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Errico Malatesta: La base moral del anarquismo (1922)

 Transcripción: @rebeldealegre

Publicado originalmente como «La base morale dell'anarchismo» en Umanità Nova (Roma), no. 188, 16 de septiembre de 1922. Al castellano en el suplemento La Protesta de Buenos Aires, no. 42, 6 de noviembre de 1922.


Ya que es un hecho que el hombre es un animal social que no puede existir como hombre sino estando en continuas relaciones materiales y morales con los otros hombres, es necesario que estas relaciones sean o de afección, de solidaridad, de amor, o de hostilidad y de lucha. Si cada uno piensa sólo en su propio bien, o en el del pequeño grupo consanguíneo o coterráneo, se encuentra necesariamente en conflicto con los otros y sale vencedor o vencido: opresor si vence, oprimido si es vencido. Las armonías naturales, la natural confluencia del bien de cada uno con el bien de todos son invenciones de la pereza humana, la que más bien que luchar por realizar sus propios deseos imagina que ellos se realizarán espontáneamente, por ley natural. En el hecho, en cambio, el hombre en la naturaleza se encuentra continuamente en oposición de intereses con los otros hombres por la ocupación del sitio más bello o más sano, por la cultivación de los terrenos más fértiles y, a menudo, por las explotación de todas las diferentes oportunidades que la vida social va creando para los unos y para los otros, y por ello la historia humana está llena de violencias, de guerras, de desastres, de explotación feroz del trabajo ajeno, de tiranías y de esclavitudes infinitas.

Si no hubiera habido en el ánimo humano más que este acre instinto de querer prevalecer sobre los otros y aprovecharse de los otros, la humanidad habría permanecido en una condición de bestialidad y no habría sido posible ni siquiera el desarrollo de los ordenamientos históricos y contemporáneos, los cuales, aun en los peores casos, representan siempre una cierta contemporización del espíritu de tiranía con un mínimo de solidaridad social indispensable a una vida algo civil y progresiva.

Pero afortunadamente hay en el hombre otro sentimiento que lo acerca a su prójimo: el sentimiento de simpatía, de tolerancia, de amor, y gracias a este sentimiento, que en grado diverso existe en todos los seres humanos, la humanidad se ha ido civilizando y ha nacido nuestra idea que quiere hacer de la sociedad una verdadera unión de hermanos y amigos que trabajen todos para el bien de todos.

De dónde ha nacido este sentimiento, que es expresado por los llamados preceptos morales y que a medida que se desarrolla niega la moralidad vigente y la sustituye con una moral superior, es investigación que puede interesar a los filósofos y a los sociólogos, pero no cambia nada al hecho, que existe por sí, independientemente de las explicaciones que puede dársele. Que derive del hecho primitivo, fisiológico, del acoplamiento sexual necesario a la continuación de la especie o de la satisfacción que se encuentra en la sociedad de los propios semejantes, de la ventaja que se saca de la unión en la lucha contra el enemigo común y en la rebelión contra el común opresor, o del deseo de reposo, de paz, de seguridad que sienten los mismos vencedores, o más bien, de todas estas y cien otras causas justas, no importa: él existe y en su generalización fundamos nuestras esperanzas para el porvenir de la humanidad.

“La voluntad de Dios”, “las leyes naturales”, “la ley moral”, “el imperativo categórico” de los Kantianos, el mismo “interés bien entendido” de los Utilitaristas, son todas metafisiquerías que “no sacan una araña del agujero”. Ellas representan el plausible deseo de la mente humana de querer explicarlo todo, de querer penetrar en el fondo de las cosas y podrían ser aceptadas como provisorias hipótesis de trabajo para proceder a ulteriores investigaciones, si la mayoría de las veces no fuesen el efecto de esa otra deplorable tendencia humana que nunca quiere confesar la propia ignorancia y se conforma, antes que decir “no sé”, con explicaciones verbales vacías de todo contenido real.

Cualesquiera sea la explicación o la no-explicación preferida, la cuestión queda intacta: es preciso escoger entre el odio y el amor, entre la lucha fraticida y la cooperación fraterna, entre el “egoísmo” y el “altruismo”.

* * * 


He dicho altruismo y me parece que ya siento encima de mí el anatema de los “iconoclastas”.

No hay motivo.

Esta discusión ya secular entre “egoístas” y “altruistas” no es en el fondo más que una miserable cuestión de palabras.

Es cosa evidente, admitida por todos, que todo lo que se hace voluntariamente, se hace porque el hacerlo satisface nuestros sentidos, o nuestros gustos o nuestros sentimientos. El más puro de los mártires se sacrifica porque al sacrificarse siente también una satisfacción íntima que lo compensa con usura de los dolores sufridos; y si renuncia voluntaria y conscientemente a la vida es porque a sus ojos hay alguna cosa que vale más que la vida. De aquí que en cierto sentido se puede decir, sin temor de equivocarse, que todos los hombres son egoístas.

Pero en el lenguaje común, que según mi parecer es siempre preferible cuando se puede hacerlo sin generar equívocos, se llama egoísta a aquel que no piensa más que en sí y a sí mismo sacrifica a los otros, y se llama altruista a aquel que en un grado más o menos elevado se preocupa también de los intereses de los otros y hace lo que puede para ayudarles. En suma, el “egoísta” sería el egoísta malo, y el “altruista” sería el egoísta bueno; cuestión de palabras.



* * *

¿Por qué somos anarquistas?

Aparte de nuestras ideas sobre el Estado político y sobre el Gobierno, es decir, sobre la organización coercitiva de la sociedad, que forman nuestra característica específica, y de aquellas sobre el mejor modo de asegurar a todos el uso de los medios de producción y la participación en las ventajas de la vida social, nosotros somos anarquistas por un sentimiento, que es el resorte motriz de todos los sinceros reformadores sociales, y sin el cual nuestro anarquismo sería una mentira o una cosa sin sentido.

Este sentimiento es el amor de los hombres, es el hecho de sufrir con los sufrimientos ajenos. Si yo (hablo en primera persona, pero lo mismo se podría decir de todos los compañeros), si yo como, no puedo comer con gusto si pienso que hay gente que muere de hambre; si compro un juguete a mi niña y me siento feliz de verla alegre, mi alegría pronto es amargada al ver ante la vitrina del mercader a los niños con los ojos muy abiertos por el deseo, que podrían ser hechos felices con una polinchela de unos céntimos y que no pueden tenerlo; si me divierto, mi ánimo se entristece al recordar que hay muchos desgraciados que gimen en las cárceles; si estudio o ejecuto un trabajo que me agrada, siento como un remordimiento pensando que hay muchos que tienen mayor ingenio que yo y están constreñidos a consumir su vida en un trabajo embrutecedor, a menudo inútil y dañoso. Puro egoísmo, como veis, pero de ese egoísmo que otros llaman altruismo, y sin el cual, llámesele como se quiera, no es posible ser realmente anarquista.

No tolerar la opresión, el deseo de ser libre y de poder expandir la propia personalidad en toda su potencia no basta para hacer un anarquista. Esa aspiración a la libertad ilimitada, si no es acompañada por el amor a los hombres y el deseo de que todos los otros tengan igual libertad, puede hacer rebeldes, pero no es bastante para hacer anarquistas: hará rebeldes que, si tienen poder suficiente, se transforman de seguida en explotadores y tiranos.
 
 

Errico Malatesta: La actitud de los anarquistas en el movimiento sindical (1923)

Transcripción: @rebeldealegre

Título original “La condotta degli anarchici nel movimento sindacale”, publicado en Fede! (Roma) 1, no. 3 (30 de septiembre de 1923).  Versión al castellano del suplemento La Protesta, no. 96, 19 de noviembre de 1923.
La Unione Anarchica Italiana era la principal organización anarquista italiana. Fue fundada en el congreso de Bolonia de 1920, reemplazando a la Unione Comunista Anarchica Italiana que había sido fundada el año anterior. El congreso de París, donde el reporte de Malatesta pretendía ser presentado, no se llevó a cabo. Las dificultades a las que se refiere Malatesta son aquellas determinadas por la subida del fascismo al poder, que ocurrió menos de un año antes.

 


  La actitud de los anarquistas en el movimiento sindical

Informe al Congreso Anarquista Internacional de París, 1923

Encargado de informar sobre la cuestión sindical en un momento de crisis en que la vieja táctica debe ser considerada a la luz de las recientes experiencias, y cuando por la detención, el destierro o las persecuciones de tantos de los miembros activos de la Unione se hace difícil relacionarse con los compañeros y darse exactamente cuenta de sus ideas y disposiciones actuales, no puedo más que hablar por mi cuenta y bajo mi responsabilidad personal, bien que convencido por el conocimiento que tengo del movimiento, que lo que voy a decir expresará el pensamiento de la gran mayoría sino de la totalidad de los anarquistas adherentes a la Unione anarchica italiana.

Nosotros hemos comprendido siempre la gran importancia del movimiento obrero y la necesidad para los anarquistas de ser en él parte activa y propulsora. Y a menudo ha sido por iniciativa de compañeros nuestros que se han constituido las agrupaciones obreras más vivas y avanzadas.

Hemos pensado siempre que el sindicalismo es hoy un medio para que los trabajadores comiencen a comprender su posición de esclavos, a desear la emancipación y a habituarse a la solidaridad con todos los oprimidos en la lucha contra los opresores — y mañana servirá como primer núcleo necesario para la continuidad de la vida social y la reorganización de la producción sin amos ni parásitos.

Pero hemos discutido siempre, y a menudo disentido sobre la manera de explicar la acción anarquista en las relaciones con los trabajadores.

¿Era preciso entrar en los sindicatos, o quedar fuera de ellos, aún tomando parte en todas las agitaciones, y tratar de darles el carácter más radical posible y mostrarse los primeros en la acción y en el peligro?

Y sobre todo, dentro de los sindicatos ¿había o no que asumir cargos directivos y por consiguiente prestarse a aquellas transiciones, a aquellos compromisos, a aquellos acomodos, a aquellas relaciones con la autoridad y con los patrones a que deben adaptarse, por voluntad de los mismos trabajadores y por su interés inmediato, en la lucha cotidiana, cuando no se trata de hacer la revolución, sino de obtener mejoramientos o de defender los ya conseguidos?

En los dos años que siguieron a la paz y hasta la víspera del triunfo de la reacción por obra del fascismo nosotros nos encontramos en una situación singular.

La revolución parecía inminente, y existían en efecto todas las condiciones materiales y espirituales para que fuese posible y necesaria.

Pero nosotros, anarquistas, carecíamos con mucho de las fuerzas precisas para hacer la revolución con métodos y hombres exclusivamente nuestros; teníamos necesidad de las masas, y las masas, si estaban dispuestas a la acción, no eran anarquistas. Por lo demás, una revolución hecha sin el concurso de las masas, aunque hubiese sido posible, no habría podido poner en pie sino una nueva dominación, la cual, aunque se ejerciera por los anarquistas, habría sido siempre la negación del anarquismo, habría corrompido los nuevos dominadores y habría acabado por la restauración del orden estatista y capitalista.

Retraerse de la lucha, abstenerse porque no podríamos obrar justamente como hubiéramos querido, habría sido una renuncia a toda posibilidad presente o futura, a toda esperanza de desarrollar el movimiento en la dirección deseada por nosotros — y renunciar no sólo para aquella ocasión, sino para siempre, porque no se tendrán nunca masas anarquistas antes de que la sociedad sea transformada económica y políticamente, y la misma situación se presentará cada vez que las circunstancias hagan posible una tentativa revolucionaria.

Era preciso, pues, conquistar a toda costa la confianza de las masas, ponerse en posición de poder determinarlas a obrar y por esto parecía útil conquistar cargos directivos en las organizaciones obreras. Todos los peligros de domesticación y de corrupción pasaban a segundo plano, y por lo demás se suponía que no tendrían el tiempo de realizarse.

Por consiguiente se llegó a la conclusión de dejar a cada uno la libertad de proceder según las circunstancias y como creyese mejor, a condición de no desconocer nunca que era anarquista y de guiarse siempre por el interés superior de la causa anárquica.

Pero ahora, después de las últimas experiencias y vista la situación actual, que no admite connubios transitorios y exige una vuelta rigurosa a los principios para encontrarse mejor preparados y más profundamente convencidos en los próximos acontecimientos, me parece que conviene volver sobre la cuestión y ver si hay que modificar la táctica en este punto importante de nuestra actividad.

Espero que el congreso examinará el asunto con la atención que merece.

Según mi opinión, es preciso entrar en los sindicatos, porque estando fuera de ellos se aparece como enemigos, nuestra crítica es mirada con sospecha y en los momentos de agitación seremos considerados como intrusos y sería mal aceptado nuestro concurso. — Hablo, se entiende, de los verdaderos sindicatos, compuestos de trabajadores libremente asociados para defender sus intereses contra los patrones y contra el gobierno; y no de los sindicatos fascistas, a menudo reclutados al son de los bastonazos y con la amenaza del hambre, y, que son un arma de gobierno y una tentativa para someter a los trabajadores a las exigencias patronales. — Es preciso entrar en los sindicatos y ejercer obra de propulsión para dar un carácter siempre más libertario y vigilar, criticar y combatir las posibles debilidades y desviaciones de los dirigentes.

Y en cuanto a solicitar y aceptar nosotros mismos los puestos de dirigentes, creo que en líneas generales y en tiempos de calma es mejor evitarlo. Pero creo que el daño y el peligro no está tanto en el hecho de ocupar un puesto directivo — cosa que en ciertas circunstancias puede ser útil y también necesaria — sino en el hecho de perpetuarse en el puesto. Sería preciso, según mi opinión, que el personal dirigente se renovase lo más a menudo posible, sea para habilitar un mayor número de trabajadores en todas las funciones administrativas, sea para impedir que el trabajo de organizador se convierta en un oficio e induzca a los que lo ejercen a llevar a las luchas obreras la preocupación de no perder el empleo.

Y todo esto no sólo en interés actual de la lucha y de la educación de los trabajadores, sino también y mayormente en vista del desenvolvimiento de la revolución después que la revolución haya sido iniciada.

Con justa razón los anarquistas se oponen al comunismo autoritario, el cual supone un gobierno que, queriendo dirigir toda la vida social y poner las organizaciones de la producción y de la distribución de las riquezas bajo las órdenes de funcionarios suyos, no puede menos que producir la más odiosa tiranía y la paralización de todas las fuerzas vivas de la sociedad.

Los sindicalistas, aparentemente de acuerdo con los anarquistas en la aversión del centralismo estatal, quieren abolir el gobierno sustituyéndolo por los sindicatos; y dicen que son éstos los que deben posesionarse de la riqueza, requisar los víveres, distribuirlos, organizar la producción y el cambio. Y yo no vería inconveniente en ello cuando los sindicatos abriesen de par en par las puertas a la población y dejaran a los disidentes la libertad de obrar y de tomar su parte.

Pero esta expropiación y esta distribución no pueden, en la práctica, ser hechas tumultuariamente, por la masa, aunque sea sindicada, sin producir un derroche perjudicial de riquezas y el sacrificio de los más débiles por obra de los más fuertes y brutales; y tampoco se podrían establecer en masa los acuerdos entre las diversas corporaciones de productores. Habría, pues, que proveer mediante deliberaciones tomadas en asambleas populares y seguidas por grupos e individuos espontáneamente ofrecidos o regularmente delegados.

Ahora bien, si hay un restringido número de individuos que por largo hábito son considerados como jefes de los sindicatos, si hay secretarios permanentes y organizadores oficiales, serán ellos los que se encuentren automáticamente encargados de organizar la revolución y tendrán tendencia a considerar como intrusos e irresponsables a los que quieran tomar iniciativas independientes de ellos y querrán imponer, aunque sea con las mejores intenciones, su voluntad — hasta con la fuerza.

Y entonces el régimen sindicalista se convertiría pronto en la misma mentira y en la misma tiranía que resultó la llamada dictadura del proletariado.

El remedio a este peligro y la condición para que la revolución sea verdaderamente emancipadora están en la formación de un gran número de individuos capaces de iniciativa y de obra práctica, en el hecho de habituar a las masas a no abandonar la causa de todos en manos de algunos pocos y a delegar, cuando es necesaria delegación, para encargos determinados y por tiempo limitado. Y para crear una situación y un espíritu tal es el sindicato un medio eficacísimo si está organizado y animado con métodos verdaderamente libertarios.


* * *

A cuanto he dicho sobre la cuestión de la organización obrera, séame permitido añadir algunas palabras sobre la organización de los anarquistas, tal como es entendida por la Unione Anarchica Italiana.

La Unione Anarchica Italiana es una federación de grupos autónomos unidos para ayudarse mutuamente en la propaganda y en la realización de un programa libremente aceptado. Celebra periódicamente congresos y, entre un congreso y el siguiente, es representada por una Comisión de correspondencia, nombrada por el congreso, y varía siempre de personal y de sede. Las deliberaciones de los congresos no comprometen más que a los grupos que las aceptan después de haberlas considerado; y por esta razón, el modo de representación, cualquiera que sea, no tiene importancia, no pudiendo dar lugar a injusticias y usurpaciones. Todo grupo o toda federación particular de grupos envía los delegados que puede, cualquiera que sea el número de sus componentes, sin inconvenientes, puesto que el congreso no hace leyes obligatorias para todos, sino que sirve como indicación de las varias opiniones; y la opinión dominante se concreta en resoluciones que son sometidas después a los grupos y tienen simple valor de consejos y de sugestiones.

La Comisión de correspondencia sirve para facilitar las relaciones entre los grupos, para procurar a la iniciativa de cada uno el apoyo de los demás y hacer más fácil la acción concertada. Pero no existe ninguna autoridad y ningún medio para imponer la propia voluntad.

Cada individuo y cada grupo se relaciona, si lo cree necesario, directamente con los otros sin pasar por el trámite de la Comisión de correspondencia: cada cual es libre de imprimir lo que cree bueno, de tomar la iniciativa que pueda, de hacer, en una palabra, todo lo que quiera en interés de la causa común. El único vínculo es el programa general, cuya aceptación es condición necesaria para entrar en la Unione.

Estos principios son aceptados por todos los miembros de la Unione, porque constituyen el pacto que los ha unido. Y aquellos que, por ignorancia o por fines inconfesables, intentan hacer creer que la Unione Anarchica Italiana es una organización autoritaria, obran contra la verdad.

La Unione no entiende tener el monopolio de la organización anárquica. Todo anarquista puede permanecer aislado o unirse a otras organizaciones.

La Unione es dichosa de toda actividad anarquista dentro y fuera de su seno, y está dispuesta a prestar ayuda a todos y a recibirla de todos, siempre que se trata de cosas que no estén en contradicción con su programa.


El encargado de la Unione Anarchica Italiana,
Errico Malatesta.

Emilio López Arango: Reformismo apolítico (1924)

Transcripción: @rebeldealegre
Desde el suplemento La Protesta, no. 105, 21 de enero de 1924

Se ha generalizado la creencia, que comparten también no pocos camaradas, de que únicamente son reformistas los elementos políticos del marxismo. Fácilmente se puede demostrar que están en un error los que tal cosa sostienen. El reformismo no es, como creen los críticos de la social-democracia que se sitúan en el terreno exclusivamente de la lucha de clases, una consecuencia directa y particular de la política: es el resultado de híbridas concepciones político-económicas que, actuando en diversos ambientes y asumiendo distintas formas, tienden a realizar un propósito social que no altera en sus bases el orden de cosas establecido.

La práctica del parlamentarismo, por lo mismo que particulariza la acción colaboradora de los socialistas y los aleja cada vez más del punto de partida del socialismo, ha servido para establecer en el movimiento social de todos los países las actuales clasificaciones doctrinarias. Y se califica de reformistas a los que aceptan la política como un recurso para llegar a la colaboración de clases y al “buen gobierno”, y de revolucionarios a los que basan en la acción directa el triunfo de la revolución.

Puede que esos dos denominativos hayan servido durante el largo período de relativa calma que terminó con la declaración de la guerra europea, para diferenciar dos movimientos distintos en la forma de encarar tácticamente la lucha de clases. Pero la gran carnicería primero y la revolución rusa después — fermentos violentos de las dictaduras gestadas por el autoritarismo marxista —, fueron las encargadas de rectificar el viejo concepto revolucionario. ¿Podían llenar las aspiraciones de los anarquistas las vaguedades doctrinarias de un sindicalismo que se declaraba neutral frente a la lucha de las tendencias que prevalecían en el movimiento obrero?

La necesidad de reaccionar contra las infiltraciones autoritarias en la propaganda revolucionaria obligó a los anarquistas a definir su posición doctrinaria y a plantear serios antagonismos a los que más cerca parecían estar de las ideas. Y el primer escollo que encontró el anarquismo al reiniciar la marcha después de un breve período de indecisiones, fue precisamente el del sindicalismo clásico: de esa teoría apolítica, colocada en el término medio del movimiento revolucionario.

Fueron los marxistas conversos al bolcheviquismo los encargados de revelar la incapacidad subversiva del sindicalismo. De ellos fue, en Rusia, la iniciativa del golpe de Estado que llevó al poder a los apóstoles de la dictadura. Y ese acontecimiento determinó más tarde la subordinación del movimiento obrero a las directivas de Moscú, confundiendo las aspiraciones libertarias del proletariado con el interés de la burocracia comunista.

Los reformistas apolíticos están situados en el camino de la dictadura. Oponen a la fórmula comunista de la dictadura proletaria y del Estado obrero, el alegato clasista de “todo el poder a los sindicatos”. Pero en realidad excluyendo la tendencia política de los comunistas y sus declarados propósitos dictatoriales, el sindicalismo neutro acepta de hecho todas las contingencias marxistas: basa en el imperio económico del capitalismo la realizaciones de fines económicos que excluyen toda definición política e ideológica.

He ahí, pues, el exponente menos conocido del reformismo. Durante muchos años los jefes social-demócratas que a la vez oficiaban — y siguen oficiando — de dirigentes del proletariado menos activo, aunque sí numéricamente más fuerte, pretendieron dividir el campo obrero en dos distintas zonas de influencia. Ellos se llamaron socialistas en el partido, y llegaron a ser diputados, senadores y hasta ministros en gabinetes reaccionarios, practicando la colaboración de clases en desmedro de los más elementales derechos de los trabajadores; pero simulaban también, en los sindicatos, la defensa de las mejoras económicas arrancadas al capitalismo y oficiaban de orientadores del sindicalismo en su calidad de ex-obreros ganados por el ambiente burgués y no pocas veces colocados de hecho en el sector de la reacción y convertidos en descarados lacayos del capitalismo.

La degeneración del movimiento obrero revolucionario — del grupo menos numeroso, pero más activo, que se mantuvo hasta la guerra europea en sus posiciones de vanguardia, siguiendo todos los pasos a los jefes social-demócratas —; la derivación reformista de una tendencia que parecía ser el resultado de nuestra propaganda y la sólida obra realizada por los anarquistas en medio siglo de agitaciones subversivas y de luchas heroicas, debemos buscarla en la vaguedad doctrinaria de los sindicalistas puros. El sindicalismo no llegó a ser una doctrina pese al esfuerzo de algunos teorizantes colocados en la guarda-raya que separa al marxismo del anarquismo. Por eso estuvo y está expuesto a todas las incursiones de los fracasados de la política y de todos los aspirantes a una jefatura en los sindicatos obreros. ¿Debemos persistir en el error neutralista, empeñándonos en mantener una tendencia híbrida que rechaza los fundamentos doctrinarios del anarquismo y pretende buscar sus motivos revolucionarios en el factor económico con exclusión de toda idea moral o política?

El apoliticismo es la negación de toda fe en el porvenir de la humanidad, que sólo podrá redimirse por las ideas. Los neutros, al rechazar sistemáticamente todo compromiso con un “dogma”, dejan sentado el concepto fatalista del marxismo: confían al desarrollo industrial de las naciones y a la prevalencia cada vez más absorbente del capitalismo, la tarea de crear en los pueblos y en los individuos las aptitudes necesarias para preparar y realizar la revolución. Pero como el materialismo histórico sólo se explica mediante realidades económicas y viejas experiencias sociales que carecen de contenido moral para el hombre emancipado — para el propagador de la vida nueva —, los trabajadores no podrán nunca emplear ese instrumento capitalista en la difícil y penosa tarea de transformar este mundo de esclavos en un mundo de hombres libres.

Las tendencias que rechazan las ideas “consagradas” y se sitúan en el término medio de la cuestión social, no podrán nunca llevar a cabo una labor revolucionaria de proyecciones universales. (Lo universal es, en este caso, lo que abarca al hombre y a la sociedad en sus fundamentos éticos y materiales). Y el sindicalismo, que ni siquiera es un término medio desde el momento que pretende mantenerse en un terreno neutral frente a todas las ideologías, menos podrá convertir a los trabajadores en una potencia revolucionaria que obre sobre las condiciones políticas y económicas del medio social y opere en la conciencia del hombre los valores nuevos, las ideas de libertad y justicia que habrán de redimir a los pueblos del pecado original: la esclavitud.

Repitiendo los errores de la social-democracia y haciendo suyo el programa de los jefes políticos del síndico-reformismo, los bolcheviques han creado un movimiento sindical propio, que subordinan a su partido. De hecho la Sindical Roja no es otra cosa que el apéndice económico de la Tercera Internacional. El sindicalismo es, para el gobierno comunista ruso, un recurso político que facilita su intervención en el movimiento obrero y le ofrece un arma poderos para neutralizar los efectos de la propaganda revolucionaria de los anarquistas. ¿No llena la Sindical Roja, para el gobierno de Moscú, las mismas funciones que la internacional amarilla de Amsterdam cumple como instrumento reaccionario de los gobiernos europeos?

No basta, pues, para dar al sindicalismo una orientación revolucionaria, con substraer a los trabajadores de la influencia de los traidores refugiados en la Internacional de Ámsterdam. También en Moscú está la sede de los conversos a la dictadura y a la reacción y de los lacayos del del capitalismo internacional. Si comprobamos esa degeneración del movimiento obrero considerado revolucionario, si nos consta que Moscú sigue la misma trayectoria reformista que Ámsterdam, ¿a qué ese empeño en dejar librados los sindicatos obreros a la influencia de los oportunistas que simulan propósitos subversivos para catequizar a los trabajadores y explotar su ignorancia en beneficio de un partido político sedicente revolucionario?

Las frecuentes desviaciones del sindicalismo debemos buscarlas en su orfandad ideológica. El interés de clase no creó una noción moral superior en los trabajadores, ni los libró del contagio de los autoritarismos que flotan en el ambiente. Y la unidad obrera desaparece hasta en el momento en que están en litigio cuestiones puramente económicas. El desarrollo material de las naciones, la concentración capitalista, el perfeccionamiento técnico, etc., habrán desarrollado aptitudes y capacidades productivas en el proletariado. Pero ese progreso industrial, aprovechado en su beneficio por una minoría privilegiada, no ha creado por si mismo valores revolucionarios en la conciencia de los esclavos.

De otra manera no se explicaría el fracaso del sindicalismo. Si no llegáramos a la lógica conclusión de que los trabajadores no pueden emanciparse del yugo del salario si no se emancipan moralmente del dominio de las religiones que tienen su síntesis violenta y opresiva en el Estado, difícilmente nos explicaríamos el contraste que existe entre el progreso material de las sociedades humanas y el menguado progreso moral de los pueblos. Hay, pues, una equivocación de conceptos y de tácticas en la forma de apreciar el desarrollo materialista de la historia. Y ese error es el que determina el fracaso del sindicalismo y esteriliza las energía de los anarquistas que aportan su concurso a esa guerra de explotados y explotadores.

El reformismo apolítico es una plaga engendrada por los autoritarios marxistas. Debemos librar de ella al movimiento obrero, si es que confiamos que de las organizaciones proletarias ha de surgir la fuerza consciente llamada a libertar al hombre de todos los yugos morales y materiales.

Llevemos al sindicato nuestras ideas, aún cuando sean motivo de antagonismos y de luchas. La unidad económica del proletariado es una mentira. Y de esa ficción se han valido todos los políticos y todos los oportunistas para hacer del movimiento obrero el campo de sus correrías y afianzar sobre la ignorancia de los trabajadores su poder de “jefes revolucionarios” que terminaron por tomar la librea de los servidores del todopoderoso capitalismo.

Errico Malatesta: «Nuestro propósito: La unión entre comunistas y colectivistas» (1889)



Traducción al castellano: @rebeldealegre
 
Título original: “I nostri propositi. I. L’Unione tra comunisti e collettivisti”, L’Associazione (Londres) 1, no. 4 (30 de noviembre de 1889). La controversia sobre comunismo versus colectivismo como mejor forma de sociedad anarquista futura había dividido al movimiento anarquista por años, especialmente en España. El siguiente, es un artículo fundacional en la solución pluralista que Malatesta postula y en la introducción de la idea del anarquismo, ya no como plan modelo de sociedad futura, sino como un método de libertad que asegure para esa sociedad “la vía abierta a todo progreso y a toda mejora para el beneficio de todos”.
Puedes leer esto en más detalle en «Haciendo sentido del anarquismo»:
Del Capítulo 4:
Pluralismo anarquista
El anarquismo como método
Del Capítulo 9:
Una sociedad socialista abierta

 
 
Unos amigos nuestros han comentado sobre la propuesta que hemos hecho, y que ha sido en general bien recibida, que se forme un partido que abarque a todos los socialistas anarquistas revolucionarios, independiente del asunto del criterio económico que las distintas facciones defiendan para la sociedad del futuro.(1) Tales comentarios muestran, por un lado, cierto grado de repugnancia de parte de algunos comunistas ante la idea de unirse con los colectivistas, y, por otro, un temor a que estemos por revivir una organización como aquellas de antaño que colapsaron por ser un desgaste de fuerzas y por ya no ser adecuadas para el presente.

Permítannos explicarnos brevemente respecto a los dos aspectos de este asunto; prometemos revisar el tema, si fuese necesario.

Como nosotros lo vemos, la coexistencia dentro de un partido de anarquistas-comunistas y anarquistas-colectivistas es la consecuencia lógica y necesaria de la idea y el método anarquista. No hubiesen surgido nunca dudas al respecto de no ser por el surgimiento de cierta rama de “colectivistas” que no son ni anarquistas ni revolucionarios y que a todo efecto aseguran que el socialismo se reduzca a nada más que la inútil y corruptora lucha por ganar asientos en los cuerpos representativos; en Italia y en Francia donde la amplia mayoría de los anarquistas son comunistas, se han asegurado de que el significado que todos nosotros en Italia asignamos a la palabra “colectivismo” antes de 1876 y al cual la mayoría de los anarquistas españoles aún suscribe, haya sido olvidado.(2)

Apenas podríamos entendernos con el tipo de colectivistas que hoy están por acomodarse entre los legisladores y promover reformas políticas y legislaciones supuestamente sociales dentro de los parámetros de la ley y quienes, venida la revolución, estarían por establecer un “estado obrero”. Si, por otra parte y como un amigo nuestro asume, el colectivismo significa la división igualitaria entre las personas de toda la riqueza de la sociedad, incluido el dinero, de modo que cada una pueda luego seguir comprando y vendiendo como lo hacen hoy, sería eso un absurdo tal, que, asumiendo que pudiésemos hallar alguno, tendría sólo unos pocos y superficiales defensores, quienes ciertamente no representarían ningún beneficio o esperanza para la revolución y sería una pérdida de nuestro tiempo ocuparnos demasiado de ellos.

Pero lo cierto es que el antiguo colectivismo de la Internacional previa a 1876 no está muerto y en toda apariencia no morirá hasta que las prácticas de la vida libre la hayan comprobado errada definitivamente y la evolución que seguirá a la caída de la dominación burguesa hayan inducido a todos a abrazar un modo superior de coexistencia social, fundado por completo en el sentimiento de solidaridad y el mayor beneficio común. Dicho colectivismo es aún suscrito, como hemos señalado, por la amplia mayoría de los españoles y, aunque ha sido tumbado por la lógica del comunismo, se mantiene firme en su posición y mientras existen, por un lado, muchos desertores del campo comunista, por el otro sigue teniendo nuevos simpatizantes, y no sólo en España.

Aquel colectivismo — al que nosotros mismos suscribíamos en los días de la propaganda de Bakunin y hasta 1876 — significa (le recordamos a quien lo haya olvidado) la expropiación violenta efectuada directamente por el pueblo; la captura hacia la propiedad común de todo lo que haya, y luego, alcanzado por medio de la anarquía, que quiere decir, la evolución espontánea, el arreglo de una sociedad en la que toda persona, teniendo acceso desde el nacimiento a todos los medios de desarrollo que la civilización tiene para ofrecer y tras recibir una educación física e intelectual comprehensiva, integral, se le garantizan las materias primas e instrumentos de trabajo necesarios para poder trabajar libremente con los compañeros que escoja y disfrutar el producto total de su obrar.

Nosotros los comunistas no aceptamos este programa y en los próximos números expondremos nuestras razones con tanta amplitud como podamos puesto que, mientras queremos traer la unidad donde haya división, no obstante queremos publicitar nuestras ideas sin diluir; pero esa no es razón para que ignoremos la gran afinidad que existe entre nosotros y los anarquistas-colectivistas y para que pensemos que estamos separados por un abismo cuando hay mil lazos que nos unen y nos hermanan.

Veamos cuáles son las diferencias y las similitudes.

Ambos rechazamos vigorosamente toda alianza con los partidos burgueses, todo parentesco con elecciones y otras palabrerías legalitarias. Ambos estamos por hacer la revolución y buscamos hacerla incitando al pueblo a la aversión y la insurrección contra el estado y contra la propiedad. Ambos buscamos la expropiación por la violencia y la captura hacia la propiedad común no solamente de las materias primas y de aquellos instrumentos de trabajo no empleados por el propietario, sino también de los suministros de productos existentes y la destrucción de todos los registros y de todo accesorio material de la propiedad privada. Ambos rechazamos la intrusión de todo tipo de cuerpo constituyente, o de todo cuerpo delegado y estamos resueltos a recurrir a la fuerza y, si es necesario, a medidas más extremas para asegurar que ningún nuevo gobierno, por muy disfrazado que sea, brote de la revolución. Para la organización de la nueva sociedad, ambos miramos hacia el empleo de los recursos innatos de la humanidad, a la libre reconciliación de los intereses y sentimientos de todos. Ambos queremos que todos sean libres de hacer como mejor piensen, siempre solamente que permitan la misma libertad a los demás.

Nuestras diferencias por ende residen no en lo que queremos hacer ahora y en el día de la revolución, no en lo que queremos y estamos destinados a hacer por la fuerza y que propiamente constituye el programa de un partido revolucionario; sino que, en vez, en lo que anticipamos que debiese ocurrir después, en lo que respecta a la manera en que debiésemos preferir producir y consumir y en los fines hacia los cuales pensamos que la nueva fase de la civilización, al umbral de la cual estamos, debiesen conducirnos.

¿Pero son tales diferencias, estando fundadas principalmente en opiniones y predicciones teóricas, bases suficientes como para separarnos y para ladrarnos unos con otros, en la víspera misma tal vez de la insurrección y cuando estamos hablando de personas que luchan y seguirán luchando a la par contra los mismos enemigos y por las mismas demandas?

¿Y desde el punto de vista de la propaganda comunista también, es correcto alejar a quienes están mejor dispuestos que nadie a abrazar nuestras ideas, ya que comparten nuestros entusiasmos, nuestro sentir y, en gran medida, las mismas creencias científicas que nosotros?

Es nuestro parecer que el criterio colectivista no sobrevivirá a las nociones de justicia y solidaridad que motivan, no sólo a nosotros, sino a los colectivistas mismos; nosotros creemos que éste no podría operarse más que por medio de una complicada maquinaria que sería una reproducción del estado bajo otro nombre; creemos que, tarde o temprano, pero inevitablemente, se tornaría hacia el comunismo o se recaería en el burguesismo. Pero, dado que una vuelta al privilegio y la esclavitud asalariada sería una imposibilidad moral debido a la revolución moral que por necesidad acompañaría a la revolución económica, y específicamente debido a la anarquía, que equivale a decir la ausencia de gobierno, lo que está más allá de dudas para ambos, nos parece que nada tenemos que temer a la experimentación, que en ningún caso podríamos prevenir y que, es necesario decirlo, podría en ciertas circunstancias y en ciertos países, ayudarnos a superar problemas iniciales.

Si anarquía significa evolución espontánea, si ser anarquistas significa creer que nadie es infalible y sostener que sólo mediante la libertad descubrirá la humanidad la solución a los problemas que la afligen y llegará a una armonía y bienestar general, ¿con qué derecho y por qué razón podríamos tornar las soluciones que preferimos y defendemos en dogmas e imponerlas? Y luego, ¿usando qué medios?

Si fuésemos un partido autoritario, vale decir, si estuviésemos por convertirnos en gobierno, eso sería concebible. Tras tomar el poder por medio de la revolución, podríamos introducir el comunismo por decreto y, si fuésemos lo suficientemente fuertes para ello, habría comunismo, aunque ya no sería una sociedad armoniosa de libres e iguales, sino una nueva forma de esclavitud, que, para poder sobrevivir, requeriría de un ejército, de una fuerza policial, y de toda la maquinaria que el estado tiene a su disposición con el fin de corromper, reprimir, y esclavizar.

Siendo anarquistas, no tendremos ningún medio de asegurar el éxito de las soluciones que proponemos más que la propaganda y el ejemplo, seguros en saber que realmente vencerán si realmente son las mejores.

Así que no busquemos enemigos donde no hay más que amigos y no dividamos las fuerzas de la revolución, que tendrán la ardiente necesidad del apoyo de todos los anarquistas sinceros en poner obstáculos en el camino de los embaucadores y reaccionarios y en asegurar que el socialismo triunfe.

Se puede tener la más amplia diversidad de ideales cuando se trata de rehacer la sociedad, pero el método siempre será el que determine el fin que se alcance, pues es de conocimiento común que en la sociología como en la topografía, uno no va donde uno quiere, sino donde sea que el camino en el que uno esté conduzca.

Para la formación de un partido, es necesario y suficiente que haya un método compartido. Y el método, vale decir, la conducta práctica a la que los socialistas anarquistas pretenden atenerse, es compartido por todos, comunistas y colectivistas por igual.

Que los autoritarios, los electoralistas, y a menudo los republicanos sean o quieran denominarse colectivistas, es asunto sin importancia para nosotros y no debiese engendrar ni confusión ni híbridas alianzas al interior de nuestras filas, puesto que no estamos diciendo que nos estamos uniendo con meros colectivistas, sino que hacemos condición previa esencial que sean anarquistas y revolucionarios además.

Nos parece que el programa que hemos propuesto excluye absolutamente a todo politiquero, sea éste burgués o socialista. Si entre nuestros amigos hay quien esto le parezca inadecuado, que sugiera las correcciones o adiciones que crea adecuadas. Hemos de publicarlas y debatirlas y luego será cosa de cada quién juzgar y actuar de acuerdo a sus convicciones.





NOTAS

(1) La propuesta a la que se refiere Malatesta se encontraba en la circular Apello, publicada en italiano en Niza en septiembre de 1889 y traducida al castellano por los periódicos anarquistas de Barcelona La Revolución Social del 29 de septiembre y El Productor del 2 de octubre.
 
(2) 1876 fue el año en que los internacionalistas italianos, incluyendo a Malatesta, afirmaron la insuficiencia del colectivismo y se declararon en favor del comunismo, poniendo así la controversia en marcha.