actos carecen de toda fuerza real porque no son apoyados por los elementos que naturalmente son los más radicales en cada pueblo: los jóvenes de los veinte a los veinticinco. Éstos están alineados en los regimientos bajo el mandato de nuestro inepto gobierno. Siguen cada orden sin preguntas. Son ellos quienes ayudan a camuflar las reales debilidades del gobierno, permitiéndole seguir inadvertido — tanto al interior de nuestro país como también fuera.

    Nosotros los socialistas sabemos cómo el socialismo, es decir, la comunicación inmediata de los verdaderos intereses, ha estado luchando contra el dominio de los privilegiados y su política ficticia por más de cien años. Queremos continuar y fortalecer esta poderosa tendencia histórica, que conducirá a la libertad y la justicia. Queremos hacer esto despertando el espíritu y creando realidades sociales distintas. No nos concierne la política de Estado.

    Si los poderes de la política sin espíritu y violenta al menos retuvieran la fuerza suficiente para crear grandes personalidades, es decir, políticos fuertes con visión y energía, entonces podríamos tener respeto por tales personas aún si estuviesen en el campo enemigo. Podríamos incluso conceder que los antiguos poderes seguirán aferrándose al poder por algún tiempo. Sin embargo, se está volviendo cada vez más obvio que el Estado no se basa en personas de fuerte espíritu y poder natural. Se basa cada vez más en la ignorancia y pasividad del pueblo. Esto vale incluso para los más desdichados entre ellos, para las masas proletarias. Las masas no comprenden aún que deben huir del Estado y reemplazarlo, que deben construir una alternativa. Esto no es solo cierto en Alemania; es también el caso en otros países.

    Por un lado, tenemos el poder del Estado y la impotencia de las masas, divididas en individuos desamparados — por el otro lado, tenemos organización socialista, una sociedad de sociedades, una alianza de alianzas, en otras palabras: un pueblo. La lucha entre los dos lados debe tornarse real. El poder de los Estados, el principio de gobierno y aquellos que representan el viejo orden se volverán más y más débiles. El sistema entero se desvanecería sin rastros si el pueblo comenzara a constituirse a sí mismo como pueblo aparte del Estado. Sin embargo, el pueblo aún no ha captado esto. No han comprendido que el Estado cumplirá cierta función y seguirá siendo una necesidad inevitable mientras su alternativa, la realidad socialista, no exista.

    Una mesa puede ser volcada y una ventana puede ser destrozada. Sin embargo, aquellos que creen que el Estado es también una cosa o un fetiche que puede ser volcado o destrozado son sofistas y creyentes en la Palabra. El Estado es una relación social; un cierto modo de relacionarse las personas unas con otras. Puede ser destruido creando nuevas relaciones sociales; es decir, por personas que se relacionan unas con otras de modo diferente.
   
    El monarca absoluto dijo: el Estado soy yo. Nosotros, que nos hemos hecho presos en el Estado absoluto, debemos darnos cuenta de la verdad: el Estado somos nosotros! Y seremos el Estado mientras no seamos algo distinto; mientras no hayamos creado las instituciones necesarias para una comunidad verdadera y una verdadera sociedad de seres humanos.

Ángel Cappelletti: “El Humanisferio” de Joseph Déjacque


Ángel Cappelletti describe en este texto la que ha sido “una utopía olvidada”, una premonición adelantada a su época, “El Humanisferio” de Joseph Déjacque.

Élisée Reclus escribe para la única reimpresión y la primera edición en libro, Bruselas, 1899:
“‘El Humanisferio’ de Déjacque es una de las obras más merecedoras de ser incluidas en nuestra biblioteca. En efecto, Déjacque fue un anarquista de la primera hora, un anarquista antes que surgiera el vocablo (...) En el curso de los años 1858 y 1859 publicó “El Humanisferio”, “utopía anarquista”, en el “Libertaire”, “periódico del movimiento social”, que salía en New York, editado, redactado, administrado y expedido por Déjacque solamente. Se hallan en él numerosos y muy interesantes artículos de propaganda y de principios, así como notables poesías impregnadas de un ideal elevado de justicia y de libertad.”
 Cappelletti sintetiza:
“Un comunista que es ante todo anarquista, como él, no puede recurrir obviamente al Estado ni a cualquier otro género de sanción que no sea inmanente. Para ello necesita (según se verá luego muy claramente en La ayuda mutua de Kropotkin) suponer que, entre las tendencias primarias del hombre hay una poderosa fuerza de atracción hacia sus congéneres, un instinto de expansión del propio yo en el yo de los otros que se encuentra coartado y mutilado dentro de la Sociedad estatal y capitalista. Este es el supuesto básico de toda la utopía de Déjacque. En él se cifra, en definitiva, la posibilidad de su mundo ideal. Él es, por lo mismo, el objeto suficiente de su fe. Una vez admitido, todo lo demás conquista su derecho a entrar en la realidad. En el “humanisferio” el egoísmo de cada uno “sin cesar aguijoneando por el instinto de su progresiva conservación y el sentimiento de la progresiva solidaridad que lo liga a sus semejantes, lo solicita a perpetuas emanaciones de su existencia en la existencia de los otros.”
 

Ángel Cappelletti: Gustav Landauer: El Espíritu contra el Estado

Donde no hay espíritu y disciplina interna, interviene la violencia externa, la reglamentación y el Estado. Donde hay espíritu hay sociedad. Donde no hay espíritu se impone el Estado. El Estado es la sustitución del espíritu”, dice Landauer.
El maestrísimo Ángel J. Cappelletti escribe una delicia de texto explicativo titulado: “Gustav Landauer: El Espíritu contra el Estado” (rescatado de su libro: “Utopías antiguas y modernas”), donde relata — creando una apertura gradual escalofriante con su diestra pluma — el sentido profundamente humano, espiritual, histórico y a la vez atemporal, de la constitución comunal de los seres en un "pueblo", una sociedad de sociedades, en oposición a su forma degradada: el Estado.

Lo que entendemos por socialismo para Landauer no es más que un mal sucedáneo, puesto que:
El que no concibe el socialismo como un amplio camino de la larga y pesada historia, no sabe nada de él; y con eso he dicho que ninguna especie de políticos cotidianos pueden ser socialistas. El socialista abarca el conjunto de la sociedad y el pasado; lo tiene en el sentimiento y en el conocimiento, sabe de dónde venimos y determina en consecuencia a dónde vamos” En una palabra, por oposición a los políticos (los que quieren guiar, conservar o transformar el Estado) los socialistas son los que ven el todo, lo que contemplan la unidad y recogen en ella lo múltiple.
Para comprender la real profundidad de estas afirmaciones, no hay más que decir, sino leer, sentir y reflexionar:


Mijaíl Bakunin: “Por razones de Estado” (1868)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

La existencia de un Estado soberano, exclusivista, supone necesariamente la existencia y, llegado el caso, provoca la formación de otros Estados como tal, ya que es bastante natural que los individuos que se encuentren fuera de él y que sean amenazados por él en su existencia y en su libertad, deban, a su vez, asociarse contra él. Tenemos así a la humanidad dividida en un número indefinido de Estados extraños, todos hostiles y amenazados unos por los otros. No hay derecho común, no hay contrato social de ningún tipo entre ellos; de otro modo dejarían de ser Estados independientes y se volverían miembros federados de un gran Estado. Pero a menos que este gran Estado abrazara a toda la humanidad, se vería confrontado por otros grandes Estados, cada cual federado en su interior, cada cual manteniendo la misma postura de hostilidad inevitable.
La guerra aún sería la ley suprema, una condición inevitable de la supervivencia humana.
Todo Estado, federado o no, buscaría por lo tanto convertirse en el más poderoso. Debe devorar para no ser devorado, conquistar para no ser conquistado, esclavizar para no ser esclavizado, ya que dos poderes, similares y sin embargo ajenos el uno al otro, no pueden coexistir sin destrucción mutua.
El Estado, por lo tanto, es la más flagrante, la más cínica, y la más completa negación de la humanidad. Destruye la solidaridad universal de todos los seres humanos en la tierra, y lleva a algunos de ellos a asociarse sólo con el propósito de destruir, conquistar, y esclavizar al resto. Protege a sus ciudadanos solamente; reconoce los derechos humanos, la humanidad, la civilización dentro de sus propios confines solamente. Dado que no reconoce derechos fuera de sí, lógicamente se arroga el derecho de ejercer la más feroz inhumanidad hacia toda población extranjera, a la que puede saquear, exterminar, o esclavizar a voluntad. Si es que se muestra generoso y humano para con ellos, nunca es por un sentido del deber, pues no tiene deberes excepto para sí mismo en el primer lugar, y luego para aquellos de sus miembros que lo han formado libremente, quienes libremente siguen constituyéndolo o incluso, como siempre ocurre a la larga, para quienes se han vuelto sus súbditos. Como no hay ley internacional en existencia, y como nunca podría existir de un modo significativo y realista sin minar en sus  mismísimos cimientos el principio mismo de la soberanía absoluta del Estado, éste no puede tener deberes hacia poblaciones extranjeras. Por ende, si trata a un pueblo conquistado de modo humano, si solo le saquea o extermina a medias, si no lo reduce al más bajo grado de esclavitud, puede esto ser un acto político inspirado por la prudencia, o incluso por pura magnanimidad, pero nunca lo hace por un sentido del deber, pues el Estado tiene un derecho absoluto de disponer de un pueblo conquistado a voluntad.
Esta negación flagrante de la humanidad que constituye la esencia misma del Estado es, desde el punto de vista de éste, su deber supremo y su mayor virtud. Lleva el nombre de patriotismo, y constituye toda la moral trascendente del Estado. Le llamamos moral trascendente porque usualmente va más allá del nivel de la moral y la justicia humanas, ya sea de la comunidad o del individuo particular, y por la misma razón se encuentra a menudo en contradicción con éstos. Por lo tanto, ofender, oprimir, despojar, saquear, asesinar o esclavizar a los semejantes es considerado comúnmente un crimen. En la vida pública, por otra parte, desde el punto de vista del patriotismo, cuando estas cosas se hacen por la gloria mayor del Estado, por la preservación o la extensión de su poder, todo se transforma en deber y virtud. Y esta virtud, este deber, son obligatorios para cada ciudadano patriótico; todos deben supuestamente ejercerlos no contra extranjeros solamente sino contra los propios conciudadanos, miembros o súbditos del Estado como uno mismo, cuando sea que el bienestar del Estado lo requiera.
Esto explica por qué, desde el nacimiento del Estado, el mundo de la política ha sido siempre y sigue siendo el escenario para la sinvergüenzura y el bandidaje, bandidaje y sinvergüenzura que, por cierto, son tenidos en alta estima, puesto que son santificados por el patriotismo, por la moral trascendente y el interés supremo del Estado. Esto explica por qué toda la historia de los Estados antiguos y modernos es meramente una serie de crímenes repugnantes; por qué reyes y ministros, del pasado y el presente, de todos los tiempos y todos los países — estadistas, diplomáticos, burócratas, y guerreros — si son juzgados desde el punto de vista de la simple moral y la justicia humana, se han ganado por cientos, por miles su sentencia al trabajo forzado o al cadalso. No hay horror, no hay crueldad, sacrilegio, o perjurio, no hay fraude, no hay infame transacción, no hay cínico robo, no hay descarado saqueo ni malvada traición que no haya sido o que no sea a diario perpetrada por los representantes de los Estados, bajo ningún otro pretexto que aquellas elásticas palabras, tan convenientes y sin embargo tan terribles: “por razones de Estado”.

— Mikhail Bakunin, 1868

Kropotkin: Celebrando el Aniversario de Bakunin (1914)

Proudhon / Bakunin / Kropotkin
Traducción al castellano: @rebeldealegre 

Mientras Kropotkin y Bakunin nunca se conocieron, Kropotkin fue introducido al anarquismo revolucionario por los asociados de Bakunin en la Federación del Jura, una sección suiza de la Asociación Internacional de Trabajadores (la “Primera Internacional”), aunque ya estaba él familiarizado con el anarquismo mutualista de Proudhon. Más adelante Kropotkin da el crédito a Bakunin de establecer “en una serie de poderosos panfletos y cartas los principios conductores del anarquismo moderno” (La Ciencia Moderna y el Anarquismo). Reproducimos aquí una carta que Kropotkin escribió en el centenario del nacimiento de Bakunin, en la que pone de manifiesto su apreciación del rol de éste en el desarrollo del anarquismo moderno con más detalle.

Queridos Compañeros
Siento no poder estar con vosotros para la conmemoración del nacimiento de nuestro gran maestro, Mikhail Bakunin. Hay pocos nombres que deban ser tan queridos para los trabajadores revolucionarios del mundo como el nombre de este apóstol de la revuelta de masas de los proletarios de todas las naciones.
Seguramente, ninguno de nosotros pensará jamás en minimizar la importancia de aquella labor del pensamiento que precede a toda Revolución. Es la consciencia de los males de la sociedad lo que da a los pisoteados y oprimidos el vigor requerido para la revuelta en su contra.
Pero en inmensos números de la humanidad yace un enorme abismo entre la comprensión de los males y la acción necesaria para deshacerse de ellos.
Mover a las personas a cruzar este abismo, y pasar de las quejas a la acción, fue la obra central de Bakunin.
En su juventud, como la mayoría de las personas educadas de su tiempo, rindió tributo a los caprichos de la filosofía abstrusa. Pero pronto encontró su camino con el advenimiento de la Revolución de 1848. Una ola de revuelta social crecía entonces en Francia, y se lanzó de alma y corazón a la tempestad. No con aquellos políticos ya preparados a tomar las riendas del poder tan pronto como la monarquía cayera bajo los golpes de los proletarios rebelados. Él previó, sabía ya, que los nuevos gobernantes estarían en contra de los proletarios en el momento en que estuviesen a la cabeza de la República.
Él estuvo con las masas inferiores de los proletarios de París — con aquellos hombres y mujeres cuyas vagas esperanzas estaban ya dirigidas hacia un Commonwealth [mancomunidad] Comunista y Social. Aquí representó el tan necesitado enlace entre los partidos avanzados de la Gran Revolución de 1793 y la nueva generación de Socialistas, un gigante intentando inspirar a los generosos pero demasiado pacíficos proletarios socialistas de París con la severa osadía de los sans-culottes de 1793 y 1794.
Por supuesto, los políticos pronto vieron cuán peligroso era un hombre como tal para ellos, y lo expulsaron de París antes que las primeras barricadas de Febrero de 1848 fueran construidas. Estaba muy en lo cierto, aquel burgués republicano Caussidière, cuando dijo de Bakunin: “Tales hombres son invaluables antes de la Revolución. Pero cuando una Revolución ha comenzado — deben ser liquidados.” Claro que sí! No estarán satisfechos con las primeras victorias de las clases medias. Como nuestros amigos trabajadores portugueses [que participaron en la revolución portuguesa de 1910], querrán resultados prácticos inmediatos para el pueblo. Querrán que todos en las masas pisoteadas sientan que una nueva era ha llegado para el harapiento proletario.
Claro, los burgueses deben liquidar a personas como tales, así como liquidaron a los trabajadores de París en 1871. En París, tomaron la precaución de expulsarlo antes que la Revolución comenzara.
Expulsado de París, Bakunin tuvo su revancha en Dresden, en la Revolución de 1849, y aquí sus peores enemigos tuvieron que reconocer sus poderes de inspiración de las masas en una lucha, y sus capacidades de organización. Luego vinieron los años de prisión en la fortaleza de Olmütz, donde estuvo encadenado al muro de su celda, y en las profundas casamatas de las fortaleza de San Petersburgo y Schlüsselburg, seguido de años de exilio en Siberia. Pero en 1862 escapó de Siberia a los Estados Unidos, y luego a Londres, donde se reunió con los amigos de su juventud — Herzen y Ogaroff.
De alma y corazón se lanzó a apoyar la revuelta polaca de 1863. Pero no fue sino hasta cuatro años más tarde que encontró el entorno y el suelo apropiado para su agitación revolucionaria en la Asociación Internacional de Trabajadores. Aquí vió masas de trabajadores de todas las naciones uniendo las manos a través de las fronteras, y luchando por volverse lo suficientemente fuertes en sus Sindicatos como para deshacerse del yugo del Capitalismo. Y de una vez comprendió cuál era el bastión principal que los trabajadores debían atacar para tener éxito en su lucha contra el Capital — el Estado. Y mientras los socialistas políticos hablaban de tomar el poder del Estado y reformarlo, “Destruir el Estado!” se volvió el grito de guerra de las Federaciones Latinas, donde Bakunin encontró a sus mejores amigos.
El Estado es el bastión principal del Capital — fue una vez su padre, y ahora es su principal aliado y soporte. En consecuencia, Abajo el Capitalismo y abajo el Estado!

Toda su experiencia previa y un amistoso y cercano intercambio con los trabajadores Latinos hizo de Bakunin el poderoso adversario del Estado y el fiero luchador revolucionario comunista anarquista en que se convirtió en los últimos diez años de su vida.
Aquí Bakunin desplegó todos los poderes de su genio revolucionario. No puede uno leer sus escritos durante aquellos años — la mayoría panfletos que tratan de asuntos del día, y sin embargo llenos de profundas visiones de la sociedad — sin ser encendido por la fuerza de sus convicciones revolucionarias. Al leer estos escritos y al seguir su vida, uno comprende por qué inspiró tanto él a sus amigos con el fuego sagrado de la revuelta.
En sus últimos días, aún entre los espasmos de una enfermedad mortal, aún en sus últimos escritos, los que él consideró su testamento, siguió siendo el mismo firmemente convencido revolucionario anarquista y el mismo luchador, listo a unirse a las masas donde fuese en su revuelta contra el Capital y el Estado.
Que, entonces, sigamos su ejemplo. Que continuemos su obra, nunca olvidando que dos cosas son necesarias para tener éxito en una revolución — dos cosas, como uno de mis compañeros dijo en el juicio de Lyon: una idea en la cabeza, y una bala en el rifle! La fuerza de la acción — guiada por la fuerza del pensamiento anarquista.

— Piotr Kropotkin, 1914

Max Nettlau: Mikhail Bakunin (1914)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

La mayoría de los centenarios, aún nacidos mucho después y los que aún están entre nosotros, no son más que reliquias disecadas de un pasado remoto; mientras otros pocos, aunque han partido hace largo tiempo, siguen llenos de vida, y en vez nos hacen sentir cuán poca vida y energía hay en la mayoría de nosotros. Estos hombres, en adelanto a su época, prepararon nuevos caminos para las generaciones venideras, las que son con frecuencia demasiado lentas para seguirles. Profetas y soñadores, pensadores y rebeldes se les llama, y de aquellos que, en la lucha por la libertad y la felicidad social de todos, unieron las mejores cualidades de estas cuatro descripciones, Mikhail Bakunin es por lejos el más conocido.

Al rememorarlo, no olvidaremos a los variados y menos conocidos pensadores y rebeldes, muchísimos de los cuales desde las décadas del treinta hasta la década de los setenta del último siglo [diecinueve] tuvieron, por contacto personal, su parte en la formación de tal o cual parte de su personalidad. Ninguno de ellos, sin embargo, tuvo el gran don de unir en una corriente de revuelta todos los diversos elementos del pensamiento revolucionario, y aquel ardiente deseo por llevar a cabo la acción revolucionaria colectiva que constituyen las más fascinantes características de Bakunin.

Rebeldes corajudos y heroicos siempre han existido, pero sus propósitos fueron muy a menudo muy estrechos, no habían superado los prejuicios políticos, religiosos y sociales. Nuevamente, los más perfectos “sistemas” se conformaban teóricamente; pero estos pensadores generosos carecían del espíritu por recurrir a la acción de su realización, y sus métodos eran mansos, dóciles, y tibios. Fourier esperó por años que un millonario llegase a darle el dinero para construir el primer Falansterio. Los sansimonianos tuvieron sus ojos en reyes o hijos de reyes que pudiesen ser persuadidos a realizar sus propósitos “desde arriba.” Marx estuvo satisfecho con “probar” que la decadencia del Capitalismo y la venida de las clases trabajadoras al poder ocurrirán automáticamente.

Entre los socialistas mejor conocidos, Robert Owen y Proudhon, Blanqui y Bakunin, intentaron realizar sus ideas mediante la acción correspondiente. El espléndido “Ni Dios, Ni Amo” de Blanqui, es, sin embargo, contrariado por el carácter autoritario, políticamente estrecho, y nacionalista de su acción práctica. Tanto Owen como Proudhon representan, en cuanto a medios de acción, el método de la libre experimentación, que, en mi opinión, es el único bueno aparte del método de la revuelta individual y colectiva defendida por Bakunin y muchos otros.

Las circunstancias — la debilidad de las pequeñas minorías frente a la fuerza bruta de la autoridad tradicional, y la indiferencia de la gran masa de la población — aún no tienen chance de ninguno de ambos métodos para mostrar lo mejor de lo suyo, y, siendo las vías del progreso múltiples, ninguno de ellos puede demostrar que el otro es superfluo. Estos socialistas y anarquistas experimentales, entonces, no son ni superiores ni inferiores, sino simplemente distintos, disimilares de Bakunin, el más fiero representante de la idea de la acción revolucionaria real.

Sus principios económicos no son originales; aceptó a voluntad la disección del sistema capitalista de Marx; tampoco se extendió en particular sobre los métodos futuros de distribución, declarando solo la necesidad de que cada cual reciba el producto total de su trabajo. Pero para él la explotación y la opresión no eran meramente agravios económicos y políticos que serían abolidos por modos más justos de distribución y participación aparente en el poder político (democracia); él vio más claro que casi todos los socialistas anteriores la cercana conexión de todas las formas de autoridad, religiosa, política, social, y su encarnación, el Estado, con la explotación y sumisión económica.

Por ende, el Anarquismo — que no requiere ser definido aquí — era para él la base necesaria, el factor esencial de todo socialismo real. En esto difiere fundamentalmente de tantos socialistas que pasan por alto este inmenso problema con algún malabarismo verbal entre “gobierno” y “administración”, “el Estado” y la “sociedad,” u otros, pues un real deseo de libertad no ha sido aún despierto en ellos. Este deseo y su consecuencia, la determinación a la revuelta para realizar la libertad, existe en todo ser; debiese decir que existe en alguna forma y en algún grado en la más pequeña partícula que compone a la materia, pero años de sacerdocio y estatismo lo han asfixiado casi, y años de supuesta democracia, de triunfante Social Democracia incluso, no harán posible su despertar nuevamente.

Aquí el socialismo de Bakunin entra con toda fuerza; la libertad  mental, personal y social para él son inseparables — Ateísmo, Anarquismo, Socialismo una unidad orgánica. Su Ateísmo no es aquel del librepensador ordinario, que bien puede ser un autoritario y un anti-socialista; tampoco es su socialismo aquel del socialista ordinario, quien bien puede ser, y muy a menudo es, un autoritario y un cristiano; tampoco su anarquismo se desviaría jamás hacia las excentricidades de Tosltoi y Tucker.

Pero cada una de estas tres ideas penetra a las otras dos y constituye con ellas una realización viviente de la libertad, tal como todos nuestros prejuicios y males intelectuales, políticos, y sociales descienden de una fuente común — la autoridad. Quien lea “Dios y el Estado,” la más conocida de muchas exposiciones escritas de estas ideas de Bakunin, podrá descubrir que cuando las costras de la religión caigan de sus ojos, al mismo momento también el Estado aparecerá para aquel en su hórrida horripilancia, y el socialismo anti-estatista será la única salida. La minuciosidad de la propaganda socialista de Bakunin es, a mi impresión, única.

Desde estos comentarios se puede recoger que disiento de ciertos esfuerzos recientes por reivindicar a Bakunin casi exclusivamente como un sindicalista. Él estuvo, en el tiempo de la Internacional, muy interesado en ver las masas esparcidas de los trabajadores combinarse en sociedades de intercambio o en secciones de la Internacional. La solidaridad en la lucha económica habría de ser la única base de la organización de la clase trabajadora. Expresó la opinión de que estas organizaciones evolucionarían espontáneamente en cuerpos socialistas federados, la base natural de la sociedad futura. Esta evolución automática ha sido bien contestada por nuestro compañero suizo Bertoni. ¿Pero acaso Bakunin realmente quiso decir eso cuando lo bosquejó en sus escritos de propaganda pública elemental?

No debemos olvidar que Bakunin — y aquí tocamos una de sus fallas — viendo las disposiciones atrasadas de las grandes masas de su tiempo, no pensó posible propagar la cabalidad de sus ideas directamente entre las personas. Al insistir en la organización puramente económica, deseó proteger a las masas contra el codicioso político que, bajo el manto del socialismo, labra y explota su “poder” electoral en nuestra era de progreso!

Quiso él además prevenir su caída bajo el liderazgo del socialismo sectario de cualquier tipo. No quiso, sin embargo, que cayeran en manos y bajo los pulgares de líderes obreros, a quienes conoció, hasta la saciedad, en Génova, y a quienes estigmatizó en sus artículos de Egalité de 1869. Su idea era que entre las masas organizadas interesadas en la guerra económica los anarquistas revolucionarios completos debían ejercer una actividad invisible pero cuidadosamente concertada, que coordinase las fuerzas de los trabajadores y les hiciese dar un golpe en común, nacional e internacionalmente, en el momento correcto.

El carácter secreto de este círculo interno, Fraternité y Alliance,  era para que fuese una salvaguarda contra la ambición y el liderazgo. Este método pudo haber derivado de sociedades secretas de tiempos pasados; Bakunin lo mejoró tan bien como pudo en dirección a la libertad, pero no pudo, claro, remover los males resultantes de toda vulneración de la libertad, por pequeña y bien intencionada que fuese al comienzo. Este problema ofrece amplias posibilidades, desde la dictadura y el liderazgo “democrático” al impulso invisible y preconcertado de Bakunin a la iniciativa libre y abierta, y a la espontaneidad total y la libertad individual. Imitar a Bakunin en nuestros días en este respecto no significaría un progreso, sino repetir un error del pasado.

Al criticar esta dirección de movimientos secreta y preconcertada, considerada peor que inútil en nuestro tiempo, no debemos pasar por alto que la razón entonces existente para hacer tales arreglos también se ha casi ido. Para Bakunin, que participó en los movimientos de 1848-49, en la insurrección polaca a comienzos de la década del sesenta, en movimientos secretos italianos, y quien, como tantos, previó la caída del Imperio Francés y una revolución en París, que puedo haber ocurrido bajo mejores auspicios que la Comuna de 1871 — para él, entonces, un “1848” socialista internacional, una revolución real, era una cosa tangible que podía realmente ocurrir ante sus ojos, y por lo que hizo lo mejor que pudo por realmente llevar a cabo influyendo y coordinando secretamente a los movimientos de masas locales.

En nuestros sobrios días se nos ha dicho tan a menudo que todo esto es imposible, que las revoluciones son inútiles y están obsoletas, que, con pocas excepciones, ningún esfuerzo vale, y que la necesidad de reemplazar procedimientos semi-autoritarios como el de Bakunin por el libre juego de la iniciativa individual y otros métodos mejorados, nunca parece surgir.

Los mejores planes de Bakunin fallaron por varias razones, una de las cuales fue la pequeñez de los medios que los movimientos, entonces en su infancia, le ofrecieron en todo respecto. Ya que todas estas posibilidades son asunto del pasado, permítanme extenderme por un momento en el pensamiento de lo que Bakunin hubiese hecho si hubiese vivido durante los movimiento del Primero de Mayo de comienzos de la década del noventa [1890] o durante los esfuerzos de huelga general continental en los diez años siguientes.

Con la décima parte de los materiales que contenían estos movimientos, que explotaron algunos aquí, otros allá, como fuegos artificiales, en espléndido aislamiento, Bakunin hubiese atacado al capitalismo internacional y al Estado en todas partes de un modo nunca antes oído. Y los movimientos que realmente crean nuevos métodos de lucha exitosa contra un gobierno fuerte, como el movimiento Suffragette y  el Ulster, nunca le hubiesen dejado a un lado en frío desdén, pues su estrecho propósito no era el suyo.

Imagino que no hubiese descansado día y noche hasta haber levantado el movimiento social revolucionario a un nivel similar o mayor de eficiencia. Pensar en esto le hace a uno sentirse vivo; ver la gris realidad de nuestro sabio le pone a uno a dormir nuevamente. Soy el último en pasar por alto a los muchos anarquistas que se sacrificaron en actos de valor — el último en urgir a otros a hacer lo que no hago yo: solamente declaro el hacho de que con Bakunin gran parte de la fe en la revolución murió, que la esperanza y la confianza que emanó de su gran personalidad nunca se restauraron, y que en las infinitas posibilidades de los últimos veinticinco años se encontraron muchos compañeros excelentes que hicieron lo mejor que pudieron, pero en en los hombros de ninguno ha caído el manto de Bakunin.

¿Cuál, entonces, fue y es la influencia de Bakunin?

Es maravilloso pensar cómo se levantó en la Internacional en el momento correcto para prevenir que la influencia de Marx, siempre predominante en los países del norte, se tornara general. Sin él, el marxismo soso, político, eleccionista hubiese caído como rocío también en el sur de Europa. Pensemos sino en cómo Cafiero, más adelante el más osado anarquista italiano, había vuelto a Nápoles antes como el amigo y admirador de confianza de Marx; cómo Lafargue, yerno de Marx, fue el apóstol escogido del Marxismo para España, etc. Para oponerse a los esquemas profundamente arraigados de Marx, una persona de la experiencia e iniciativa de Bakunin era realmente necesario; por él solamente los jóvenes movimientos de Italia y España, aquellos del sur de Francia y de la Suiza francoparlante, y una parte del movimiento ruso se soldaron, aprendieron a practicar la solidaridad internacional y a preparar la acción internacional.

Esto por sí solo creó una base duradera para el movimiento anarquista por venir, mientras en todo otro lugar los otros movimientos socialistas, descritos como utópicos y no-científicos, debían dar paso al marxismo, proclamado como la única doctrina científica! Las persecuciones tras intentos revolucionarios con frecuencia redujeron estos territorios libres del anarquismo a un mínimo; pero cuando Italia, España, y Francia fueron silenciados, algún rincón en Suiza donde la semilla de Bakunin había caído siempre prevalecía, y de este modo, gracias a la sólida obra de Bakunin y sus compañeros, principalmente desde 1868 a 1874, la Anarquía, fue siempre capaz de enfrentar a sus enemigos y de revivir.

La influencia inmediata de Bakunin se redujo tras su retiro del movimiento en 1874, cuando ciertos amigos le abandonaron; la mala salud — murió en Junio de 1876 — le frenó de continuar su obra con elementos frescos reunidos a su alrededor. Pronto tras su muerte comenzó un período de elaboración teórica, donde fueron examinados los métodos de distribución y se moldeó el Anarquismo Comunista en su forma presente. En aquellos años además, luego del fracaso de muchas revueltas colectivas, la lucha se tornó más agria, y se recurrió a  la acción individual, la propaganda por el hecho, un procedimiento que hizo a los arreglos preconcertados secretos a la usanza de Bakunin inútiles. De este modo, tanto sus ideas económicas, el Anarquismo Colectivista, como su método favorito de acción ya aludido, se volvieron por decirlo así obsoletos, y fueron abandonados.

Sumemos a esto que desde 1879 y 1880 el Anarquismo podía ser propagado abiertamente a gran escala en Francia (principalmente en París y en la región de Lyon). Esta gran extensión de la propaganda dio muchas nuevas obras, un nuevo espíritu entró a los grupos, pronto las artes y la ciencia estaban impregnados de Anarquismo — la maravillosa influencia de Élisée Reclus estaba en acción. En los turbulentos días de Bakunin no había tiempo para esto, no por falta suya.

En resumen, el anarquismo en Francia y en muchos otros países estaba en su vigorosa juventud, un período en que la tendencia a mirar hacia adelante fue grandiosa, y el pasado era abandonada como una cuna de infancia. Por esta razón, y porque muy poca información sobre Bakunin era accesible a los anarquistas de la década de los ochenta, su influencia en aquellos años siguió siendo pequeña. Debo mencionar que ciertas opiniones de Bakunin ganaron mucho terreno en el movimiento revolucionario ruso de la década de los setenta y después, pero no puedo extenderme más sobre esto.

En 1882, Reclus y Cafiero publicaron el extracto de elección desde muchos manuscritos dejados por Bakunin: “Dieu et Etat!” (Dios y el Estado), un panfleto que B. R. Tucker afortunadamente tradujo al inglés (1883 o 1884). Éste o su reimpresión en inglés circularon en Inglaterra cuando no existía ningún otro panfleto anarquista en inglés, y su librepensamiento anarquista radical o el Anarquismo de pleno  librepensamiento ciertamente dejó marcas duraderas en los primeros propagandistas anarquistas, y lo seguirá haciendo. Claro, lo mismo aplica a las traducciones en muchos países.

Cerca de 1896, una parte considerable de la correspondencia de Bakunin fue publicada, precedida y seguida de muchos extractos de sus manuscritos sin publicar, una parte de los cuales está ahora ante nosotros en los seis volúmenes de la edición de París de sus obras. Se hizo posible, con la ayuda de éstas y muchas otras fuentes, examinar su vida en detalle, y en particular ofrecer, con pruebas en la mano, la historia de la gran lucha en la Internacional, y disolver las calumnias y mentiras apiladas por los escritores marxistas y los autores burgueses que les siguieron.

Todo esto trajo un resurgimiento del interés por Bakunin; ¿pero no hay una causa más profunda para tal resurgimiento? Cuando Bakunin partió, sus amigos se sintieron quizás bastante aliviados, pues la presión que él puso en su actividad era a veces demasiado para ellos. Nosotros,  en nuestros tiempos, o algunos de nosotros, al menos, estamos quizás en la situación opuesta: no hay presión sobre nosotros, y podríamos querer que alguien nos levantara. Así miramos hacia atrás al fin y al cabo con patética simpatía a la heroica era del Anarquismo, desde los tiempos de Bakunin hasta los comienzos de la década de los noventa [1890] en Francia. Muchas cosas han ocurrido desde entonces — requiero recordar el nombre de Ferrer; pero, en mi opinión al menos, una admiración complaciente del sindicalismo ha reemplazado demasiado a menudo todo pensamiento de acción anarquista.

Lo digo nuevamente: es absurdo pensar que Bakunin hubiese sido un sindicalista y nada más — pero qué hubiese intentado hacer del sindicalismo, cómo hubiese intentado agrupar éstos y muchos otros materiales para la revuelta y conducirlos a la acción, mi imaginación no puede bosquejar esto, pero siento que las cosas hubiesen sido de otra forma, y los capitalistas dormirían con menos tranquilidad. No soy admirador de personalidades, y tengo muchas faltas que encontrar en Bakunin también sobre otras bases, pero esto es lo que siento, que donde él estaba la rebelión crecía a su alrededor, mientras hoy, con tan espléndido material, la rebelión no está en ninguna parte. Sudáfrica, Colorado, son siempre eventos tan esperanzadores, pero pensemos qué hubiese hecho de ellos un Bakunin — y luego podemos medir el valor de este hombre en la lucha por la libertad.


Freedom, Junio de 1914

Aníbal D'Auria: Estado y Derecho en el pensamiento anarquista: Una aproximación a Bakunin (2009)

En palabras del autor, el artículo trata sobre:
“...el anti-teísmo de Bakunin es un ataque al principio de autoridad jerárquica originado en el idealismo metafísico, donde la ficción-divinidad es producto del miedo a lo desconocido. Para Bakunin la religión y el Estado son obstáculos de la realización del hombre, por lo que Bakunin en su idea sobre el Derecho, niega todo orden artificial, definiéndolo como la liberación del desarrollo natural de las potencialidades humanas.”
“Mi intención es mostrar cómo se articulan su anti-teísmo y su crítica del Estado con sus concepciones sobre la ley y el derecho. Para ello, después de una rápida exposición de su anti-teísmo, veremos cómo, según Bakunin, para afirmar la libertad terrenal del hombre hay que rechazar la mística leyenda del libre albedrío metafísico. Finalmente, cierro el artículo explicando la posición de Bakunin acerca de la ley, la autoridad y el derecho.”



José Santos González Vera: Los Anarquistas (1949)

Transcripción desde el libro: “Los Anarquistas y otros escritos” de José Santos Gonzalez Vera, editado por Editorial Eleuterio. El escrito se publicó originalmente en Revista Babel No. 49, año 1949. De la contratapa: “... En este artículo, González Vera nos pasea por el Santiago antiguo, donde era habitual tropezar con obreros anarquistas de viejo cuño como el zapatero Silva, quien tras leer a Kropotkin decide dejar sus vicios e invertir sus días en el autocultivo físico e intelectual o el español Francisco Rodríguez, quien apelaba al pragmatismo de construir Sociedades de Resistencia y dejar atrás, según su criterio, las inútiles discusiones teóricas. Se trata de un sabroso registro de los rincones e ideas de los más apasionados exponentes del anarquismo local como de aquellos provenientes de las más diversas regiones del planeta.”


Los Anarquistas


Con lentitud llegué al convencimiento que debía ser productor. En mis empleos fui mísero intermediario. Quería crear algo, servir así a mis semejantes.

En las reuniones del Centro Francisco Ferrer conocí a varios zapateros. Eran los trabajadores más ilustrados, con la sola excepción de los gráficos, que se cultivan trabajando.

El zapatero efectúa su oficio, al menos en parte, mecánicamente. Hasta sin quererlo echa a volar su imaginación. Cualquiera que sea su entendimiento, él los pule. Los más poseen una idea del mundo, algo como un sistema. Puede haber entre ellos individuos frívolos, pero la mayoría tiene una firmeza nada común.

Inicié mi aprendizaje en el taller del viejo Silva, zapatero honorable, alto, huesudo. De cada hueso o arruga suya fluía bondad. Fue borracho perdido. Con sus compinches consumía un chuico en cosa de horas. Cuando el vino les rebalsaba de la garganta, echábanse el resto en los bolsillos, se restregaban la cara con él, hacían locuras; pero alguien debió decirle que este vicio degrada, y debió ser en esos raros instantes en que el ser humano está en disposición de cambiar de rumbo. Manuel Antonio Silva cambió el vino por el agua, y comenzó a leer “La Conquista del Pan”.



Aunque su natural fuera rudo, fue dulcificándose por obra de sus nuevos pensamientos. Su voz no por gruesa y gastada era menos cordial. Logró mantener a su familia en la decencia y dispuso de un buen traje para visitar a los abogados, los jueces y otras personas de calidad. Hacía las veces de delegado de los anarquistas. Manejaba el poco dinero que éstos reunían. Lo acompañé en una visita que hiciera a don Carlos Vicuña, cuando éste habitaba en calle Jofré. Quizás fuimos a pedirle que defendiera a Rebosio. Don Carlos habló con vigor y elocuencia de la libertad. Lo escuché enteramente. Sin embargo, se interrumpió por un instante y me fulminó con una frase. Aludió a cierta sonrisa mía. Quedé confundido. Ignoraba que estuviera sonriendo y cuando atiné a excusarme el proseguía con su monólogo. Al irnos me dio la mano como si el pequeño incidente no hubiera existido. Toda la tarde estuve preocupado.



En la noche púseme ante el espejo e hice morisquetas y ensayé cuanta posibilidad de expresión cabía en mi rostro. Hube de convencerme que al extremar mi atención se distendían mis risorios, fenómeno que me daba la apariencia de sonreír.



Trabajaban con el viejo Silva dos zapateros. Los primeros días debí observar el arte zapateril y leerles páginas de Kropotkin o Sebastián Faure. Un ácrata andariego dijo que en Cuba los tabacaleros, mediante lectores pagados, junto con ir envolviendo los habanos enriquecían su espíritu. El viejo Silva disfrutaba con la lectura. Solíamos tener un corro de diez personas.



Pronto me entregó zapatos para lijarles la suela. A continuación aprendí a coser. Empero, mi especialidad era la terminación. Dejaba la suela plana, lustrosa, y no había detalle perfectible que no atendiera. Me imbuía en la obra y las horas volaban.

—¡Claro es que los ha dejado muy bonitos! ¡Pero así no ganará ni para comer! — exclamaba mi maestro y soltaba su risotada. Sólo entonces caía en la cuenta de que había gastado una mañana en pulir un par de zapatos viejos.



A cambio de mi lento trabajo, dábame almuerzo y algún dinerillo. Casi a diario su mujer me ofrecía porotos. Le quedaban muy sabrosos. Sólo mi madre los hacía mejores. Después de un trabajo intenso, toda comida es exquisita y ambrosía pura. Los oficinistas e intelectuales ignoraban esto. En cambio, qué bien lo saben los carpinteros, los paleros, los herreros. Y si luego de comer uno se echa en el suelo y recibe el calor de la tierra sobre el pecho y el vientre, en torno alienta el nirvana.

 


II

Cada domingo iba al centro. En éste sólo existía secretario. Los anarquistas, en su afán de eliminar la autoridad, acabaron con los presidentes. El término presidir involucra la idea de un mando. El vocablo secretario la de función. El secretario cumple acuerdos, no tiene poder. Este concepto que disminuye la autoridad, al menos en apariencia, se incorporó más tarde a las costumbres sindicales. 



Nuestro secretario no era permanente. Cualquiera sugería: “que actúe de secretario el compañero Amorós.”



Sin chistar el camarada Amorós sentábase ante la mesa y ofrecía la palabra. Alguien levantábase para decir lo suyo. Nunca faltaron los oradores. En potencia todos lo eran, y más de alguno no habría persistido en sus ideas si, durante un año, se le hubiese prohibido disertar. La revolución es verbo.



Solían asistir personas ajenas al grupo, que leían una conferencia o pronunciaban un breve discurso contra algo. Hablar a favor no era frecuente, salvo si se trataba de Kropotkin, Malatesta o Bakunin. 



Apareció una joven profesora. Vestía sencillamente. Era la primera mujer que hablaba ante nosotros. Las demás, muy pocas, toleraban nuestras ideas más por ser cónyuges de ácratas que por nacerles. La joven leyó varias páginas sobre emancipación femenina. Pasaron años y la vi nuevamente: cruzó en bicicleta por un pase. Era la segunda impresión de modernidad que me producía. Su nombra era Rita Mar.

Fuera de los chilenos, se dejaban ver en el centro un sueco de ojos azules, que no despegó sus labios jamás; un inglés cariancho, acaso nacido en dominio británico, que tampoco dijo palabra; un ruso, tipógrafo, de voz profunda; otro, eslavo también, comisionista, fino, bajito, delicado, con el terror de Siberia en su semblante; un tercero de nariz respingada, de oficio sombrerero, y un vidriero de ojos hundidos.



Los españoles abundaban: Universo Flores, repartidor de pan, inmenso, opulento, de rostro infantil; Francisco Rodríguez, bajo, de ojos risueños, que escuchaba largo rato y terminaba expresando su disconformidad con cualquier discusión teórica. Invierno y verano, un año y otro, solía decir:

— ¡Debemos ser prácticos! ¡Hay que fundar sociedades de resistencia!



Era comerciante. Compraba y vendía en los remates. Al surgir la República en España, allá se fue y murió defendiéndola en Asturias.



Casimiro Barrios, otro español, bajo y blanco, alegre, hombre excelente, era empleado de tienda en calle San Diego. Su simpatía hacíalo objeto de trato especial. Si cerca de la tienda había un mitin, su patrón le permitía abandonarla por una hora. Iba, decía un torrente de encendidas palabras y tornaba a vender telas. En la época de Ibáñez fue apresado y conducido a Arica. Más tarde dos pesquisas santiaguinos fueron por él. El prefecto, que previó algo siniestro, exigió se le firmase un recibo antes de entregarlo. Los agentes cumplieron la formalidad, llevaron a Barrios al valle de Azapa y en la cuesta de Ramírez lo asesinaron y enterraron. En el gobierno de Montero, el Congreso dio pensión a su viuda. Barrios dejó cuatro o cinco hijos.



Otro español fue José Clota: altísimo, muy encorvado, flaco, era cristiano puro. Odió los posesivos. Decía “la mujer”, “la hija”; pero ni por equivocación “mío o mí”. Trabajaba catorce horas diarias en su banco de zapatero. Sólo una vez tuvo ayudante y como éste le dijera, en un momento de enojo, que lo pulmoneaba, resolvió trabajar a solas. Así lo hizo a lo largo de se vuda. Los domingos vendía “La Batalla” en las calles del centro. Al cabo de un decenio se consagró únicamente en su oficio. Quizás si ya había nacido su hija y quiso asegurarle el porvenir. Clota murió del corazón.

 

Moisés Pascual, gran carpintero, representaba a Cataluña. Era y sigue siendo algo así como primo de Nuestro señor Jesucristo. Administraba el periódico. Una vez por semana íbamos a su casa a revisar los impresos llegados en el último correo. Agradábame sobremanera ver un periódico anarquista de Cantón, escrito en chino y esperanto.



Ángel Fernández, primo de Casimiro Barrios, era tardo de oído. En un comienzo fue libertario, luego le entró curiosidad por la teosofía y el nietzscheanismo. Leyó incontables veces “Así hablaba Zaratustra”. Parecían no importarle los hechos del mundo. En los corrillos pretendía escuchar poniéndose la mano tras su oreja. Si era conversación banal, retirábase a un rincón y miraba a los demás en estado de ausencia. Su conversación era deshumanizada. Nada terrenal valía para él. No obstante, si podía dirigirse al auditorio hablaba con palabras escogidas y tono trémulo. Costaba entenderle. Se le aplaudía con tremenda parquedad.



Dijo en una reunión que Augusto Comte murió “porque las células de su cerebro se le deshidrataron”. Tal afirmación le valió una mirada oscurísima de don Carlos Vicuña.



Trabajaba de noche en una empresa de pompas fúnebres. Solía ir a visitarle. Me acogía con su mirada de Lázaro. En seguida leíame con unción fragmentos de Nietzsche, de las “Rubayatas”. A pesar de la índole de sus lecturas, en cualquier instante estallaba en risotadas del todo impertinentes. No se refería jamás a la vida y subsistía sólo para leer y meditar. La única confidencia que me hizo fue ésta:



— He logrado ser como el adobe. No siento frío ni calor.

La última vez que lo vi pretendía subir a un tranvía, en Mapocho. Llevaba los brazos cargados de paquetes pequeños y tenía un inconfundible aspecto de fantasma, de hombre humo.

Teófilo Dúctil Pastor y Amado, a quien se le decía Fiolín, era miope. Sus cabellos colorines avanzaban sobre su frente a modo de visera. Poníase el sobrero en la nuca. Si no estaba discutiendo ardorosamente, hallábase arrimado a la pared con un libro montado en su nariz. Vino de España a la Patagonia, en donde fue pastor. Por su cortedad de vista él andaba por un lado y las ovejas por otro. Una noche sintió que se había extraviado. Dio voces durante un rato y, como nadie le respondiera, optó por dormir a la intemperie, acurrucado en su manta. Al amanecer pudo enterarse de que había pernoctado en la vecindad de las casas. Hizo algunas economías y vínose a Punta Arenas, pagó un año de pensión y leyó a su regalado gusto. Cuando se le acabó el dinero partió a Concepción, con el deseo de pasar allí sólo una temporada. Le pareció derroche arrendar un cuarto y buscó acomodo en una cueva del cerro Caracol. Al salir o volver a ésta, una chiquitina que habitaba en la casa cercana al cerro preguntaba a su madre:

— ¿Dónde vivirá, mamá, cuando para allá no queda ninguna casa?

 

Se vino a Santiago. Su único conocido era el pintor Prida, cuyo domicilio ignoraba Recorrió la capital y halló conveniente alojarse en el edículo que existía en plaza Italia, llamada por los santiaguinos “casitas de agua”. Escribió a su amigo al Correo Central. Fiolín no se atrevía a dormir sin precauciones. Éstas consistían en irse a pie a la Estación Central a paso rápido y regresar al trote. Cuando Prida vino a buscarlo lo encontró dormido. El pintor lo llevó a su casa, en donde vivía también Abelardo Bustamante. La comunidad era vegetariana y disponía de un saco de higos secos que, para librarlo de las ratas, suspendía de una viga al salir en la mañana.



Fiolín leyó todas las obras editadas por Sempere y cuanto publicara la Editorial Razón y Fuerza, fuera de algunos centenares de otros libros profanos. Sabía de todo. Pronto empezó a colaborar en periódicos anarquistas.



Vagaba sin rumbo. Vagando se encontró en la Estación Alameda con un grupo. Al acercarse se enteró que era un enganche para las salitreras. Se alistó inmediatamente. Como el tren debía salir enseguida, arrojó la llave de su pieza en un hoyo y partió con la conciencia tranquila. El trabajo de las salitreras ni fue de su gusto. Se fue a Iquique y entró de mozo en un circo. Su tarea consistía en vestir a los monos. Ponerles el pantalón no le costaba, pero sí el chaleco. Los monos le envolvían sus manos y colas en el cuello y casi lo estrangulaban. En las funciones anunciábase con grandes letras la actuación del “terrible oso negro”. En las horas ordinarias la fiera solía abandonar la jaula, que no era muy sólida. Todo era verla y darle tal cual varapalo para que el “terrible oso negro” volviese a encerrarse gimiendo.

De nuevo en Santiago, formó un grupo para estudiar esperanto y continuó echándose libros al cuerpo. Transcurrido un tiempo lo ganó el deseo de irse a aventurar a Buenos Aires. Allí aprendió francés en un par de meses y tradujo obras de Romain Rolland. Más tarde ofreciéronle un puesto de redactor en un diario de Mendoza.
De repente vino el anuncio de que en Rusia se había producido la revolución social. Prodújose un estado de anhelo y excitación. El pueblo recibió la nueva casi delirante, pero los anarquistas tenían sus reservas. Fiolín apareció una vez más en Santiago. La revolución rusa le había conmovido hasta las entrañas y venía a crearle ambiente. Los ácratas rechazaron su invitación a fraternizar con los bolcheviques. Odiaban la autoridad, detestaban al Estado y no querían ninguna dictadura, por transitoria que fuese y aunque se ejerciera en nombre del proletariado. Aceptaban el comunismo, pero no el control de las opiniones. Triviño fue su más ardiente impugnador. En otros países ocurrió algo semejante: Sacha Kropotkin, la hija del filósofo del anarquismo, abandonó a su marido cuando advirtió que éste se inclinó al comunismo dictatorial. Fiolín, muy triste, partió a  Mendoza, en donde siguió de periodista. No volvimos a tener noticias suyas. Al parecer, falleció unos quince años más tarde.

Amorós era un hombre modesto, sin brillo, poco locuaz. En la dictadura de Ibáñez, la policía lo desterró a Mendoza. No pasó largo tiempo sin que el dictador sufriera la misma suerte. Una hija de Amorós entró a su servicio. Amorós, cuya naturaleza de propagandista manteníase intacta, le hizo llegar al general, por mano de su hija, un ejemplar de “La Conquista del Pan”, de Kropotkin. Apenas lo leyó el señor Ibáñez, alabó el libro y encontró excelentes ideas, y hasta habló de implantarlas cuando volviese a gobernar. Ese fue el único triunfo de Amorós el sencillo.

Los anarquistas chilenos eran pobrísimos. De los extranjeros, en su mayoría obreros especialistas, desertaron los más. Con los años los he visto a la cabeza de industrias y comercios. El nivel de nuestra vida era demasiado bajo para ellos.


III


En el hogar del viejo Silva reuníanse al anochecer algunos camaradas. Era frecuente dar término a la tertulia del café de avenida Matta. Solíamos ir por la calle cantando:
Arriba los pobres del mundo.
De pie los esclavos sin pan.


Tal costumbre gregaria nos daba apariencia de canutos. La gente no disimulaba su piedad al vernos pasar, porque siempre se compadece al que profesa una religión extranjera.
Aunque los anarquistas proceden como si no hubiera Dios, y niegan al Estado, por su fe en la sociedad futura, por su confianza en la revolución social, por creer que las posibilidades del ser humano son infinitas, y por su adoración de la libertad ilimitada, constituyen una iglesia. Un anarquista no pondrá nunca fe en San Antonio de Padua ni en San Ambrosio, pero en su corazón reverencia a Bakunin, Malatesta, Kropotkin. Lo que uno ama lo ama religiosamente. Es así la condición humana.
Una vez que sonaba el último verso de “La Internacional”, seguía otro canto. Era muy de mi agrado el “Himno de Turati”, que ya nadie recuerda:

Venid todos, compañeros
a la lucha que se empeña,
la encarnada y libre enseña
luce al sol del porvenir.
Mutuo pacto es nuestra enseña,
que resulte un acicate
la gran causa del rescate
no halle nunca traición vil,
Desunidos, plebe somos
pero fuertes cuando unidos,
sólo triunfan los fornidos,
los que tienen corazón.


Entre los ácratas era Joaquín Catalán quien nos hacía cantar. Descendía de españoles y su oficio era pintor de carruajes. Catalán poseía una voz dulce y él mismo lo era. No pronunció jamás un discurso, ni discutía. Sólo cantaba. Su repertorio era inagotable. Otra canción que no he vuelto a escuchar, y cuya melodía romántica me hizo mella, era ésta, tal vez originaria del Perú:
Se fue la ingrata de aquí muy lejos,
a otro mundo se fue a habitar,
en otros brazos, con otros besos,
sus juramentos querrá olvidar.
Y aunque muy lejos de aquí te vayas,
mujer ingrata, yo te he de amar
porque el volcán que mi alma se halla
con esta ausencia crecerá más…


Acaso estos versos no digan nada y puedan parecer vulgares, pero su melodía me rondaba. Comenzaba a sentir interés por la mujer, y oyendo la canción, imaginaba mil historias en que era feliz o espantosamente desgraciado. Primero uno ensaya el amor dentro de su cabeza. Después trasciende.
Otro cantor, compañero de aventuras de Manuel Rojas, fue el Negro Nieves. Era menudo, de cabellera negra, ojos risueños, color muy moreno y una vestimenta hecha de roturas. Tanto su vestón como su pantalón eran pura tirilla, pero cuando cantaba — tenía voz de tenor — convertíase en un hombre de oro.
En el café juntábanse varas mesitas y comenzaba la charla. No faltaba quien contara sus experiencias. Los libertarios eran vagabundos, en parte por influencia de Gorki, en parte por espíritu internacional. Hallábase un argentino, Pica, repartidor de pan, que conocía muchos países. Tenía qué contar… Estando en Montevideo bajaron dos anarquistas italianos expulsados de Argentina. Recibieron pasaje directo a Italia. Resolvieron quedarse en Uruguay, tierra libre, asilo de perseguidos, y ofreciéronle el pasaje. Pica lo aceptó contentísimo. Llegó a Italia y la recorrió paso a paso. Se acostumbró a ir de una tierra a la otra. No había patria bastante grande para él. Era vigoroso, pequeño, muy corto de vista, rosado, con anteojos de anciano. Su  memoria carecía de fin. Alguna vez nos relató “Los Miserables”. Los representó. A cada personaje hacíale hablar con su tono. Era imposible no escucharle. Después no he conocido persona que usara tan bien los admirativos, los interrogativos, y que supiera narrar con tanto arte.
Su pensamiento secreto quizás fuera el hacerse escritor. Poseía una decena de gruesos cuadernos en que anotaba sus ocurrencias con letra clara y redonda. En un viaje por el interior de Argentina fue apresado por carecer de documentos personales. Comenzaba a generalizarse el uso del pasaporte, que tanto daño causa a las personas honradas. Al encontrarle los manuscritos y leerlos, supuso el policía que José Lejo Pica, por su mal traje y su aspecto humilde, no podía ser el autor. Además, este pronunciaba mal. No decía acto, sino ato; por defecto decía defeto. Y así. Se le retuvo varios días en el cuartel por si aparecía el cadáver de algún escritor en las inmediaciones…



IV


Cada domingo, a las dos de la tarde llegaba la gente al Centro Francisco Ferrer. Éste habíase mudado a un bodegón de la calle Cóndor, muy hondo, en el cual había un centenar de personas.
Antes de iniciarse la reunión, formábanse grupos en la acera y en la calle. Cada corrillo era una facultad en potencia. Si uno ponía la oreja cerca del zunco Ramírez, vendedor de billetes de lotería, las palabras célula, electrón, molécula, constancia, vibración formaban la médula del discurso.
— Por todo esto —decía— uno a ratos existe y a ratos no. Si me preguntaran si tú vives no sabría que responder. Sueles existir y al instante no eres nada, te has desintegrado.

Sus oyentes desgranábanse con presteza. Nunca agrada la duda.
El español Francisco Rodríguez insistía:
—Hay que ser práctico. Menos definición y más acción. ¿Para qué hablar tanto? ¿Para qué perderse en palabras? Organicemos sociedades de resistencia. En cada taller, en cada fábrica, debe organizarse una sociedad. Así se le hace frente al capital. Hay que ir al pueblo y no predicar a las nubes. ¿Qué obtenemos hablando para nosotros? Sabemos lo necesario.
Ahora viene la acción.
Al fin sonaba la campanilla y entraban.
—¿Qué camarada desea hablar?
Nadie chistaba.
— Podría hacerlo el compañero Pinto…—sugiere alguno.
Augusto Pinto hablaba con notable exaltación poética. Cogía una idea y de sus labios salía un poema en prosa. Su rostro era luminoso, sobresalía por su saber y su buen juicio. Siempre apelaba a la parte noble de los individuos. De sus palabras quedaba algo reconfortante, pero era parco y rara vez quería hablar. Al ser aludido bajó la cabeza e hizo un gesto negativo. (Tal vez lo único que los demás echaban de menos en sus oraciones líricas era la falta de un par de injurias).
Entonces un hombre muy gordo, de ojos muy negros y bigotes de largas guías se pone de pie y avanza a la mesa. Se produce un murmullo de disgusto. Él sonríe con bondad y mira al auditorio suavemente. Mas el ruido continúa y los rostros se contraen.
El orador saca su reloj Waltham, algo más pequeño que un despertador, lo deposita en la mesa, lo observa y expresa:
—Hablaré hasta las cuatro…
Hubo quien protestó al momento porque apenas eran las dos. Otros dejaron la sala. Los demás adoptaron una actitud del espera en una estación.
—La psicología de la palabra acracia, credo liberador de la especie humana, arranca del fondo de los tiempos, porque no debemos engañarnos…
Cada vocablo lo moduló con cuidado y lo degustó. Mas nada de lo que iba diciendo era urgente. Su contenido podía bastar para una charla privada con personas de confianza, que estuvieran habituadas al parloteo.
Los ácratas salieron de la sala y llegó un instante en que, fuera del orador, no permanecían allí sino el secretario, Augusto Pinto, y dos personas más, capaces de oír llover durante una semana sin advertirlo. El hablante adoptó un aire contrariado y expresó, no sin melancolía:
—Se habla mucho de libertad, pero cuando un compañero quiere dilucidar un problema, todos escapaba — y cogió su reloj y fue a ocupar su asiento.

No bien se hubo cuando los ausentes entraron en masa. Poco después se incorporó otro grupo pequeño.
—¿No se le ocurrirá hablar a éste?— preguntó, temeroso, Valdebenito a su vecino.
—¿Quién es?
—El Hombre Fiera. Al hablar hace doler la cabeza.
El hombre fiera estaba pegado a la pared en el fondo de la sala, con sus brazos cruzados sobre el pecho. Era de estatura mediana. Sus ojos claros y grandes expresaban un poquitito de desdén. Adivinábase en él una voluntad de aislamiento. A su lado se hallaba un individuo corpulento, de cara grande, que le hablaba con respeto.
—¿No podría decirnos algo el compañero Alcides?—sugirió el vecino de Valdebenito, más con la intención de molestar a éste que por deseos de oír a aquel. Valdebenito le aplicó un codazo disimulado. El secretario miró al camarada Alcides interrogativamente. Un momento después Alcides se aproximó a la mesa. Dio una mirada desdeñosa a los demás y aguardó que se hiciera silencio,
—¿Sobre quiénes descansa el capitalismo? ¿Quién sostiene la Iglesia? ¿Quiénes forman el ejército?
—Cuando empieza así nadie sabe en qué terminará—aseveró uno.
—El capitalismo descansa sobre los hombros de los pobres. Son los famosos pobres quienes mueven las máquinas, cargan el fusil, mantienen los templos, labran el campo, levantan casas, hacen caminos, sirven de policías, cocinan, cosen, lavan, extraen minerales, mueven los barcos, inventan, escriben a favor de los expoliadores, qué sé yo. ¿Los carceleros acaso son millonarios?
Es necesario abrir las molleras de los trabajadores y decirles que desarrollen su personalidad, que se endurezcan y se nieguen a mantener al Estado. Sólo la acción del hombre emancipado puede echar al suelo los poderes que hoy nos subyugan. La lucha, pues, debe radicar en el individuo que expresa su voluntad por sí mismo, fuera de todo partido, lejos de toda sociedad y de cualquier ligazón que ineludiblemente conduce a la tiranía. Nosotros no queremos reemplazar a los mandones ricos por mandones proletarios. Debemos luchar por que sean libres por igual todos los hombres. Un hombre dispuesto a mantener sus principios vale más que la multitud gregaria y dócil.
Aunque oían con interés, oían con disgusto. No podían negar que lo dicho por el camarada Alcides era verdadero, pero sus ideas daba a la verdad un perfil antipático.
—El derecho, ¿qué es el derecho? Algo que los poderosos pisotean cuando quieren. No existen sino hechos. Tú eres fuerte, tú persistes, y realizas parte de tus aspiraciones. Ahora, si no actúas, deberás contentarte con migajas, con lo que te abandonen buenamente los mandones. Es la acción individual, constante, secundada por cada asalariado, la que podrá darnos el triunfo final. Yo me digo: si todos los pobres abandonaran su función, y se cruzaran de brazos hasta que la sociedad se ordene de manera justa, ¿quién podría oponérseles? ¿Qué ejército sería capaz de reducirlos? Ninguno. Para llegar a esto hay que apelar a la conciencia de cada cual y decirle que use su cabeza y su voluntad, que no olvide el fin…
Rodríguez se dirigió a la mesa con paso nervioso:
—Estos individualistas son divertidos… ¿Cómo podríamos hacer frente a la burguesía desunidos cuando ésta ataca en filas compactas? Al proletariado hay que organizarlo para que lo respeten y consiga algo. Alcide es lector de Nietzsche y defiende ideas de libros. Sí. Mi modo de ver es que se debe afrontar la vida como es. ¡Sabemos que los pobres lo hacen todo! Mas, ¿qué conseguimos con decirlo? Si no se unen en sociedades de resistencia, ¿cuándo cambiará el mundo? En palabras la revolución social está hecha hace siglos. Otra cosa es operar el cambio. Ahí viene el forcejeo, incluso con los proletarios mismos. No digo que apoyemos a los partidos reformistas, a los partidos obreros, puesto que fatal es que trabajen para la burguesía apenas lleguen al poder, porque todo el mecanismo social está hecho para conservarles sus privilegios. Tampoco recomendaría atacar a los políticos obreros mientras sean consecuentes con sus principios. La lucha es muy seria y para hacer camino debemos aliarnos con cuantos nos pongan buena cara. Lo interesante es robustecer la acción directa y no olvidar que nuestro fin es formar una sociedad a base de grupos afines, de productores conscientes, a la cual cada hombre dará su esfuerzo y recibirá lo que necesita.
Al término de las disertaciones dejaban la sala y se fraccionaban en grupos, que seguían discutiendo.
Clota solía hacerme un gesto y nos poníamos en camino. En Alameda esperábamos el tranvía.
—¿A cuál subiremos?— le pregunté una vez.
—¿Y qué te importa?— fue su respuesta.
Guardé silencio y esperé que decidiera. Subimos al primero que llegó y fuimos a dar a la tornamesa. Seguimos a pie largo rato oliendo el aire del campo. Luego nos metimos por un potrero. Después de cansarnos me invitó a un rancho del que salía humo. Allí, junto con engullir algo, Clota promovió una conversación, no acerca del tiempo, sino sobre pobres y ricos. ¿Por qué éstos se enriquecían, por qué aquéllos permanecían en atroz pobreza?

Era difícil que su interlocutor no se impresionara. Los pobres sospechan que son robados, ciertos pobres que además con astutos están absolutamente seguros de serlo; no se les escapa que parte de su esfuerzo no vuelve a su bolsillo, sino que se empoza en el de los dueños, acaso porque éstos tienen bolsillos más grandes, pero no saben cómo defenderse. Les interesaría saber cómo liberarse, mas no suelen confiar en ninguno de los medios, y se resignan a su suerte. Clota, en sus paseos, dejaba una sentencia latente. Sabía que ninguna palabra se pierde y las decía con mesura y claridad. ¿No podía ocurrir que entre los oyentes estuviese el hombre que mañana sería un gran luchador?


V


En el taller del viejo Silva había mirones a cualquier hora, y mañana y tarde venían visitantes. No cesaba la conversación. Después de almuerzo llegó un señor de nariz bastante aguileña y algo roja, de espaldas un tanto curvadas. Cubríase con un sobretodo gris claro. No fue acogido con delirio. Entró y al momento extrajo de su faltriquera un libro doblado contra el lomo.
—Kropotkin, rebatiendo a Malthus, dice que cuando haya necesidad hasta de las piedras se podrá obtener alimento. Es algo raro. ¿Qué opinan ustedes?
—En el cerro San Cristóbal suelen verse peñascos atravezados por una raicita — expresó Alcides que estaba apoyado en la pared—. He leído que en Japón siembran los cerros del plan a a la cúspide. En ésta, si hay rocas, echan tierra y plantan encinas. Por lo demás, la tierra sobra en todas partes y lo que no dé ésta lo dará el mar, y luego el hombre está inventando lo que hace falta…
El individuo de nariz aguileña miró su reloj y dijo:
— Me voy. Tengo que cumplir varias órdenes. Mañana a las cuatro iré a detener a Rebosio. ¡Hasta otro día!
—¿Quién es? — pregunté.
—Es el pesquisa Prado. Es curioso, muy lector, visita casi a todos los anarquistas y nunca deja de llevar un libro. Conoce las ideas mejor que nosotros. Sin embargo, dudo que su interés sea sincero, si no ¿por qué ejerce tan feo oficio? ¿Por qué no trabaja en algo útil? Es joven todavía y tiene buenas manos… ¡Sería bueno avisarle a Rebosio que no se deje ver!
—Podría irse al puerto— dijo el viejo Silva dando vueltas al tirapié como si fuera un rosario.
—Este pesquisa no será jamás un hombre emancipado —sentenció Alcides—. Es débil. Lo he visto leer en los tranvías. Es uno de sus vicios, pero no compra un libro. Los pide a los compañeros. No obstante, dispone de plata para beber. De noche anda con paso vacilante. ¿Qué se puede hacer con un hombre así? No deja de ser extraño, al fin, su interés por cultivarse. Yo digo que para vivir se necesita valor… La mayoría no lo posee y se entrega al juego, a la pereza, a la bebida, a las mujeres y también a la religión. Cuesta ser hombre, serlo siempre y sacar fuerzas de sí mismo. Es más fácil embriagarse, llorar sobre la almohada en la oscuridad o esperarlo todo del cielo. Sin embargo, ¿quién, por infeliz que sea, no consigue resolver sus propias cuestiones en la medida de su capacidad? Con la cabeza y las manos se llega a cualquier resultado, pero vivimos todavía en la edad teológica. ¿Llegará el día en que el hombre se afirme en sus pies solamente? ¿Lo verá alguien reemplazar a los dioses por la reflexión, por su buen sentido? ¿Qué son ahora los hombres? Una piara, una multitud, algo sin cabeza, es decir: nada. Los engaña el diputado, los engaña el comerciante, los domina el militar…— en esta parte hizo el gesto de escupir pero se contuvo y no habló más.


VI

Los zapateros habían llevado su astucia para conseguir mejoras a un grado sublime. No hacían huelgas generales, sino parciales. Tampoco las promovían al azar. Estudiaban cuál podía ser la mejor época. Decidida la fecha, la huelga se declaraba en una sola fábrica…

Mientras el patrón respectivo estudiaba las peticiones, los operarios de las otras mantenían a los huelguistas. Si el patrón no resolvía con presteza, perdía los pedidos y podía quedar expuesto a la quiebra. Casi siempre adoptaba la melancólica resolución de ceder. Entonces entraba en aprietos el segundo fabricante.
Lisperguer, hombre severo, de ojos azules, hundidos, y de tupidas cejas, era el redactor de los manifiestos. Antes los redactó en la pampa salitrera como colaborador de Recabarren, pero hubo de venirse al sur porque en ninguna oficina quisieron darle trabajo. Aprendió tipografía y los redactó para los gráficos, que también ensayaron la huelga parcial. Poco a poco los impresores fueron cerrándole las puertas y fue necesario que aprendiera un tercer oficio. Eligió el de zapatero. Los industriales no tardaron en repudiarlo. Los más exagerados no querían ver ni su sombra. Entonces se hizo  zapatero remendón. Como otros anarquistas, acaso a modo de consuelo, mezcló a sus ideales una miaja de teosofía.
Entre los anarcos estimábase de ver la solidaridad con cualquier huelga, sea dando ayuda económica, sea participando en desfiles.
Con otros neófitos me incorporé a una larga columna de zapateros huelguistas que se movía desde Mapocho, por calle del Puente, hacia Avenida Matta. Los anarquistas, muy numerosos en este oficio, marchaban cantando.
En la esquina de Rosas vimos al pesquisa Prado, naturalmente con un libro de Sempere en la mano, que con sigilo atravesó por detrás de la fila nuestra, musitando al pasar:
—¡Váyanse porque más allá les van a pegar!
—¡No hay que hacer caso a estos perros! Lo dice para atemorizarnos — exclamó indignado un valentón que iba a mi derecha.
La columna siguió su destino. Llego a la Plaza de Armas — adormecida con el cantar de los gorriones—, arribó a la Alameda de las Delicias, torció a la derecha y siguió por San Diego. Los desfilantes prorrumpían en estentóreos abajo esto, arriba eso, muera tal, viva cual, o uno que otro canto revolucionario.
A la entrada de San Diego se incorporó un peluquero, persona seria, conquistada para las ideas hacía poco. Iba en una fila delantera. Con los cantos y los gritos no sentíamos el camino y nuestro estado de ánimo era delicioso. Un coche de cajón movíase lentamente por la izquierda. Dentro iban unos señores de ropaje oscuro. Al llegar a un solar, algo más acá de Diez de Julio, los cuatro sujetos que caminaban delante de nosotros levantaron el brazo a la vez y azotaron las cabezas de los que avanzaron en la fila delantera con sendos laques de goma, que llevaban mañosamente disimulados en las mangas. En aquella iba el peluquero. Algunos cayeron sangrando, otros quedaron atontados. Hacia el comienzo de la columna debió suceder otro tanto por que esta se dispersó. Varios individuos corrieron en busca de amparo hacia las puertas. Detúvose el coche y pude ver que se asomó un vejete negro, con el paletó cerrado cerca de la garganta, de mejillas rojas decoradas con larguísimas chuletas, y de ojos velados por lentes opacos. Se cubría con sombrero, negro también, de forma cordobesa.
Sus acompañantes, jefes de policía secreta, daban órdenes a los pesquisas que seguían rompiendo cabezas de huelguistas.
Mientras corría, movido por la necesidad de vivir un tiempo más, comprendí cuán verdaderas resultaban las aseveraciones del filósofo Alcides: jefes y agentes eran pobres; no obstante, con qué ardor apaleaban a otros pobres que luchaban por mejorar su salario.
Los huelguistas heridos a la que fueron, como es costumbre, detenidos por alterar el orden público. El Comité Pro Presos buscó abogado y, en la mañana siguiente, fuimos a la Justicia. Vi salir de la Sección de Detenidos al peluquero con la cabeza vendada que parecía cubierta con un turbante. Lo condujeron al juzgado. Al mediodía el juez lo dejó en libertad bajo fianza, sin perjuicio de requerimientos y citaciones. No pudo probar que fue atacado. ¿Quién podría atacarle si no daba motivos? El hecho de estar herido era presunción en su contra.
El peluquero, espantado con tan atroz bautismo, no se dejó ver en ningún otro mitin o desfile. Poco a poco devino espiritista, aunque alguna vez dio tal o cual suma para reeditar libros de Kropotkin.


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