Tal vez hay algo que no estamos viendo en nuestra lucha: a nosotros mismos y nuestro modo de relacionarnos con nuestra propia lucha y los ciclos de realimentación negativa psicológicos que de no verlos y superarlos nos llevarán inevitablemente a la derrota. El siguiente es un extracto [Parte I, Capítulo 5] de «Resistir, despertar y rehacernos» (2007) de Roi Ferreiro con importantes reflexiones en torno a esto. A modo de introducción corta a la "resiliencia" citamos:
«Brevemente, puede decirse que si la resiliencia puede expresarse como “resistir y rehacerse” (como indica el subtítulo de la obra que he tomado como referencia), la misma puede fallar o interrumpirse por ausencia o debilidad de uno de los dos aspectos: la adaptación sin resistencia es alienación y la resistencia sin rehacerse supone una interiorización traumática del conflicto psicológico.»
«Brevemente, puede decirse que si la resiliencia puede expresarse como “resistir y rehacerse” (como indica el subtítulo de la obra que he tomado como referencia), la misma puede fallar o interrumpirse por ausencia o debilidad de uno de los dos aspectos: la adaptación sin resistencia es alienación y la resistencia sin rehacerse supone una interiorización traumática del conflicto psicológico.»
5. Resiliencia y alienación.
Si la consideramos desde un punto de
vista dinámico y psico-social, la alienación
puede entenderse como una desviación
de la resiliencia. Ésta no es simplemente interrumpida o rota, sino que los
individuos se “rehacen” conforme a necesidades externas o impuestas, en lugar
de conforme a sus propias necesidades espontáneas. Se asumen como propias
determinaciones que no nos son inmanentes,
sino inducidas, de manera que las
necesidades propias quedan subordinadas a las ajenas y lo mismo ocurre con las
capacidades. Se anula la autodeterminación y sólo hay adaptación. La capacidad
de resiliencia es desarticulada por el sometimiento a un poder ajeno y la subjetividad
es de este modo subsumida por ese poder, a través del desarrollo de una
constitución psicológica global enajenada (y por supuesto del mantenimiento de
las relaciones sociales correspondientes).
Habitualmente tendemos a concebir la
alienación de una manera estática, en lugar de entenderla como una posibilidad
y una tendencia permanentes de la acción humana, tanto individual como
colectiva. Naturalmente, esto sólo es posible si entendemos que, en esencia,
toda alienación es una autoalienación,
aunque esto no se presente así en todos los casos individuales o aislados, sino
sólo se evidencia gracias a una comprensión de las pautas dinámicas que sigue
la sociedad como totalidad histórica en devenir. Es decir, la alienación es
esencialmente un proceso colectivo e histórico-socialmente determinado, no
existe fuera de ese proceso y condiciones. Un ejemplo conocido de este análisis
es la teoría marxiana del automovimiento del capital, desarrollada en El Capital y en los Grundrisse, que explica el capitalismo como automovimiento
expansivo del trabajo alienado bajo las condiciones de un desarrollo global del
intercambio.
Desde una perspectiva dinámica, existe
tanto la posibilidad de un proceso de ruptura con las formas de alienación como
de un proceso de ampliación de la misma. Las derrotas históricas de la clase
obrera, en las que se evidencia un fracaso para adecuar su autoactividad ante
un cambio sustancial en las condiciones sociales globales -y por tanto, en las
condiciones de la lucha de clases-, siempre han supuesto una intensificación de
la alienación, en absoluto meramente un problema de “dirección” u organización.
Como ocurrió con el paso del capitalismo liberal al capitalismo de Estado en
sus diversas variantes (keynesiana, fascista y bolchevique) -cuyas diferencias
cualitativas afectan sólo a la forma-, y más recientemente con la
descomposición del capitalismo de Estado y su reemplazo por un híbrido
decadente, mezcla de liberalismo y estatismo, la clase obrera no fue capaz de
llevar su autonomía hasta el nivel necesario para afrontar el cambio en las
condiciones e imponer su propia alternativa. Lo más que logró fue lanzar un
asalto a la sociedad contemporánea que fracasó, en lo inmediato debido a sus
propias ilusiones políticas e ideológicas, pero, sobre todo, debido a su
incapacidad para liberarse de las formas alienadas que limitaban su
autoactividad y, por consiguiente, también para desarrollar sus propias
capacidades revolucionarias. En consecuencia, la alienación se profundizó, no
sólo porque se desarrollasen los mecanismos sociales de la alienación mediante
la subsunción creciente del trabajo, la vida y la cultura en el capital, sino
también porque la misma falta de autonomía supuso una incapacidad para
comprender la derrota y se tradujo en una renuncia a las perspectivas e ideas
revolucionarias que habían emergido en los períodos anteriores.
A nivel colectivo, este tipo de
derrotas cualitativas supusieron verdaderos traumas, que en la psicología de la
resiliencia se entienden precisamente como rupturas, momentáneas o definitivas
(suicidio), de la resiliencia. Podemos así entender la interiorización de las derrotas
y la propia dominación del capital sobre la subjetividad proletaria como una ruptura de la resiliencia. Entonces, el
problema fundamental no es analizar los factores técnico-organizativos o
mecánicos (correlación de fuerzas) que han provocado la derrota, sino la
autoalienación subyacente a la insuficiencia de la clase en lucha y su
amplificación subsiguiente a la derrota. La superación definitiva de las
derrotas cualitativas, tanto como retroceso en la lucha como en su dimensión
cualitativa, no se solucionará mientras la resiliencia no se haga consciente,
mientras l@s proletari@s no tomen conciencia de su capacidad de autosuperación
y no se sientan, en consecuencia, con la potencia necesaria para vencer a las
fuerzas capitalistas y transformar radicalmente la sociedad como un todo.
Mientras tanto, subsistirá en todo momento la posibilidad de nuevos retrocesos
y reflujos persistentes, con el consiguiente peligro para la perspectiva
revolucionaria, ya que las revoluciones sólo pueden existir como procesos de
transformación continua; la ruptura de la resiliencia es también la clave
última que explica el fracaso de las revoluciones en lo tocante al desarrollo
de la subjetividad y sus consecuencias prácticas.
Nos interesan, por lo tanto, las claves
intrapsíquicas de la superación de los traumas, que podemos sintetizar en:
1) Capacidades para enfrentar las
representaciones y los afectos suscitados por los traumas.
2) Capacidad para racionalizarlos y
comprenderlos
3) Capacidad para actuar en consecuencia,
de acuerdo con las necesidades propias y las condiciones sociales actuales.
Las reacciones o mecanismos de
protección ante el trauma también son importantes, porque tienden a convertirse
en su contrario y a bloquear la resiliencia. Son, brevemente7:
1) El recurso al imaginario (evasión)
2) El humor (sublimación positiva)
3) Escisión (separar lo bueno de lo
malo, lo aceptable de lo insoportable)
4) Negación (último recurso ante una
realidad que se ha vuelto psicológicamente insoportable)
5) Intelectualización (evasión mediante la racionalización)
Todos estos mecanismos los habremos
experimentado en nosotr@s y seguramente podemos seguir experimentándolos, pues
son tendencias espontáneas. El problema viene cuando no se es consciente de ellos
y, aún peor, cuando se plantea una comprensión del trauma o conflicto
interiorizado que pretende obviarlos, interpretando acríticamente sus efectos
mentales como un resultado de la sensibilidad. El resultado habitual es que los
mecanismos se proyectan de forma enajenada en la teoría social, dando lugar a:
1) Diversos géneros de utopismo, cuyo
tipo regresivo se basa en la idealización o mistificación del capitalismo (por
ejemplo, ese utopismo fundado en la individualidad atomizada y su conciencia,
en la ciudadanía y la democracia formal, etc.)
2) La sustitución de la crítica
racional seria por la sátira y el sarcasmo, lo que es una subestimación de los
problemas y de las capacidades del enemigo. En su forma regresiva deriva hacia
el autoconformismo y la autojustificación ideológica.
3) La simplificación de la lucha,
dejando a un lado todo lo que no resulte “manejable” para la propia psicología,
o peor aún, aquello que no interesa a la subjetividad particular (abandonando
así la perspectiva de totalidad y la perspectiva de clase, por más que pueda
pensarse en su nombre). Al autojustificarse, esta forma de pensar separativa y
fragmentaria se aproxima de nuevo hacia la conciencia dominante -primero hacia
la conciencia dominante en general, luego hacia la subconciencia dominante que
impera en su estrato social o círculo cultural particular. Sus presupuestos
últimos son del tipo: “eso siempre ha sido así y lo seguirá siendo”, “ya
cambiará por sí mismo con el tiempo o gracias a otros factores”, y todo tipo de
diferenciaciones mecánicas entre lo principal y lo secundario, lo que importa y
lo que no, etc., etc.
4) Se sustituye la comprensión
integradora de la realidad por la negación simple de lo que se experimenta como
antagónico, lo que lleva al mecanicismo y al reduccionismo teórico. En su forma
regresiva conduce al sectarismo, pues favorece una visión subjetivista y
excluyente de la realidad -sobre todo porque todo antagonismo implica al menos
la unidad interna de cada opuesto; por consiguiente, el mecanicismo absoluto no
existe y detrás de cualquier visión mecanicista subyacen siempre por ello
concepciones muy diversas, basadas en unilateralidades que, debido al enfoque
mecanicista, se vuelven inconciliables y fuente de división.
5) La excesiva intelectualización lleva
a reemplazar las soluciones prácticas por las teóricas, a construir
anticipaciones o representaciones teóricas excesivamente elaboradas o
infundadas. En su vertiente reaccionaria, favorece la concepción de que la teoría
debe adelantarse y predeterminar la práctica, con lo cual se limitan y se
ignoran tanto su potencial creativo como sus continuas y más o menos relevantes
innovaciones. En su formulación progresiva sigue siendo un obstáculo a la
actividad creativa y a veces resulta un freno al avance histórico práctico, ya
que intenta amoldarlo todavía a sus directrices teóricas.
Todos estos mecanismos pueden, pues,
tener cierto componente progresivo dependiendo de las circunstancias objetivas
y subjetivas, pero por sí mismos no son capaces de estimular una praxis que
rompa la alienación. Todo lo más permiten sobrellevarla de manera “crítica”, o
crear la ilusión mental de haberla superado. Son medios para preservar el
equilibrio psíquico, pero al mismo tiempo impiden la emergencia de “estados alejados del equilibrio” en los
que la autoorganización caótica de la psique y de la conciencia pueda producir
nuevas actitudes prácticas, maneras de ver la realidad y representaciones
intelectuales, y más en general la autoconciencia se amplíe en torno al
reconocimiento más claro de las propias necesidades (como aspiraciones
esenciales y en su expresión como deseos). La alienación tiende a autonomizar
estos mecanismos de protección del control consciente y, por consiguiente, a convertirlos
en rígidos obstáculos a la resiliencia: no sólo no favorecen el enfrentamiento
efectivo con la realidad, sino que también impiden el aprendizaje a raíz del
mismo, distorsionan la elaboración de las representaciones mentales
subsiguientes y la emergencia de una nueva conciencia.
La elaboración mental o “mentalización” no consiste sólo, ni
fundamentalmente, en un proceso analítico y deductivo, como se piensa
comunmente. Es un proceso holístico y complejo en el que intervienen todos los
planos de la psique (la autoactividad psíquica total), mediante el cual las
“excitaciones pulsionales” dan lugar a representaciones mentales. Y este
proceso se entremezcla en cada fase con las sucesivas reacciones de placer o
displacer, que informan el sentido o relación de identidad entre las
necesidades y las representaciones. Por consiguiente, cada persona pone
énfasis, sigue líneas de desarrollo mental, etc., que son singulares, que cada
individuo reacciona de manera singular ante el mismo estímulo.
En general, aquellos estímulos o
“excitaciones” que resultan insoportables o intratables para la mente
consciente se convierten en tensiones que provocan una ruptura de la
resiliencia. Esto puede adoptar la forma de:
1) “derrame” o “desorganización” de las
representaciones en proceso de formación, dejando así de conformar nociones compartibles (delirio).
2) “descarga por vía corporal”
(violencia física) -por tanto, en esencia una sublimación irracional.
3) Exteriorización agresiva (rechazo
violento y confrontación). Contrariamente a lo que se piensa comunmente, esta
actitud no favorece el desarrollo de la subjetividad, sino que sólo reafirma la
subjetividad actual. La subjetividad cambia cuando es capaz de asumir su
conflicto con el mundo exterior, no cuando rechaza ese conflicto. En
consecuencia, el cambio implica reconocer que las reacciones agresivas son en
sí mismas un obstáculo y que lo más adecuado para superar el conflicto es
dirigir la energía a la acción desde una conciencia tranquila.
Por tanto, una buena mentalización es
decisiva. Aquí tiene su papel central la alienación al anular la autonomía
mental y favorecer el empobrecimiento intelectual. Igual que el trabajo
alienado supone, materialmente, que cuanta más riqueza se produce más se empobrece
el trabajador, el pensamiento alienado supone espiritualmente que cuanto más se
desarrollan las representaciones alienadas más se empobrece la conciencia de la
persona (lógica ideológica, desarticulación de la capacidad de atención
consciente y de análisis autónomo, etc.). El proceso de mentalización opera así
de manera no consciente en su -ya previamente restringida- dimensión creativa.
Y, a causa de esto último, la representación que los individuos se hacen de su
vida alienada es considerada por ellos como una representación completamente
“natural” y “espontánea”, incluso como una representación “puramente objetiva”.
Pues asumen implícitamente que el proceso interno de elaboración del
conocimiento “queda” (en realidad, se presenta) fuera de su control y está
dominado (“determinado”) por las fuerzas sociales ciegas, por lo que, si el
conocimiento es correcto, es porque consiste en un reflejo en la conciencia de
la realidad exterior a través de las sensaciones. Es decir, asumen como algo
natural y espontáneo, que proporciona una información incuestionable, lo que es
un producto de un desarrollo social y personal totalmente dominado por
relaciones alienantes.
Pero la mentalización no es
“reflexión”, sino “autorreflexión”. En esto el desarrollo del lenguaje y de la
expresividad afectiva consciente es clave. A través de las relaciones sociales
(primeramente, las relaciones familiares) aprendemos a asociar sentimientos y
sensaciones con palabras y esa es la base sobre la que luego pensamos. Por eso,
la asociación de los sentimientos a conceptos meramente negativos implica una
inconciencia emocional o un intento de ocultar o prescindir de esos
sentimientos o sensaciones. O lo que es lo mismo, un intento de prescindir de
la propia subjetividad o de ocultarla (los conceptos “naturales” o
“espontáneos”, que pretenden ser independientes de la realidad social, son una
forma de conceptualización negativa implícita, ya que niegan precisamente lo
que es su razón de ser -lo social-, dejándolo sin explicar críticamente). Todas
las pretensiones de un pensamiento “objetivo” en sí mismo, capaz de reflejar la
realidad independientemente de la subjetividad, implican una ruptura de la
resiliencia, una incomunicación entre aspectos de la propia psique y
subsiguientes contradicciones. Estos rasgos, que pueden encontrarse claramente
en el leninismo, se manifiestan como praxis alienada, pero también como una
incapacidad para la autosuperación, dando lugar siempre a sistemas de
pensamiento rígidos y fuertemente tendentes a la ideologización. Al no querer
reconocer la subjetividad implícita en el pensamiento, el diálogo se hace
también imposible.
La capacidad de mentalización influye
en lo que se recuerda y lo que se olvida. Por ejemplo, un niño maltratado por
sus padres, que de adulto reproduce el maltrato, suele idealizar a sus
maltratadores justificando su actuación al olvidar su carácter injusto y
autoinculparse. Lo mismo ocurre, en general, con las experiencias sociales
traumáticas mal integradas. Sobre esta base, el olvido bloquea la capacidad de
resiliencia que, frente a la negatividad, opera aprendiendo críticamente del
pasado para poder aprender y actuar de manera contraria en el futuro. Este tipo
de olvido es posible porque, de hecho, la memoria implica el olvido. No podemos
recordarlo todo, tanto porque nuestra capacidad de atención es limitada, como
porque la asimilación de la información que nos llega a través de los sentidos
es mayormente un proceso inconsciente. Por ello, la adecuación del pensamiento
a la experiencia real exige, por una parte, reconstruirla progresivamente
mediante la representación de conjunto, y por otra, profundizar continuamente
en la memoria misma para (re)descubrir nuevos matices (los cuales ya se han
olvidado o incluso nunca se han recordado conscientemente).
En todo esto pienso que juega su papel
la distinción entre “recordar” y “acordar”. Podemos “recordar” (traer a la
memoria) muchos datos de la sensibilidad sobre cierto suceso, pero
habitualmente sólo nos “acordamos” de lo que consideramos interesante
-“acordar” tiene el sentido de componer
o conciliar, por lo que respecto a la
memoria se refiere a recordar datos que ya habían sido anteriormente
identificados. El resto de la información de los sentidos, lo que podemos
recordar pero no nos resulta -consciente o inconscientemente- interesante, lo
olvidamos. Esto crea luego la ilusión de que fundamos nuestras representaciones
mentales siempre en nuestra memoria total, porque confundimos todo lo que
podemos recordar (efectiva o potencialmente) con aquello que está
ordinariamente en la parte más accesible o consciente de la memoria. Nos
olvidamos que toda representación se construye a través de una sucesión de
abstracciones respecto a los datos de la sensibilidad, que empieza por
seleccionar lo que nos parece o no relevante para representar mentalmente
nuestras necesidades8. De ahí que, para el
desarrollo del pensamiento social, sea necesario seguir el proceso continuo y
reiterativo de ir de lo concreto sensible a lo abstracto y luego volver de nuevo
a lo concreto para someter a verificación las representaciones construidas.
Pero de ahí también que, este desarrollo del pensamiento, no pueda llegar a ser
holístico sin implicar un proceso simultáneo de autoconocimiento. Pues sólo
volviendo una y otra vez sobre la sensibilidad -como mundo exterior, pero
también como actividad interior-, siguiendo su proceso conscientemente, el
pensamiento puede llegar a ser completamente concreto, ya que las múltiples
determinaciones que definen la realidad incluyen también las determinaciones
del sujeto.
La inconciencia psíquica es, pues, el
trasfondo que ocasiona la mala integración de las experiencias conflictivas,
que se interiorizan conformando conflictos internos. Esto implica que, tras los
conflictos internos, hay siempre una alienación consistente en que,
determinaciones externas (subjetivas u objetivas, sociales o naturales) no son
reconocidas como tales y se confunden con determinaciones de la propia
subjetividad que, después, se autonomizan del control consciente9. De este modo, nuestra conducta
reproducirá estos traumas. El odio, el rencor, la aversión, son emociones que,
de volverse persistentes, indican una experiencia mal integrada y son una
fuente de infelicidad. En cambio, la ecuanimidad, el perdón o la apertura
indican una experiencia bien integrada, que se ha hecho parte del ser propio.
Al identificar en nosotr@s lo que rechazamos, o sea, al comprender lo que
experimentamos y cómo lo experimentamos, y cómo y qué experimentan l@s otr@s,
llegamos a una verdadera conciencia social que nos permite superar el rechazo y
establecer en su lugar una nueva perspectiva positiva. Entonces la negatividad
se supera en la forma de una necesidad
positiva, de una integración de pensamiento, finalidad, energía y
capacidades, una unidad dinámica en
la que se extingue la experiencia psicológica del conflicto. Con esto, la
sensibilidad no se reduce, si no que se aclara y amplifica: lo que es fuente de
sufrimiento puede ser reconocido y estudiado sin las perturbaciones
psicológicas, la crítica creativa sustituye al rechazo y la frustración, los
conflictos con el exterior dejan de interiorizarse y la percepción de los
mismos deja de mezclarse con el conflicto interno.
7 Cuando hablemos en la
segunda parte de los mecanismos de defensa en la psicoterapia Gestalt, veremos
cómo esta lista es un poco simplificadora.
8 El
proceso de abstracción de datos a partir de la sensibilidad afecta también a la
propia sensibilidad en cuanto es una actividad práctica consistente (en
términos fisiológicos) en la coordinación de las capacidades sensoriales con el
procesamiento de la información en el cerebro. La subjetividad no es pasiva,
sino activa, en el proceso de conocimiento, de manera que ni el contenido de su
sensibilidad ni sus elaboraciones mentales dejan de ser conformados por ella. Esto es inevitable ya que el conocimiento del
que somos capaces es siempre el resultado de una relación entre una parte y el
todo, sean respectivamente el individuo y la sociedad, la sociedad y la
naturaleza, etc. De la relatividad y de la autonomía inmanentes al sujeto se
deriva la singularidad subjetiva del proceso de conocimiento.
9 Incluso si, por ejemplo,
nos ponemos en el caso de una persona que ha sido traumatizada por una
catástrofe natural, que ha arrasado su vida cotidiana y matado a familiares,
podremos ver que la mala asimilación de esta experiencia radica en que se ha
creado inconscientemente una identificación entre la experiencia exterior y el
sufrimiento provocado por ella. Sin embargo, el sufrimiento no se deriva de esa
experiencia, sino de las relaciones subjetivas con las condiciones de vida y
las personas conocidas, o a nivel puramente individual de la capacidad
psicológica para afrontar los peligros y la misma muerte. La experiencia
traumática se produce precisamente porque la capacidad subjetiva de asimilación
es sobrepasada por los hechos. Por consiguiente, para disolver el trauma es
decisivo comprender la diferencia entre la experiencia interior y la exterior y
a partir de ahí reconocer el trauma como un problema psicológico evitando su
exteriorización social autonomizada.