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Emilio López Arango: Los problemas del anarquismo (1924)

Transcripción y edición: @rebeldealegre

Publicado originalmente en el Suplemento La Protesta, no. 119, 1 de mayo de 1924.

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Emilio López Arango: La oposición al marxismo en el movimiento obrero

Edición: @rebeldealegre
Cuadro: "La lucha por la emancipación", Siqueiros, 1961.

Texto transcrito desde «El Anarquismo en América Latina » de Carlos M. Rama y Ángel J. Cappelletti.

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Errico Malatesta: Anarquía y federalismo (1928)


Transcripción: @rebeldealegre
En los años pasados, en los tiempos de la Internacional, se quería adoptar a menudo la palabra “federalismo” como sinónimo de anarquía; y la fracción anárquica de la gran Asociación (que los adversarios, embebidos de espíritu autoritario, que suelen rebajar las más vastas cuestiones de ideas a mezquinas cuestiones personales, llamaban la “Internacional bakuninista”) era llamada por los amigos indiferentemente “Internacional anarquista” o “Internacional federalista”.

Era la época en que la “unidad” estaba de moda en Europa; y no sólo entre los burgueses.

Los representantes más escuchados de la idea socialista autoritaria predicaban la centralización en todo, y tronaban contra la idea federalista, que calificaban de reaccionaria. Y en el sentido mismo de la Internacional, el Consejo general, compuesto por Marx, Engels y compañeros socialistas democráticos, intentaban imponer su autoridad a los trabajadores de todos los países, centralizando en sus manos la dirección suprema de toda la vida de la Asociación, y pretendía reducir a la obediencia, o aplastar, a las Federaciones rebeldes, las cuales no querían reconocerles ninguna atribución legislativa y proclamaban que la Internacional debía ser una confederación de individuos, de grupos y federaciones autónomas, ligadas entre sí por el pacto de solidaridad en la lucha contra el capitalismo.

En aquella época, pues, la palabra “federalismo”, si no era absolutamente fuente de equívocos, representaba bastante bien, aunque no fuese más que por el sentido que le daba la oposición de los autoritarios, la idea de libre asociación entre individuos libres, que es el fondo del concepto anárquico.

Pero ahora las cosas han cambiado desde hace tiempo. Los socialistas autoritarios, antes ferozmente unitarios y centralizadores, impulsados por la crítica anarquista, se declaran de buena gana federalistas, como comienzan a decirse federalistas la mayoría de los republicanos. Y por eso hace falta abrir bien los ojos y no dejarse engañar por una palabra.

Lógicamente el federalismo, llevado a sus últimas consecuencias, no sólo aplicado a los diversos lugares que los hombres habitan, sino también a las diversas funciones que realizan en la sociedad, llevado hasta lo común, hasta la asociación para un objetivo cualquiera, hasta el individuo, significa lo mismo que la anarquía — unidades libres y soberanas que se federan en beneficio común.

Pero no es este el sentido en que entienden el federalismo los no anarquistas.

De los republicanos propiamente dichos, es decir de los republicanos burgueses no es el caso de ocuparse ahora. Ellos, sean unitarios o federalistas, quieren conservar la propiedad individual y la división de la sociedad en clases; y por eso, como quiera que esté organizada su república, la libertad y la autonomía serían siempre una mentira para el mayor número: — el pobre es siempre dependiente, esclavo del rico. El federalismo burgués significaría simplemente mayor independencia, mayor arbitrio para los amos de las diversas regiones, pero no menor fuerza para oprimir a los trabajadores, pues las tropas federales estarían siempre listas para acudir a poner freno a los trabajadores y defender a los amos.

Hablamos del federalismo en su forma política, cualquiera que sean las instituciones económicas.

Para los no anarquistas el federalismo se reduce a una descentralización administrativa regional y nacional más o menos vasta, salvada siempre la autoridad suprema de la federación. Pertenecer a la Federación es obligatorio; y es obligatorio obedecer a las leyes federales; las cuales deberían regular los asuntos “comunes” a los diversos confederados.

Quien establece luego cuáles son los asuntos que deben dejarse a la autonomía de las diversas localidades, y cuáles los comunes a todos que deben ser objeto de leyes federales, es aun la Federación, es decir es el gobierno central mismo quien lo decide. ¡Un gobierno que pretende limitar la propia autoridad!… Se comprende ya que la limitará lo menos posible y que tenderá comúnmente a sobrepasar los límites que en un principio — cuando era débil — tuvo que imponerse.

Por lo demás, este más o menos de autoridad se refiere a los diversos gobiernos comunales, regionales y centrales en las relaciones que tienen entre sí. El individuo, el hombre, permanece siempre materia gobernable y explotable a discreción, con el derecho a decir por quién le agradaría ser gobernado, pero con el deber de obedecer a cualquiera que sea el parlamento que salga del alambique electoral.

En este sentido, que es el sentido en que existe en algunos países, en el cual lo desean los más avanzados entre los republicanos y los socialistas democráticos, el federalismo es un gobierno que, como todos los demás, está fundado en la minimización de la libertad del individuo, y tiende a volverse cada vez más opresivo, y no halla límite a sus pretensiones autoritarias más que en la resistencia de los gobernados. Somos, por consiguiente, adversarios de este federalismo como de toda otra forma de gobierno.

Aceptaremos en cambio la calificación de federalistas cuando se entienda que toda localidad, toda corporación, toda asociación, todo individuo es libre de federarse con quien más le agrade o de no federarse de modo alguno, que cada cual es libre de salir cuando le plazca de la federación en que ha entrado, que la federación representa una asociación de fuerzas para el mayor beneficio de los asociados y que no tiene, como conjunto, nada que imponer a los federados aislados, y que cada grupo como cada individuo no debe aceptar ninguna resolución colectiva más que cuando le conviene y le agrada. Pero en este sentido el federalismo no es ya una forma de gobierno: es sólo otra palabra para decir anarquía.

Y esto vale tanto para las federaciones de la sociedad futura como para las federaciones entre los compañeros anarquistas para la propaganda y para la lucha.

Milly Witkop: Mis recuerdos sobre Kropotkin (1922)

 
Transcripción: @rebeldealegre
 
Cuando leí en la prensa las distintas necrologías dedicadas a Kropotkin, no pude reprimir un penoso sentimiento. Se cuentan las cosas más maravillosas sobre Kropotkin, el teórico anarquista, el hombre de ciencia, el gran expositor de la ayuda mutua, etc., pero poco, muy poco se ha dicho sobre el hombre. Hasta sus amigos más íntimos han tocado apenas este aspecto. Se ponderan los grandes beneficios que ha aportado a la humanidad doliente y se admira su incansable actividad en diversos dominios, — con esto se satisfacen la mayor parte de las veces. Y yo recuerdo involuntariamente las palabras que uno de nuestros mejores camaradas me ha escrito una vez: "Se mira solamente mi obra, mis especiales aptitudes, los servicios que yo he prestado al movimiento, pero no se mira a mí mismo". Esto produce una amarga sensación. Yo me esforcé, con toda clases de gastados argumentos, como se acostumbra en tales circunstancias, por desengañarle; si lo he logrado, esto lo ignoro.

Me parece que el destino de todas las grandes personalidades el ser enterradas por su propio genio. Se olvida demasiado fácilmente ante sus méritos y servicios la pura humanidad en ellos, y es justamente eso lo que nuestras más íntimas sensaciones ponen en primer lugar. Por este motivo hubiera sido deseable que también en las descripciones sobre Kropotkin se hubiese mencionado algo más atentamente este aspecto de su naturaleza, que según mi opinión es el más importante y precioso. Su actividad en el movimiento revolucionario y las obras que nos ha dejado no tienen necesidad de comentario; hablan por sí mismas. La claridad en su pensamiento, la sencilla belleza de sus escritos son cosas que no se ponen en duda y ahorran completamente las referencias especiales y las aclaraciones. Por esto es más importante entrar en la descripción de sus puras cualidades humanas.

No puedo alabarme de haber pertenecido a los íntimos amigos de Kropotkin; sin embargo lo conocí personalmente hace más de 25 años y me encontré muy a menudo con él en reuniones, conferencias, veladas y conversaciones privadas. Lo visité entonces en su casita de Brighton, junto con nuestros viejos amigos. M. Cohn y su mujer, de Nueva York. No olvidaré nunca la impresión de esa visita. Hablamos sobre el problema de la guerra; no había aún sobre este asunto la actitud pública ulterior. Sus desarrollos llegaron hasta lo más profundo de mi corazón. Deseé no haber escuchado nunca esas palabras, que me abrasaban como una herida abierta en el alma. Y sin embargo, no dejaron en mí ningún amargo sentimiento contra ese hombre pues sabía que había expresado el más profundo convencimiento interior. Justamente entonces, cuando nuestras opiniones eran tan rudamente contradictorias, comprendí la grande y noble personalidad humana de Kropotkin.

Yo fui a la edad de diecisiete años a Londres, desde una pequeña ciudad rusa y estaba por completo fascinada por una visión religiosa del mundo. Como muchos otros, comencé a conocer en el gran Ghetto del East-End las ideas del socialismo moderno y llegué, poco a poco, al convencimiento de que mis anteriores convicciones estaban en conflicto con ellas. Había ya en el Unkunft, el órgano de los socialistas en América, leído algunas disertaciones de Lassalle, de Marx y de Engels cuando cayó en mis manos el pequeño folleto de Kropotkin A los jóvenes. La impresión que recibí con él es indescriptible. Advertí que el hombre que había escrito esas páginas puso su alma en cada palabra y lo admiré con toda la pasión de que sólo una joven idealista es capaz. Hubiera sido la más grande desilusión de mi vida si hubiese encontrado un Kropotkin distinto del hombre que había imaginado al leer esas páginas...

Mi corazón se llenó de alegría cuando encontré un día en el Arbeiter Freund el anuncio de que Kropotkin nos daría una conferencia. El entusiasmo general con que su aparición fue saludada me dijo claramente que todos los reunidos estaban cautivados por el mismo extraordinario amor que yo sentí hacia él. Pero sería completamente falso creer que esta simpatía procediese de sus vasto conocimientos científicos. No; nadie pensó un momento en eso. Era su fina y sugestiva sonrisa, la benevolencia de su mirada, su modo natural de ser, el apretón de manos con que se conquistaba por completo la simpatía y el amor de todos los que tenían contacto con él, y todos los que estábamos reunidos allí, sastres, conductores, obreros del puerto, costureras, sentíamos que él nos hacía objeto del mismo sentimiento de amistad y de fraternidad que nosotros abrigábamos hacia él.

Kropotkin era ante todo humano. Amó al sencillo hombre del pueblo con todas las fuerzas de que era capaz su alma. Tuvo fe en el pueblo, la fe profunda y animada que inspiró y animó a todos los que le llegaron a conocer. La mayor parte de los llamados grandes hombres, entre ellos muchos socialistas, disfrutan únicamente la fama de su obra, y el más próximo contacto con ellos trae muy a menudo amargas desilusiones. Kropotkin era justamente lo contrario: cuanto más cerca de él se estaba, más se le amaba y estimaba.

"Trabajar con él , bajo el influjo de su presencia, es una verdadera inspiración", me decía una vez un camarada georgiano. Era en los primeros meses de la guerra y nuestro amigo era adversario de la actitud de Kropotkin, lo mismo que yo. "He trabajado con él, decía; puse su biblioteca en orden y arreglé sus numerosas noticias. Sea cualquiera su actitud lo amaré toda mi vida".

¡Qué personalidad debía ser esa capaz de producir en los demás tan profunda e imperecedera impresión!

Muchos camaradas eran de opinión que había sido una suerte que, a causa de su salud, Kropotkin hubiera estado obligado durante los últimos veinte años a retirarse casi por completo de su actividad pública en el movimiento, pues solamente de ese modo ha podido terminar sus obras. Yo soy de otra opinión. La presencia de un hombre como Kropotkin en un movimiento, su contacto diario con el pueblo, pueden obrar más prodigios que sus mejores obras. El influjo personal de un tal carácter no podría ser más precioso. Es de lamentar sinceramente que tales hombres sean tan raros en nuestro medio. Sobre todo hoy en que el mundo entero parece vivir en este momento el escepticismo de la corroedora mediocracia y del metálico materialismo; hoy que el amor a la humanidad, que desbordaba el corazón de Kropotkin, se ha convertido en frase sin sentido y que todo puro idealismo es objeto de burla por parte de aquellos a quienes las masas ayudaron a llegar al poder. Pueda el tributo a la magnífica personalidad de nuestro gran muerto contribuir a que su espíritu profundamente humano se conserve en nosotros, pues es el único con el cual podemos ir al encuentro de un futuro libre. 
 
Berlín, septiembre de 1922.

Errico Malatesta: La libertad de estudiar (1922)

Transcripción: @rebeldealegre

Publicado en el Suplemento La Protesta, Buenos Aires, 18 de septiembre de 1922
El texto aludido de Camillo Berneri aparece también en ese número del periódico, página 2:
«Los problemas de los estudios electivos como problemas de libertad»



Camilo Berneri ha examinado el problema de los estudios superiores en la sociedad del porvenir.

Observa el hecho tan general de la contradicción que se encuentra en los hombres de “tendencia” (deseo) y “aptitud” (capacidad, disposición natural); cita muchos casos de hombres grandes en una rama del arte o de la ciencia que se creían, en cambio, llamados precisamente a aquellas cosas para las que eran incapaces.

Por otra parte observa que, si no se puede aceptar el juicio que uno da de sí mismo, tampoco se puede atener al juicio que dan los otros, aunque sean competentes, puesto que no es raro el caso de grandes hombres que fueron tenidos por idiotas por sus profesores, o, al menos, por incapaces precisamente en aquel género de estudios o de actividades prácticas en las que más se destacaron después.

De ahí el problema: o “haz lo que quieras,” y entonces el mayor número querría hacer lo que no es capaz de hacer y resultaría un gran derroche de fuerzas en perjuicio de la colectividad, o “haz lo que los “competentes” te dicen que hagas”, y entonces los más bellos genios podrían ser destrozados por la incomprensión de los pedantes.

Berneri resuelve esta cuestión de la “libertad intelectual”, libertad que consiste en dedicarse a las actividades preferidas, ateniéndose a un ensayo relativísimo, y concluye:

“Decir: “Cada uno debe estudiar lo que quiere y cómo quiere”, implica la absoluta libertad profesional. Así también, decir: “Cada uno tiene derecho a vivir para el arte, o para la ciencia, o para la filosofía”, implica el hecho de que toda una categoría de parásitos viva a espaldas de los verdaderos productores.

“También, pues, para los estudios se puede hablar de un máximo de libertad y no de una absoluta libertad. Puesto que tal libertad absoluta de uno vendría a contrastar con los intereses, y, por tanto, con la libertad de los otros…

¿Pero quién establece e impone el límite?

Yo creo que el compañero Berneri ha planteado mal la cuestión, porque supone que en una sociedad racionalmente organizada, en la que ninguno tiene los medios de someter y oprimir a los otros, debe o puede subsistir la división entre trabajadores del brazo, dañados y embrutecidos por el continuo esfuerzo muscular, y trabajadores de la mente, que rehuyen toda actividad directamente productiva para luego satisfacer la necesidad que de moverse tiene todo organismo sano recurriendo a juegos y ejercicios musculares improductivos.

El orden de esta división de los hombres en “intelectuales” (que a menudo no son más que simples ociosos sin ninguna intelectualidad) y “manuales” se puede encontrar en el hecho de que en épocas y circunstancias en que producir lo suficiente para satisfacer ampliamente las propias necesidades importaba un esfuerzo excesivo y desagradable y no conocían los beneficios de la cooperación y de la solidaridad, los más fuertes o los más afortunados encontraron el modo de obligar a los otros a trabajar para ellos. Entonces el trabajo manual, además de ser más o menos penoso, se volvió también un signo de inferioridad social; y por ello los señores se cansaban y se mataban en ejercicios ecuestres, en cazas extenuantes y peligrosas, en carreras fatigosísimas, pero se habrían considerado deshonrados si hubieran ensuciado sus manos en el más pequeño trabajo productivo. El trabajo fue cosa de esclavos; y tal sigue siendo hoy, a pesar de las mayores luces y todos los progresos de la mecánica y de las ciencias aplicadas, que facilitan la tarea de proveer abundantemente a las necesidades de todos con un trabajo agradable, moderado en la duración y en el esfuerzo.

Cuando todos tengan el libre uso de los medios de producción y nadie pueda obligar a otro a trabajar para él, entonces será interés de todos organizar el trabajo de modo que resulte más productivo y atrayente, y todos podrán cultivar, útil o inútilmente, los estudios sin que por ello se vuelvan parásitos. No habría parásitos; primero porque ninguno querría alimentar parásitos, y luego porque cada uno encontrará que dando su parte de trabajo manual para concurrir a la producción satisfacería al mismo tiempo la necesidad de actividad física de su organismo.

Trabajarían todos, también los poetas y los filósofos trascendentales, sin perjuicio para la poesía ni para la filosofía. Todo lo contrario...

Diego Abad de Santillán: El anarquismo filosófico o el movimiento social anarquista (1925)

Edición: @rebeldealegre
Foto:
Edizioni La Baronata


Publicado originalmente en el Suplemento semanal La Protesta, Buenos Aires, 24 de agosto de 1925. Reproducido en «El anarquismo en el movimiento obrero»

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