Traducción al castellano: @rebeldealegre
Errico Malatesta escribe sobre el derecho a juzgar para la Enciclopedia Anarquista iniciada por Sébastien Faure.
Errico Malatesta escribe sobre el derecho a juzgar para la Enciclopedia Anarquista iniciada por Sébastien Faure.
Podría uno escribir interminables volúmenes sobre los errores de pensamiento y acción que derivan de las imperfecciones del lenguaje: sinónimos, palabras con dos significados, etc. Un ejemplo es la confusión en torno al asunto del derecho a juzgar, precisamente por el doble significado de la palabra “juicio”.
La minoría de los fuertes o de aquellos privilegiados por la fortuna que, a través de la historia, han oprimido y explotado a las masas trabajadoras, han erigido lentamente un número de creencias e instituciones destinadas a asegurar, justificar, y perpetuar su dominación. Aparte del ejército y otros medios de coacción física, defensa primera y recurso último de la opresión, crearon una “moral” adaptada a sus intereses. Describieron como crimen todo lo que era dañino para ellos, y formularon un cuerpo de leyes para así imponer sobre los oprimidos, por medio de sanciones penales, el respeto a los supuestos principios de moral y justicia. Pero estos principios en realidad solo expresaban los intereses de los opresores. Luego los guardias y defensores de la ley, llamados “jueces”, estuvieron encargados de confirmar las transgresiones y castigar a los transgresores.
Estos jueces, a quienes los privilegiados siempre buscaron poner en alta estima ante la percepción pública, precisamente por ser sostenedores del privilegio, fueron entonces, y aún son, una de las más dañinas heridas sobre el cuerpo de la humanidad.
Gracias a ellos, todos los pensamientos y actos rebeldes fueron perseguidos y reprimidos. Ellos son quienes, en toda época, hicieron mártires a los pensadores que intentaron descubrir una pequeña luz, un poco más de verdad; enviaron al cadalso o a prisión a todos aquellos que se levantaron contra la opresión e intentaron obtener un poco de justicia para el pueblo; ellos llenaron las prisiones con una masa de desdichados que, aún cuando sí hubiesen hecho mal, fueron éstos forzados, e incluso obligados a hacerlo, en defensa propia ante el mismo régimen social que les golpeó.
Los jueces, presentándose a sí mismos como los administradores de la justicia, concentran el apoyo y la aceptación de un estado de cosas que la pura violencia de los soldados no tendría el poder de mantener. Ocultándose tras el engaño de una supuesta independencia de los otros órganos del gobierno y una aún más engañosa incorruptibilidad, se tornan ellos mismos en los dóciles y ansiosos instrumentos del odio, la venganza, y de los temores de los tiranos, grandes y pequeños. El hecho de estar por sobre los demás, de ser capaces de regir la vida, la libertad, y la felicidad de todos quienes caen en sus manos, y así también la labor de condenar a los demás, produce en ellos una degeneración moral que les transforma en una especie de monstruo, sordos ante todo sentimiento humano — excepto el horrible placer de hacer sufrir.
Es por lo tanto bastante natural que estos jueces y su institución de “justicia” hayan sido y siempre serán objeto de ataque de cualquiera que ame la libertad y la verdadera justicia.
A todo esto podríamos añadir la comprensión algo más exacta que tenemos hoy de la influencia de lo hereditario y del entorno social, que reduce al mínimo, cuando no anula por completo, toda responsabilidad moral individual. Tenemos además un conocimiento cada vez más profundo de la psicología, que, en vez de alumbrar el problema de los factores que determinan al alma humana, hasta ahora solamente han terminado por mostrar su enorme complejidad y dificultad. De modo que comprendemos por qué se ha dicho que “nadie tiene el derecho a juzgar a otro”.
Nosotros, los anarquistas, que quisiéramos eliminar la violencia y la coerción exterior de las relaciones humanas, tenemos más razones que nadie para protestar contra este derecho a “juzgar”, cuando juzgar significa condenar y castigar a quien sea que no se someta a la ley hecha por los dominadores.
La minoría de los fuertes o de aquellos privilegiados por la fortuna que, a través de la historia, han oprimido y explotado a las masas trabajadoras, han erigido lentamente un número de creencias e instituciones destinadas a asegurar, justificar, y perpetuar su dominación. Aparte del ejército y otros medios de coacción física, defensa primera y recurso último de la opresión, crearon una “moral” adaptada a sus intereses. Describieron como crimen todo lo que era dañino para ellos, y formularon un cuerpo de leyes para así imponer sobre los oprimidos, por medio de sanciones penales, el respeto a los supuestos principios de moral y justicia. Pero estos principios en realidad solo expresaban los intereses de los opresores. Luego los guardias y defensores de la ley, llamados “jueces”, estuvieron encargados de confirmar las transgresiones y castigar a los transgresores.
Estos jueces, a quienes los privilegiados siempre buscaron poner en alta estima ante la percepción pública, precisamente por ser sostenedores del privilegio, fueron entonces, y aún son, una de las más dañinas heridas sobre el cuerpo de la humanidad.
Gracias a ellos, todos los pensamientos y actos rebeldes fueron perseguidos y reprimidos. Ellos son quienes, en toda época, hicieron mártires a los pensadores que intentaron descubrir una pequeña luz, un poco más de verdad; enviaron al cadalso o a prisión a todos aquellos que se levantaron contra la opresión e intentaron obtener un poco de justicia para el pueblo; ellos llenaron las prisiones con una masa de desdichados que, aún cuando sí hubiesen hecho mal, fueron éstos forzados, e incluso obligados a hacerlo, en defensa propia ante el mismo régimen social que les golpeó.
Los jueces, presentándose a sí mismos como los administradores de la justicia, concentran el apoyo y la aceptación de un estado de cosas que la pura violencia de los soldados no tendría el poder de mantener. Ocultándose tras el engaño de una supuesta independencia de los otros órganos del gobierno y una aún más engañosa incorruptibilidad, se tornan ellos mismos en los dóciles y ansiosos instrumentos del odio, la venganza, y de los temores de los tiranos, grandes y pequeños. El hecho de estar por sobre los demás, de ser capaces de regir la vida, la libertad, y la felicidad de todos quienes caen en sus manos, y así también la labor de condenar a los demás, produce en ellos una degeneración moral que les transforma en una especie de monstruo, sordos ante todo sentimiento humano — excepto el horrible placer de hacer sufrir.
Es por lo tanto bastante natural que estos jueces y su institución de “justicia” hayan sido y siempre serán objeto de ataque de cualquiera que ame la libertad y la verdadera justicia.
A todo esto podríamos añadir la comprensión algo más exacta que tenemos hoy de la influencia de lo hereditario y del entorno social, que reduce al mínimo, cuando no anula por completo, toda responsabilidad moral individual. Tenemos además un conocimiento cada vez más profundo de la psicología, que, en vez de alumbrar el problema de los factores que determinan al alma humana, hasta ahora solamente han terminado por mostrar su enorme complejidad y dificultad. De modo que comprendemos por qué se ha dicho que “nadie tiene el derecho a juzgar a otro”.
Nosotros, los anarquistas, que quisiéramos eliminar la violencia y la coerción exterior de las relaciones humanas, tenemos más razones que nadie para protestar contra este derecho a “juzgar”, cuando juzgar significa condenar y castigar a quien sea que no se someta a la ley hecha por los dominadores.
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Pero juzgar también significa expresar la propia opinión, formular el propio juicio, y esto es, el simple derecho a la crítica, a expresar los propios pensamientos sobre todo y todos, que es el primer cimiento de la libertad. Negar el derecho a juzgar, en este sentido de la palabra, no solamente es negar toda posibilidad de progreso, sino que es además negar completamente la vida intelectual y moral de la humanidad.
Que sea tan fácil caer en errores, como también las enormes dificultades de juzgar justamente, especialmente cuando se trata de los motivos morales de un acto humano, sugiere que es mejor ser prudente en los juicios. Mejor nunca asumir aires de infalibilidad, siempre estar dispuesto a corregirse uno mismo, a juzgar el acto ocupándose uno lo menos posible de quien actúa. Nada de esto contradice de ningún modo el derecho a juzgar, es decir, a pensar y a decir lo que uno piensa. Alguien puede cometer errores, ser injusto en sus juicios; pero la libertad de cometer errores, la libertad de permanecer en el error es inseparable de la libertad a defender lo que es cierto y justo: todos deben tener la absoluta libertad de decir y proponer lo que quieren, siempre y cuando no impongan su opinión por la fuerza y siempre y cuando las únicas armas que se usen para defender sus juicios sean las del razonamiento.
Cuando se trata de ciertos actos que son evaluados de distintas maneras en el campo anarquista, y debido a la confusión que surge del doble significado de la palabra “juzgar”, algunos compañeros piensan que pueden salirse del problema diciendo que los anarquistas no debiesen juzgar.
¿Y por qué debiesen los anarquistas, quienes proclaman la libertad total, estar privados de un derecho elemental que claman para todos? ¿Por qué ellos, quienes no admiten dogmas ni papas, quienes siempre aspiran a avanzar, debiesen renunciar al derecho y la práctica de la mutua crítica, medio y garantía de la perfección de las perspectivas?
En últimas, eso es nada más que una hipocresía más o menos inconsciente, producida y reforzada por la confusión en el lenguaje que he señalado. Lo que hay en realidad es personas que niegan el derecho a juzgar a quienes no juzgan como ellas, y se lo niegan a sí mismas también… cuando no saben cómo juzgar.
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