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Emilio López Arango: Reformismo apolítico (1924)

Transcripción: @rebeldealegre
Desde el suplemento La Protesta, no. 105, 21 de enero de 1924

Se ha generalizado la creencia, que comparten también no pocos camaradas, de que únicamente son reformistas los elementos políticos del marxismo. Fácilmente se puede demostrar que están en un error los que tal cosa sostienen. El reformismo no es, como creen los críticos de la social-democracia que se sitúan en el terreno exclusivamente de la lucha de clases, una consecuencia directa y particular de la política: es el resultado de híbridas concepciones político-económicas que, actuando en diversos ambientes y asumiendo distintas formas, tienden a realizar un propósito social que no altera en sus bases el orden de cosas establecido.

La práctica del parlamentarismo, por lo mismo que particulariza la acción colaboradora de los socialistas y los aleja cada vez más del punto de partida del socialismo, ha servido para establecer en el movimiento social de todos los países las actuales clasificaciones doctrinarias. Y se califica de reformistas a los que aceptan la política como un recurso para llegar a la colaboración de clases y al “buen gobierno”, y de revolucionarios a los que basan en la acción directa el triunfo de la revolución.

Puede que esos dos denominativos hayan servido durante el largo período de relativa calma que terminó con la declaración de la guerra europea, para diferenciar dos movimientos distintos en la forma de encarar tácticamente la lucha de clases. Pero la gran carnicería primero y la revolución rusa después — fermentos violentos de las dictaduras gestadas por el autoritarismo marxista —, fueron las encargadas de rectificar el viejo concepto revolucionario. ¿Podían llenar las aspiraciones de los anarquistas las vaguedades doctrinarias de un sindicalismo que se declaraba neutral frente a la lucha de las tendencias que prevalecían en el movimiento obrero?

La necesidad de reaccionar contra las infiltraciones autoritarias en la propaganda revolucionaria obligó a los anarquistas a definir su posición doctrinaria y a plantear serios antagonismos a los que más cerca parecían estar de las ideas. Y el primer escollo que encontró el anarquismo al reiniciar la marcha después de un breve período de indecisiones, fue precisamente el del sindicalismo clásico: de esa teoría apolítica, colocada en el término medio del movimiento revolucionario.

Fueron los marxistas conversos al bolcheviquismo los encargados de revelar la incapacidad subversiva del sindicalismo. De ellos fue, en Rusia, la iniciativa del golpe de Estado que llevó al poder a los apóstoles de la dictadura. Y ese acontecimiento determinó más tarde la subordinación del movimiento obrero a las directivas de Moscú, confundiendo las aspiraciones libertarias del proletariado con el interés de la burocracia comunista.

Los reformistas apolíticos están situados en el camino de la dictadura. Oponen a la fórmula comunista de la dictadura proletaria y del Estado obrero, el alegato clasista de “todo el poder a los sindicatos”. Pero en realidad excluyendo la tendencia política de los comunistas y sus declarados propósitos dictatoriales, el sindicalismo neutro acepta de hecho todas las contingencias marxistas: basa en el imperio económico del capitalismo la realizaciones de fines económicos que excluyen toda definición política e ideológica.

He ahí, pues, el exponente menos conocido del reformismo. Durante muchos años los jefes social-demócratas que a la vez oficiaban — y siguen oficiando — de dirigentes del proletariado menos activo, aunque sí numéricamente más fuerte, pretendieron dividir el campo obrero en dos distintas zonas de influencia. Ellos se llamaron socialistas en el partido, y llegaron a ser diputados, senadores y hasta ministros en gabinetes reaccionarios, practicando la colaboración de clases en desmedro de los más elementales derechos de los trabajadores; pero simulaban también, en los sindicatos, la defensa de las mejoras económicas arrancadas al capitalismo y oficiaban de orientadores del sindicalismo en su calidad de ex-obreros ganados por el ambiente burgués y no pocas veces colocados de hecho en el sector de la reacción y convertidos en descarados lacayos del capitalismo.

La degeneración del movimiento obrero revolucionario — del grupo menos numeroso, pero más activo, que se mantuvo hasta la guerra europea en sus posiciones de vanguardia, siguiendo todos los pasos a los jefes social-demócratas —; la derivación reformista de una tendencia que parecía ser el resultado de nuestra propaganda y la sólida obra realizada por los anarquistas en medio siglo de agitaciones subversivas y de luchas heroicas, debemos buscarla en la vaguedad doctrinaria de los sindicalistas puros. El sindicalismo no llegó a ser una doctrina pese al esfuerzo de algunos teorizantes colocados en la guarda-raya que separa al marxismo del anarquismo. Por eso estuvo y está expuesto a todas las incursiones de los fracasados de la política y de todos los aspirantes a una jefatura en los sindicatos obreros. ¿Debemos persistir en el error neutralista, empeñándonos en mantener una tendencia híbrida que rechaza los fundamentos doctrinarios del anarquismo y pretende buscar sus motivos revolucionarios en el factor económico con exclusión de toda idea moral o política?

El apoliticismo es la negación de toda fe en el porvenir de la humanidad, que sólo podrá redimirse por las ideas. Los neutros, al rechazar sistemáticamente todo compromiso con un “dogma”, dejan sentado el concepto fatalista del marxismo: confían al desarrollo industrial de las naciones y a la prevalencia cada vez más absorbente del capitalismo, la tarea de crear en los pueblos y en los individuos las aptitudes necesarias para preparar y realizar la revolución. Pero como el materialismo histórico sólo se explica mediante realidades económicas y viejas experiencias sociales que carecen de contenido moral para el hombre emancipado — para el propagador de la vida nueva —, los trabajadores no podrán nunca emplear ese instrumento capitalista en la difícil y penosa tarea de transformar este mundo de esclavos en un mundo de hombres libres.

Las tendencias que rechazan las ideas “consagradas” y se sitúan en el término medio de la cuestión social, no podrán nunca llevar a cabo una labor revolucionaria de proyecciones universales. (Lo universal es, en este caso, lo que abarca al hombre y a la sociedad en sus fundamentos éticos y materiales). Y el sindicalismo, que ni siquiera es un término medio desde el momento que pretende mantenerse en un terreno neutral frente a todas las ideologías, menos podrá convertir a los trabajadores en una potencia revolucionaria que obre sobre las condiciones políticas y económicas del medio social y opere en la conciencia del hombre los valores nuevos, las ideas de libertad y justicia que habrán de redimir a los pueblos del pecado original: la esclavitud.

Repitiendo los errores de la social-democracia y haciendo suyo el programa de los jefes políticos del síndico-reformismo, los bolcheviques han creado un movimiento sindical propio, que subordinan a su partido. De hecho la Sindical Roja no es otra cosa que el apéndice económico de la Tercera Internacional. El sindicalismo es, para el gobierno comunista ruso, un recurso político que facilita su intervención en el movimiento obrero y le ofrece un arma poderos para neutralizar los efectos de la propaganda revolucionaria de los anarquistas. ¿No llena la Sindical Roja, para el gobierno de Moscú, las mismas funciones que la internacional amarilla de Amsterdam cumple como instrumento reaccionario de los gobiernos europeos?

No basta, pues, para dar al sindicalismo una orientación revolucionaria, con substraer a los trabajadores de la influencia de los traidores refugiados en la Internacional de Ámsterdam. También en Moscú está la sede de los conversos a la dictadura y a la reacción y de los lacayos del del capitalismo internacional. Si comprobamos esa degeneración del movimiento obrero considerado revolucionario, si nos consta que Moscú sigue la misma trayectoria reformista que Ámsterdam, ¿a qué ese empeño en dejar librados los sindicatos obreros a la influencia de los oportunistas que simulan propósitos subversivos para catequizar a los trabajadores y explotar su ignorancia en beneficio de un partido político sedicente revolucionario?

Las frecuentes desviaciones del sindicalismo debemos buscarlas en su orfandad ideológica. El interés de clase no creó una noción moral superior en los trabajadores, ni los libró del contagio de los autoritarismos que flotan en el ambiente. Y la unidad obrera desaparece hasta en el momento en que están en litigio cuestiones puramente económicas. El desarrollo material de las naciones, la concentración capitalista, el perfeccionamiento técnico, etc., habrán desarrollado aptitudes y capacidades productivas en el proletariado. Pero ese progreso industrial, aprovechado en su beneficio por una minoría privilegiada, no ha creado por si mismo valores revolucionarios en la conciencia de los esclavos.

De otra manera no se explicaría el fracaso del sindicalismo. Si no llegáramos a la lógica conclusión de que los trabajadores no pueden emanciparse del yugo del salario si no se emancipan moralmente del dominio de las religiones que tienen su síntesis violenta y opresiva en el Estado, difícilmente nos explicaríamos el contraste que existe entre el progreso material de las sociedades humanas y el menguado progreso moral de los pueblos. Hay, pues, una equivocación de conceptos y de tácticas en la forma de apreciar el desarrollo materialista de la historia. Y ese error es el que determina el fracaso del sindicalismo y esteriliza las energía de los anarquistas que aportan su concurso a esa guerra de explotados y explotadores.

El reformismo apolítico es una plaga engendrada por los autoritarios marxistas. Debemos librar de ella al movimiento obrero, si es que confiamos que de las organizaciones proletarias ha de surgir la fuerza consciente llamada a libertar al hombre de todos los yugos morales y materiales.

Llevemos al sindicato nuestras ideas, aún cuando sean motivo de antagonismos y de luchas. La unidad económica del proletariado es una mentira. Y de esa ficción se han valido todos los políticos y todos los oportunistas para hacer del movimiento obrero el campo de sus correrías y afianzar sobre la ignorancia de los trabajadores su poder de “jefes revolucionarios” que terminaron por tomar la librea de los servidores del todopoderoso capitalismo.