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Luigi Fabbri: Cómo conocí a Errico Malatesta

Extracto del libro de Luigi Fabbri, “La Vida de Malatesta”
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(...)
Desde Ancona, los viejos amigos Recchioni, Agostinelli y Smorti me incitaban a escribir en el nuevo periódico (L'Agitazione), del cual me habían anunciado como colaborador.

Me resolví a secundar su invitación con un poco de vacilación. La lectura de los primeros números del nuevo periódico me había afectado vivamente. Era una publicación bastante diversa de las otras leídas por mí hasta entonces: escrita, recopilada e impresa con esmero, con más tono de revista que de periódico. Colaboraba desde Londres Errico Malatesta.

Sentía confusamente mi inferioridad intelectual en relación a los escritos que leía, plenos de pensamiento y animados de un espíritu nuevo e insólito, al menos para mí, que conocía sólo la prensa anarquista de los últimos tres o cuatro años. Escribí y mandé un artículo teórico, el mejor que supe hacer, con el título «Armonía natural», en donde explicaba la anarquía como una aplicación a las sociedades humanas de las leyes de la naturaleza por medio de la ciencia, que de la negación de dios, según mi opinión, llevaba a la negación de toda autoridad política y económica. Sobre todo me apoyaba, con citas, en la autoridad intelectual de Kropotkin y del filósofo italiano Giovanni Bovio.

¡Francamente — y el que no ha sido joven y no ha cometido nunca semejantes pecados de presunción que tire la primera piedra —, creía propiamente haber escrito una pequeña obra maestra! En cambio... mi artículo no se publicó. Pregunté la causa de ello; y los amigos de Ancona me respondieron que no estaban de acuerdo con mi artículo; lo publicarían, si insistía, con una nota polémica, pero me pedían por el momento que esperase para no dar desde el comienzo a los lectores, la impresión de un desacuerdo en familia. Me invitaban, además a ir hasta Ancona para cambiar algunas impresiones verbales.

¡Caí de las nubes! ¿Por qué no estaban de acuerdo conmigo aquellos compañeros? Les escribí unas pocas líneas, diciendo que no valía la pena por tan poco de hacer un viaje; pero simultáneamente escribí también, por primera vez, a Malatesta, en Londres (había leído su dirección en el periódico) expresándole mi asombro de que el periódico en que él escribía no compartiese una concepción de la anarquía que me parecía tan justa y completa. Malatesta no me respondió: pero pocos días después Cesare Agostinelli volvió a escribirme para que fuese a Ancona, que los amigos me querían ver, que no se trataba sólo de mi artículo, etc., y me mandaba también los dineros que me hacían falta para el viaje, como para comprometerme más fuertemente a ir.

Me decidí, y un sábado por la tarde, sustrayéndome con una estratagema a la habitual vigilancia de la policía, tomé el tren para Ancona, llegando a eso del anochecer. Encontré a Agostinelli en su pequeña tienda, que estaba al fondo del Corso; apenas me vió, cerró el negocio y me llevó consigo, por calles transversales, hasta el lejano suburbio Piano San Lazzaro.

Allí, una vez llegados ante un palacete, abrió con una llave la puerta de entrada y en el fondo de un corredor me hizo subir por una escalera de madera a una especie de buhardilla.

Mientras subía, oí una voz desconocida para mí que preguntó: «¿Quién es?» «Es el armonista», respondió Agostinelli, refiriéndose ciertamente a mi artículo rechazado sobre la armonía natural.

Asomándome a lo alto, vi una pequeña habitación, con una cama de campo a un lado, una mesa sobre la que ardía una lámpara de petróleo, un par de sillas, y sobre las sillas, sobre la mesa, sobre la cama, en tierra, una cantidad indescriptible de papeles, periódicos y libros en aparente desorden. Un hombre desconocido para mí, de pequeña estatura, con cabellos negros y densos, se adelantaba a mi encuentro con las manos tendidas y los profundos ojos sonrientes. Agostinelli, que subía detrás, me dijo : «Te presento a Errico Malatesta.»

Mientras Malatesta me abrazaba, yo estaba petrificado por el estupor y el corazón me saltaba del pecho. Malatesta, legendario ya entonces, el íncubo de todas las policías de Europa, el audaz revolucionario, condenado en Italia y en otras partes y prófugo en Londres, estaba allí. La impresión mía, de joven inexperto y lleno de una fe casi religiosa, es más fácil de imaginarla que de describirla.

«¿Cómo? — dijo a Agostinelli — ¿no le habías dicho nada?»

Y luego, desembarazadas las sillas, nos sentamos, mientras Agostinelli se marchó momentos después.

Me hallé de golpe con Malatesta en perfecta relación, como con un hermano mayor o con un amigo conocido desde mucho tiempo atrás, y diría como con un padre si no hubiese parecido tan joven — tenía entonces cuarenta y cuatro años, pero parecía tener muchos menos — tanta era su afabilidad sencilla, de una familiaridad de igual a igual.

Y comenzó pronto entre nosotros una conversación animada, una discusión larguísima, en especial sobre los argumentos tocados en mi artículo. Sería demasiado extenso referirla; por lo demás no es difícil figurarla, al menos para quien conoce las ideas de Malatesta, y las otras, bastante comunes entre muchos anarquistas, que yo había expuesto en mi artículo de L'Agitazione. A las tres de la madrugada discutíamos todavía. Dormí como pude allí, en un colchón que Agostinelli (que había vuelto a traernos algo de comer) me había improvisado en un rincón.

A las siete de la mañana estaba yo despierto y desperté expresamente a Malatesta para continuar la discusión. Quedé hablando con él toda la jornada sin cesar, hasta que, cuando era de noche desde hacía rato, me despedí con gran sentimiento, para tomar el tren hacia Macerata, donde debía estar al día siguiente para asistir a las clases, y también para que la policía no se diese cuenta de mi ausencia.

Desde hacía cerca de un mes Malatesta había llegado a Ancona de incógnito para hacer L'Agitazione
Estaba todavía bajo el peso de una condena de tres o cuatro años de prisión, dictada contra él en Roma en 1884, por «asociación de malhechores»; pero la condena debía prescribir dentro de poco. Quedó oculto cerca de nueve meses, hasta que la policía lo descubrió, pero la condena estaba ya prescrita. Otros dos meses más tarde, cuando tuvieron lugar en Ancona y en otros sitios los movimientos populares de aquel año, provocados por la carestía, fue detenido de nuevo, y esta vez a la detención siguió una encarcelación más larga, proceso, domicilio coatto, etc.

Después de la primera vez volví a menudo a Ancona a encontrarme con Malatesta, tanto mientras quedó escondido allí como después, y durante su prisión y el proceso en abril del 98. Pero aquel primer encuentro que he narrado fue el que decidió de toda mi orientación mental y espiritual, puedo decir también de toda mi vida. Tuve la sensación de que en aquel largo coloquio de más de veinticuatro horas mi cerebro había sido tomado y dado vuelta en la caja craneana. Recuerdo como si fuera ayer que, sobre muchos argumentos de que antes me parecía estar tan seguro, discutía, discutía, discutía... Pero al fin los argumentos míos venían a menos y no hallaba ya qué replicar; mientras los argumentos de Malatesta me afectaban sobre todo por su lógica: una lógica tan sencilla que me parecía que un niño habría sabido comprenderla y nadie habría podido negar su evidencia.

La anarquía, que era la fe más radiante de mi primera juventud, desde entonces no fue ya fe solamente, sino convicción profunda. Sentí que, si antes era posible que un día hubiese podido cambiar de ideas, desde aquel momento me había vuelto anarquista para toda la vida; que no habría podido ya cambiar más que por voluntaria y baja traición o por un obscurecimiento morboso, involuntario, de la conciencia.