A continuación presentamos la conclusión de la obra de Jean Marie Guyau, “Esbozo de una moral sin obligación ni sanción” como ha sido capturada por Chantal López y Omar Cortés. Será de interés del lector entusiasta revisar el conciso artículo de José Luis Carretero Miramar, “Jean Marie Guyau: la vida que se desborda”
Al concluir, no será inútil que resumamos las principales ideas que hemos desarrollado en el presente trabajo.
Nuestro objeto consistía en investigar lo que sería una moral sin ninguna sanción ni obligación absoluta; hasta donde puede llegar la ciencia positiva por este camino y donde comienza el dominio de las especulaciones metafísicas.
Evitando metódicamente toda ley anterior y superior a los hechos, por consecuencia a priori y categórica, hemos debido partir de los hechos mismos para extraer de ellos una ley, de la realidad para obtener un ideal, de la naturaleza para deducir una moralidad. Ahora bien, el hecho esencial y constitutivo de nuestra naturaleza, es que somos seres vivos, sensibles y pensantes; a la vida en su aspecto a la vez físico y moral, hemos debido pedir el principio de la conducta.
Es indispensable que ese principio ofrezca un doble carácter, porque en el hombre, la vida misma se desdobla, por así decirlo, en inconsciente y consciente. La mayoría de los moralistas no ve casi más que el dominio de la conciencia; no obstante, el verdadero fondo de la actividad es el inconsciente o el subconsciente. Es cierto que la conciencia puede reaccionar a la larga y destruir gradualmente, mediante la claridad del análisis, lo que la síntesis obscura de la herencia había acumulado en los individuos o en los pueblos. La conciencia tiene una fuerza disolvente con la que no ha contado bastante la escuela utilitaria, ni aún la evolucionista. De ahí la necesidad de restablecer la armonía entre la reflexión de la conciencia y la espontaneidad del instinto inconsciente; es preciso hallar un principio de acción que sea común a ambas esferas y que, en consecuencia, al tomar conciencia de sí, llegue antes a fortificarse que a destruirse.
Hemos creído haber hallado ese principio en la vida más intensiva y más extensiva posible, en el aspecto físico y mental. La vida, al tomar conciencia de sí, de su intensidad y de su extensión, no tiende a destruirse: no hace más que acrecentar su propia fuerza.
En el dominio de la vida hay también, sin embargo, antinomias que se producen debido a la lucha de las individualidades y a la competición de todos los seres por la felicidad y, a veces, por la existencia. En la naturaleza la antinomia del struggle for life, no ha sido resuelta en ninguna parte; el sueño del moralista es resolverla o, por lo menos, reducirla lo más posible. Para ello, el moralista se ve tentado a invocar una ley superior a la vida misma, una ley inteligible, eterna, supranatural. Nosotros hemos renunciado a invocar esta ley, por lo menos como ley; hemos vuelto a colocar el mundo inteligible en el mundo de las hipótesis, y no es de una hipótesis que puede deducirse una ley. Por consiguiente, hemos estado de nuevo obligados a recurrir a la vida para que se rigiera a sí misma. Pero entonces es una vida más completa y más amplia la que puede regir a una vida menos completa y menos amplia. Tal es, en efecto, la única regla posible para una moral exclusivamente científica.
El carácter de la vida que en cierta medida nos ha permitido unir al egoísmo y al altruísmo — unión que es la piedra filosofal de los moralistas — es lo que hemos llamado la fecundidad moral. Es preciso que la vida individual se prodigue para los demás, en los demás, y, en caso de necesidad, se dé; pues bien, esta expansión no es contra su naturaleza, por el contrario, está de acuerdo con ella; mucho más: es la condición misma de la verdadera vida. La escuela utilitaria se ha visto forzada a detenerse, con algún titubeo, frente a esta antítesis perpetua del yo y del tú, de lo mío y de lo tuyo, del interés personal y de nuestro interés general; pero la naturaleza viviente no se detiene ante esta división abierta y lógicamente inflexible: la vida individual es pródiga para los demás porque es fecunda, y es fecunda por lo mismo que es vida. Hemos visto que desde el punto de vista físico, es una necesidad individual engendrar otro individuo; de tal manera que este otro resulta ser como una condición de nosotros mismos. La vida, como el fuego, sólo se conserva al comunicarse. Y esto es tan verdadero para la inteligencia como para el cuerpo; es tan imposible encerrar en si a la inteligencia como a la llama: Está hecha para resplandecer. Igual fuerza de expansión en la sensibilidad: es necesario que compartamos nuestra alegría, es necesario que compartamos nuestro dolor. Todo nuestro ser es sociable: la vida desconoce las clasificaciones y las divisiones absolutas de los lógicos y los metafísicos; no puede ser completamente egoísta, aun cuando lo quisiese. Estamos abiertos por todas partes, y por todas somos invasores e invadidos. Esto se debe a la ley fundamental que la biología nos ha proporcionado: La vida no es sólo nutrición, es producción y fecundidad. Vivir es tanto gastar como adquirir.
Después de haber planteado esta ley general de la vida física y psíquica, hemos investigado cómo se podía extraer de ella una especie de equivalente de la obligación.
¿Qué es, en suma, la obligación para quien no admite imperativo absoluto, ni ley trascendente? Una determinada forma de impulso. En efecto, analícese la obligación moral, el deber, la ley moral; lo que les da el carácter activo es el impulso inseparable de ellos, la fuerza que exige ser utilizada. Pues bien, esta fuerza impulsiva nos ha parecido el primer equivalente natural del deber supranatural. Los utilitarios están demasiado absorbidos todavía por consideraciones de finalidad; no miran más que el fin que es para ellos la utilidad, a su vez reductible al placer. Son hedonistas, es decir, hacen de los placeres, bajo una forma egoísta o simpática el gran resorte de la vida mental. Nosotros, por el contrario, nos. colocamos en el punto de vista de la causalidad eficiente y no de la finalidad; comprobamos en nosotros la existencia de una causa que obra aún antes que el atractivo del placer como fin: esta causa es la vida, que por ser naturaleza misma tiende a crecer y a prodigarse, hallando así, como consecuencia, al placer, pero sin tomarlo como fin. El ser vivo, no es pura y simplemente un calculador, como quiere Bentham, un financiero que hace en su libro mayor el balance de los beneficios y las pérdidas: vivir no es calcular, es obrar. Hay en el ser vivo una acumulación de fuerza, una reserva de actividad que se utiliza no por el placer de gastarla, sino porque es preciso gastarla: una causa no puede dejar de producir sus efectos, aún sin consideración de fin.
Hemos llegado así a nuestra fórmula fundamental: el deber es sólo una expresión derivada del poder que tiende a pasar necesariamente al acto. No llamamos deber más que al poder que supera a la realidad, que llega a ser en relación a ella un ideal, convirtiéndose en lo que debe ser, porque es lo que puede ser, porque es el germen del porvenir que desborda ya del presente. Ningún principio sobrenatural en nuestra moral; todo se deriva de la vida misma y de la fuerza inherente a la vida: la vida se dicta su misma ley por su aspiración a desarrollarse incesantemente; por su poder de acción se dicta su obligación a obrar.
Hemos demostrado que, en lugar de decir: debo, luego puedo, es más cierto decir: puedo, luego debo. De ahí la existencia de un determinado deber impersonal creado por el poder mismo para obrar. Tal es el primer equivalente natural del deber místico y trascendente.
Hemos hallado el segundo equivalente en la teoría de las ideas-fuerzas sostenida por un filósofo contemporáneo: la idea misma de la acción superior, como la de toda acción, es una fuerza que tiende a realizarla. Ya la idea misma es el comienzo de la realización de la acción superior; desde ese punto de vista, la obligación no es más que el sentimiento de la profunda identidad que existe entre el pensamiento y la acción; es por esto mismo el sentimiento de la unidad del ser, de la unidad de la vida. El que no adecua su acción a su más alto pensamiento, está en lucha consigo mismo, dividido interiormente. También en ese punto es sobrepasado el hedonismo; no se trata de calcular los placeres, de llevar una contabilidad y perseguir una finalidad; se trata de ser y de vivir, de sentirse existir y vivir, de obrar como se es y como se vive, de no ser una especie de mentira en acción, sino una verdad en acción.
Un tercer equivalente del deber está tomado de la sensibilidad, no ya, como los precedentes, de la inteligencia y la actividad. De la fusión creciente de las sensibilidades y el carácter cada vez más sociable de los placeres elevados, surge una especie de deber o necesidad superior, que nos impulsa también natural y racionalmente hacia los demás. En virtud de la evolución nuestros placeres se amplían y llegan a ser cada vez más impersonales; no podemos gozar en nuestro yo como en una isla cerrada; nuestro medio, al que mejor nos adaptamos cada día, es la sociedad humana, y ya no podemos ser dichosos fuera de ella, como no podemos respirar fuera del aire. La felicidad puramente egoísta de ciertos epicúreos, es una quimera, una abstracción, una imposibilidad; los verdaderos placeres humanos son todos más o menos sociales. El egoísmo puro, como lo hemos dicho, en lugar de ser una real afirmación del yo, es una mutilación del yo.
De esta forma, hay en nuestra actividad, en nuestra inteligencia, en nuestra sensibilidad, una presión que se ejerce en el sentido altruista, hay una fuerza de expansión tan potente, como la que obra en los astros; y es esta fuerza de expansión, la que, al tomar conciencia de su poder, se designa a sí misma con el nombre de deber.
He aquí el tesoro de espontaneidad natural que es la vida, y que crea al mismo tiempo la riqueza moral. Pero, como lo hemos visto, la reflexión puede hallarse en oposición a la espontaneidad natural, puede trabajar para restringir en conjunto el poder y el deber de sociabilidad, cuando la fuerza de expansión hacia los demás se halla, por azar, en oposición con la fuerza de gravitación sobre sí. A pesar de que la lucha por la vida ha disminuido con el progreso de la evolución, reaparece en ciertas circunstancias que son todavía frecuentes en nuestros días. ¿Cómo llevar entonces al individuo, sin ley imperativa, a un desinterés definitivo y, a veces, al sacrificio de sí mismo?
Además de esos móviles que hemos examinado con anterioridad y que, en circunstancias normales, obran constantemente, hallamos otros que hemos llamado amor al riesgo físico y amor al riesgo moral. El hombre es un ser inclinado a la especulación, no sólo en teoría, sino en la práctica. Su pensamiento y su acción no desaparecen porque acabe la certidumbre. La ley categórica puede ser substituida por una pura hipótesis especulativa; de la misma forma, la fe dogmática es substituida por una pura esperanza, y la afirmación, por la acción. La hipótesis especulativa es un riesgo para el pensamiento, la acción ejecutada de acuerdo a esa hipótesis es un riesgo para la voluntad; el ser superior es quien más emprende y más arriesga, ya sea con su pensamiento, ya con sus actos. Esta superioridad es producto de un mayor tesoro de fuerza interior, del mayor poder que el individuo posee; por eso mismo, tiene un deber superior.
Hasta el mismo sacrificio de la vida puede ser también, en ciertos casos, una expansión de ésta, que ha llegado a ser lo suficientemente intensa como para preferir un impulso de sublime exaltación, a años a ras de tierra. Como hemos visto, hay momentos en que es posible decir a la vez: vivo, he vivido. Si algunas agonías físicas y morales duran años, y si se puede, por así decirlo, morir por sí mismo durante toda una existencia, lo inverso es también verdadero, y se puede concentrar una vida en un momento de amor y de sacrificio.
Finalmente, de la misma forma que la vida se dicta su obligación de obrar debido a su poder mismo para obrar, se dicta también su sanción por su acción misma, porque al obrar goza, al obrar menos goza menos y al obrar más, goza más. Aun al darse, la vida se recupera, hasta al morir tiene conciencia de su plenitud que, por lo demás, reaparecerá como indestructible bajo otras formas, porque en el mundo nada se pierde.
En suma, la potencia de la vida y la acción son los únicos que pueden resolver, sino enteramente, por lo menos en parte, los problemas que se plantea el pensamiento abstracto. El escéptico, tanto en moral como en metafísica, cree que se equivoca, y, con él, todos los demás, que la humanidad se equivocará siempre, que el pretendido progreso es un pataleo sobre el mismo sitio; está equivocado. No ve que nuestros padres nos han ahorrado los mismos errores en que ellos cayeron y que nosotros ahorraremos los nuestros a nuestros descendientes; no ve que, por otra parte, en todos los errores hay algo de verdad y que esa pequeña parte de verdad va creciendo poco a poco y afirmándose. Por otro lado, el que tiene la fe dogmática cree poseer, con exclusión de todos, la verdad completa, definida e imperativa; no tiene razón. No ve que con toda verdad hay errores mezclados, que en el pensamiento del hombre no hay todavía nada suficientemente perfecto como para ser definitivo. El primero cree que la humanidad no avanza, el segundo que ha llegado a su destino; hay un término medio entre ambas hipótesis: es preciso decirse que la humanidad está en marcha y marchar uno mismo. El trabajo, como se ha dicho, vale por la oración; vale más que la oración, o, mejor aún, es la verdadera oración, la verdadera providencia humana: obremos en lugar de orar. No confiemos más que en nosotros mismos y en los otros hombres; contemos con nosotros. La esperanza, como la Providencia, ve a veces más adelante (providere). La diferencia entre la providencia sobrenatural y la esperanza natural, consiste en que la una pretende modificar inmediatamente a la naturaleza mediante medios sobrenaturales como ella, y la otra, en principio, sólo nos modifica a nosotros; es una fuerza que no es superior a nosotros, una fuerza interior: es a nosotros a quienes lleva hacia adelante. Queda por saber si vamos solos, si el mundo nos sigue, si el pensamiento podrá algún día arrastrar a la naturaleza; avancemos siempre. Estamos como sobre el Leviatán al que una ola había arrancado el timón y un golpe de viento roto el mástil. Estaba perdido en el océano, lo mismo que nuestra Tierra en el espacio. Anduvo así, al azar, empujado por la tempestad, como un gran madero, resto de un naufragio, portador de los hombres; sin embargo llegó. Quizás nuestra Tierra y la humanidad llegarán también a un fin ignorado que se habrán creado a si mismas. Ninguna mano nos dirige, ningún ojo vela por nosotros; el timón está roto hace mucho tiempo, o, más bien, no lo ha habido nunca, está por hacer: es una gran tarea, y es nuestra tarea.
Nuestro objeto consistía en investigar lo que sería una moral sin ninguna sanción ni obligación absoluta; hasta donde puede llegar la ciencia positiva por este camino y donde comienza el dominio de las especulaciones metafísicas.
Evitando metódicamente toda ley anterior y superior a los hechos, por consecuencia a priori y categórica, hemos debido partir de los hechos mismos para extraer de ellos una ley, de la realidad para obtener un ideal, de la naturaleza para deducir una moralidad. Ahora bien, el hecho esencial y constitutivo de nuestra naturaleza, es que somos seres vivos, sensibles y pensantes; a la vida en su aspecto a la vez físico y moral, hemos debido pedir el principio de la conducta.
Es indispensable que ese principio ofrezca un doble carácter, porque en el hombre, la vida misma se desdobla, por así decirlo, en inconsciente y consciente. La mayoría de los moralistas no ve casi más que el dominio de la conciencia; no obstante, el verdadero fondo de la actividad es el inconsciente o el subconsciente. Es cierto que la conciencia puede reaccionar a la larga y destruir gradualmente, mediante la claridad del análisis, lo que la síntesis obscura de la herencia había acumulado en los individuos o en los pueblos. La conciencia tiene una fuerza disolvente con la que no ha contado bastante la escuela utilitaria, ni aún la evolucionista. De ahí la necesidad de restablecer la armonía entre la reflexión de la conciencia y la espontaneidad del instinto inconsciente; es preciso hallar un principio de acción que sea común a ambas esferas y que, en consecuencia, al tomar conciencia de sí, llegue antes a fortificarse que a destruirse.
Hemos creído haber hallado ese principio en la vida más intensiva y más extensiva posible, en el aspecto físico y mental. La vida, al tomar conciencia de sí, de su intensidad y de su extensión, no tiende a destruirse: no hace más que acrecentar su propia fuerza.
En el dominio de la vida hay también, sin embargo, antinomias que se producen debido a la lucha de las individualidades y a la competición de todos los seres por la felicidad y, a veces, por la existencia. En la naturaleza la antinomia del struggle for life, no ha sido resuelta en ninguna parte; el sueño del moralista es resolverla o, por lo menos, reducirla lo más posible. Para ello, el moralista se ve tentado a invocar una ley superior a la vida misma, una ley inteligible, eterna, supranatural. Nosotros hemos renunciado a invocar esta ley, por lo menos como ley; hemos vuelto a colocar el mundo inteligible en el mundo de las hipótesis, y no es de una hipótesis que puede deducirse una ley. Por consiguiente, hemos estado de nuevo obligados a recurrir a la vida para que se rigiera a sí misma. Pero entonces es una vida más completa y más amplia la que puede regir a una vida menos completa y menos amplia. Tal es, en efecto, la única regla posible para una moral exclusivamente científica.
El carácter de la vida que en cierta medida nos ha permitido unir al egoísmo y al altruísmo — unión que es la piedra filosofal de los moralistas — es lo que hemos llamado la fecundidad moral. Es preciso que la vida individual se prodigue para los demás, en los demás, y, en caso de necesidad, se dé; pues bien, esta expansión no es contra su naturaleza, por el contrario, está de acuerdo con ella; mucho más: es la condición misma de la verdadera vida. La escuela utilitaria se ha visto forzada a detenerse, con algún titubeo, frente a esta antítesis perpetua del yo y del tú, de lo mío y de lo tuyo, del interés personal y de nuestro interés general; pero la naturaleza viviente no se detiene ante esta división abierta y lógicamente inflexible: la vida individual es pródiga para los demás porque es fecunda, y es fecunda por lo mismo que es vida. Hemos visto que desde el punto de vista físico, es una necesidad individual engendrar otro individuo; de tal manera que este otro resulta ser como una condición de nosotros mismos. La vida, como el fuego, sólo se conserva al comunicarse. Y esto es tan verdadero para la inteligencia como para el cuerpo; es tan imposible encerrar en si a la inteligencia como a la llama: Está hecha para resplandecer. Igual fuerza de expansión en la sensibilidad: es necesario que compartamos nuestra alegría, es necesario que compartamos nuestro dolor. Todo nuestro ser es sociable: la vida desconoce las clasificaciones y las divisiones absolutas de los lógicos y los metafísicos; no puede ser completamente egoísta, aun cuando lo quisiese. Estamos abiertos por todas partes, y por todas somos invasores e invadidos. Esto se debe a la ley fundamental que la biología nos ha proporcionado: La vida no es sólo nutrición, es producción y fecundidad. Vivir es tanto gastar como adquirir.
Después de haber planteado esta ley general de la vida física y psíquica, hemos investigado cómo se podía extraer de ella una especie de equivalente de la obligación.
¿Qué es, en suma, la obligación para quien no admite imperativo absoluto, ni ley trascendente? Una determinada forma de impulso. En efecto, analícese la obligación moral, el deber, la ley moral; lo que les da el carácter activo es el impulso inseparable de ellos, la fuerza que exige ser utilizada. Pues bien, esta fuerza impulsiva nos ha parecido el primer equivalente natural del deber supranatural. Los utilitarios están demasiado absorbidos todavía por consideraciones de finalidad; no miran más que el fin que es para ellos la utilidad, a su vez reductible al placer. Son hedonistas, es decir, hacen de los placeres, bajo una forma egoísta o simpática el gran resorte de la vida mental. Nosotros, por el contrario, nos. colocamos en el punto de vista de la causalidad eficiente y no de la finalidad; comprobamos en nosotros la existencia de una causa que obra aún antes que el atractivo del placer como fin: esta causa es la vida, que por ser naturaleza misma tiende a crecer y a prodigarse, hallando así, como consecuencia, al placer, pero sin tomarlo como fin. El ser vivo, no es pura y simplemente un calculador, como quiere Bentham, un financiero que hace en su libro mayor el balance de los beneficios y las pérdidas: vivir no es calcular, es obrar. Hay en el ser vivo una acumulación de fuerza, una reserva de actividad que se utiliza no por el placer de gastarla, sino porque es preciso gastarla: una causa no puede dejar de producir sus efectos, aún sin consideración de fin.
Hemos llegado así a nuestra fórmula fundamental: el deber es sólo una expresión derivada del poder que tiende a pasar necesariamente al acto. No llamamos deber más que al poder que supera a la realidad, que llega a ser en relación a ella un ideal, convirtiéndose en lo que debe ser, porque es lo que puede ser, porque es el germen del porvenir que desborda ya del presente. Ningún principio sobrenatural en nuestra moral; todo se deriva de la vida misma y de la fuerza inherente a la vida: la vida se dicta su misma ley por su aspiración a desarrollarse incesantemente; por su poder de acción se dicta su obligación a obrar.
Hemos demostrado que, en lugar de decir: debo, luego puedo, es más cierto decir: puedo, luego debo. De ahí la existencia de un determinado deber impersonal creado por el poder mismo para obrar. Tal es el primer equivalente natural del deber místico y trascendente.
Hemos hallado el segundo equivalente en la teoría de las ideas-fuerzas sostenida por un filósofo contemporáneo: la idea misma de la acción superior, como la de toda acción, es una fuerza que tiende a realizarla. Ya la idea misma es el comienzo de la realización de la acción superior; desde ese punto de vista, la obligación no es más que el sentimiento de la profunda identidad que existe entre el pensamiento y la acción; es por esto mismo el sentimiento de la unidad del ser, de la unidad de la vida. El que no adecua su acción a su más alto pensamiento, está en lucha consigo mismo, dividido interiormente. También en ese punto es sobrepasado el hedonismo; no se trata de calcular los placeres, de llevar una contabilidad y perseguir una finalidad; se trata de ser y de vivir, de sentirse existir y vivir, de obrar como se es y como se vive, de no ser una especie de mentira en acción, sino una verdad en acción.
Un tercer equivalente del deber está tomado de la sensibilidad, no ya, como los precedentes, de la inteligencia y la actividad. De la fusión creciente de las sensibilidades y el carácter cada vez más sociable de los placeres elevados, surge una especie de deber o necesidad superior, que nos impulsa también natural y racionalmente hacia los demás. En virtud de la evolución nuestros placeres se amplían y llegan a ser cada vez más impersonales; no podemos gozar en nuestro yo como en una isla cerrada; nuestro medio, al que mejor nos adaptamos cada día, es la sociedad humana, y ya no podemos ser dichosos fuera de ella, como no podemos respirar fuera del aire. La felicidad puramente egoísta de ciertos epicúreos, es una quimera, una abstracción, una imposibilidad; los verdaderos placeres humanos son todos más o menos sociales. El egoísmo puro, como lo hemos dicho, en lugar de ser una real afirmación del yo, es una mutilación del yo.
De esta forma, hay en nuestra actividad, en nuestra inteligencia, en nuestra sensibilidad, una presión que se ejerce en el sentido altruista, hay una fuerza de expansión tan potente, como la que obra en los astros; y es esta fuerza de expansión, la que, al tomar conciencia de su poder, se designa a sí misma con el nombre de deber.
He aquí el tesoro de espontaneidad natural que es la vida, y que crea al mismo tiempo la riqueza moral. Pero, como lo hemos visto, la reflexión puede hallarse en oposición a la espontaneidad natural, puede trabajar para restringir en conjunto el poder y el deber de sociabilidad, cuando la fuerza de expansión hacia los demás se halla, por azar, en oposición con la fuerza de gravitación sobre sí. A pesar de que la lucha por la vida ha disminuido con el progreso de la evolución, reaparece en ciertas circunstancias que son todavía frecuentes en nuestros días. ¿Cómo llevar entonces al individuo, sin ley imperativa, a un desinterés definitivo y, a veces, al sacrificio de sí mismo?
Además de esos móviles que hemos examinado con anterioridad y que, en circunstancias normales, obran constantemente, hallamos otros que hemos llamado amor al riesgo físico y amor al riesgo moral. El hombre es un ser inclinado a la especulación, no sólo en teoría, sino en la práctica. Su pensamiento y su acción no desaparecen porque acabe la certidumbre. La ley categórica puede ser substituida por una pura hipótesis especulativa; de la misma forma, la fe dogmática es substituida por una pura esperanza, y la afirmación, por la acción. La hipótesis especulativa es un riesgo para el pensamiento, la acción ejecutada de acuerdo a esa hipótesis es un riesgo para la voluntad; el ser superior es quien más emprende y más arriesga, ya sea con su pensamiento, ya con sus actos. Esta superioridad es producto de un mayor tesoro de fuerza interior, del mayor poder que el individuo posee; por eso mismo, tiene un deber superior.
Hasta el mismo sacrificio de la vida puede ser también, en ciertos casos, una expansión de ésta, que ha llegado a ser lo suficientemente intensa como para preferir un impulso de sublime exaltación, a años a ras de tierra. Como hemos visto, hay momentos en que es posible decir a la vez: vivo, he vivido. Si algunas agonías físicas y morales duran años, y si se puede, por así decirlo, morir por sí mismo durante toda una existencia, lo inverso es también verdadero, y se puede concentrar una vida en un momento de amor y de sacrificio.
Finalmente, de la misma forma que la vida se dicta su obligación de obrar debido a su poder mismo para obrar, se dicta también su sanción por su acción misma, porque al obrar goza, al obrar menos goza menos y al obrar más, goza más. Aun al darse, la vida se recupera, hasta al morir tiene conciencia de su plenitud que, por lo demás, reaparecerá como indestructible bajo otras formas, porque en el mundo nada se pierde.
En suma, la potencia de la vida y la acción son los únicos que pueden resolver, sino enteramente, por lo menos en parte, los problemas que se plantea el pensamiento abstracto. El escéptico, tanto en moral como en metafísica, cree que se equivoca, y, con él, todos los demás, que la humanidad se equivocará siempre, que el pretendido progreso es un pataleo sobre el mismo sitio; está equivocado. No ve que nuestros padres nos han ahorrado los mismos errores en que ellos cayeron y que nosotros ahorraremos los nuestros a nuestros descendientes; no ve que, por otra parte, en todos los errores hay algo de verdad y que esa pequeña parte de verdad va creciendo poco a poco y afirmándose. Por otro lado, el que tiene la fe dogmática cree poseer, con exclusión de todos, la verdad completa, definida e imperativa; no tiene razón. No ve que con toda verdad hay errores mezclados, que en el pensamiento del hombre no hay todavía nada suficientemente perfecto como para ser definitivo. El primero cree que la humanidad no avanza, el segundo que ha llegado a su destino; hay un término medio entre ambas hipótesis: es preciso decirse que la humanidad está en marcha y marchar uno mismo. El trabajo, como se ha dicho, vale por la oración; vale más que la oración, o, mejor aún, es la verdadera oración, la verdadera providencia humana: obremos en lugar de orar. No confiemos más que en nosotros mismos y en los otros hombres; contemos con nosotros. La esperanza, como la Providencia, ve a veces más adelante (providere). La diferencia entre la providencia sobrenatural y la esperanza natural, consiste en que la una pretende modificar inmediatamente a la naturaleza mediante medios sobrenaturales como ella, y la otra, en principio, sólo nos modifica a nosotros; es una fuerza que no es superior a nosotros, una fuerza interior: es a nosotros a quienes lleva hacia adelante. Queda por saber si vamos solos, si el mundo nos sigue, si el pensamiento podrá algún día arrastrar a la naturaleza; avancemos siempre. Estamos como sobre el Leviatán al que una ola había arrancado el timón y un golpe de viento roto el mástil. Estaba perdido en el océano, lo mismo que nuestra Tierra en el espacio. Anduvo así, al azar, empujado por la tempestad, como un gran madero, resto de un naufragio, portador de los hombres; sin embargo llegó. Quizás nuestra Tierra y la humanidad llegarán también a un fin ignorado que se habrán creado a si mismas. Ninguna mano nos dirige, ningún ojo vela por nosotros; el timón está roto hace mucho tiempo, o, más bien, no lo ha habido nunca, está por hacer: es una gran tarea, y es nuestra tarea.