Amédée Dunois:
No fue hace mucho que nuestros compañeros eran casi unánimes en su clara hostilidad hacia toda idea de organización. El asunto con el que lidiamos hoy hubiese, entonces, levantado interminables protestas de su parte, y sus partidarios hubiesen sido vehementemente acusados de tener una agenda oculta y de autoritarismo.
Hubo tiempos en que los anarquistas, aislados unos de los otros e incluso más de la clase trabajadora, parecían haber perdido todo sentimiento social; en que los anarquistas, con sus incesantes llamados a la liberación espiritual del individuo, eran vistos como la manifestación suprema del antiguo individualismo de los grandes teóricos burgueses del pasado.
Se pensaba que las acciones individuales y la iniciativa individual bastaba; y ellos aplaudían [la obra de Ibsen] “Un enemigo del pueblo” cuando declaraba que un hombre solo es el más poderoso de todos. Pero no pensaron en una cosa: que la idea de Ibsen nunca fue la de un revolucionario, en el sentido que nosotros damos a esta palabra, sino de un moralista principalmente preocupado de establecer una nueva élite moral en el seno mismo de la antigua sociedad.
En años pasados, generalmente hablando, poca atención se prestaba a estudiar asuntos concretos de la vida económica, de los diversos fenómenos de la producción y el intercambio, y algunos de los nuestros, cuya corriente aún no desaparece, fue tan lejos como para negar la existencia de ese fenómeno básico — la lucha de clases — al punto de ya no distinguir en la sociedad presente, a la usanza de los demócratas puros, nada excepto diferencias de opinión, para lo que la propaganda anarquista había de preparar individuos, como una forma de entrenarlos para la discusión teórica.
En sus orígenes, el anarquismo era nada más que una protesta concreta contra las tendencias oportunistas y el modo autoritario de actuar de la social democracia; y a este respecto se puede decir que ha llevado a cabo una función útil en el movimiento social de los últimos veinticinco años. Si el socialismo como un todo, como idea revolucionaria, ha sobrevivido al aburguesamiento progresivo de la social democracia, es sin duda gracias a los anarquistas.
¿Por qué los anarquistas no se han contentado con apoyar el principio del socialismo y el federalismo contra las desviaciones a cara descubierta de los jinetes [social demócratas] de la conquista del poder político? ¿Por qué el tiempo les ha llevado a la ambición de volver a construir toda una nueva ideología todo de nuevo, de cara al socialismo parlamentario y reformista?
No podemos sino reconocerlo: este intento ideológico no siempre fue fácil. Más a menudo que no, nos hemos limitado a consignar a las llamas aquello que la social democracia adoraba, y a adorar aquello que ardía. Así es como inconscientemente y sin siquiera darse cuenta, tantos anarquistas pudieron perder de vista la naturaleza esencialmente práctica y de clase trabajadora del socialismo en general y del anarquismo en particular, ninguna de las cuales ha sido nunca otra cosa que la expresión teórica de la resistencia espontánea de los trabajadores contra la opresión por parte del régimen burgués. Ocurrió a los anarquistas lo que ocurrió al socialismo filosófico alemán antes de 1848 — como podemos leer en el Manifiesto Comunista [de Marx y Engels] — que se enorgullecía de ser capaz de permanecer “en menosprecio hacia todas las luchas de clases,” defendiendo “no los intereses del proletariado, sino los intereses de la naturaleza humana, del hombre en general, que pertenece a ninguna clase, no tiene realidad, que existe solo en el reino nuboso de la fantasía filosófica.”
Así, muchos de los nuestros volvieron curiosamente al idealismo por un lado y al individualismo por otro. Y hubo un interés renovado por los antiguos temas de 1848 de la justicia, la libertad, la hermandad y la omnipotencia emancipatoria de la Idea del mundo. Al mismo tiempo se exaltó al Individuo, a la usanza inglesa, contra el Estado y toda forma de organización pasó, más o menos abiertamente, a ser vista como una forma de opresión y de explotación mental.
Ciertamente, este estado de ánimo nunca fue absolutamente unánime. Pero eso no se aleja del hecho de que es responsable, en su mayor parte, por la ausencia de un movimiento anarquista organizado y coherente. El temor exagerado a alienar nuestras voluntades libres en manos de algún nuevo cuerpo colectivo nos detuvo por sobre todo de unirnos.
Es cierto que existieron entre nosotros “grupos de estudio social,” pero sabemos cuán efímeros y precarios fueron: nacidos del capricho individual, estos grupos estaban destinados a desaparecer con él; aquellos que los conformaron no se sintieron lo suficientemente unidos, y a la primera dificultad que encontraron les hizo separarse. Además, estos grupos no parecen haber tenido alguna vez una noción clara de su finalidad. Ahora, la finalidad de una organización es en un y al mismo tiempo pensamiento y acción. En mi experiencia, sin embargo, aquellos grupos no actuaron en absoluto: disputaron. Y muchos les reprocharon por construir todas esas pequeñas capillas, esas tiendas de conversación.
¿Qué yace en la raíz del hecho de que la opinión anarquista ahora parezca estar cambiando respecto al asunto de la organización?
Hay dos razones para esto:
La primera es el ejemplo alrededor. Hay pequeñas organizaciones permanentes en Inglaterra, Holanda, Alemania, Bohemia, Romandía e Italia que han estado operando por varios años ya, sin que la idea anarquista haya sufrido visiblemente por esto. Es cierto que en Francia no tenemos gran cantidad de información sobre la constitución y vida de estas organizaciones; sería deseable investigarlo.
La segunda causa es mucho más importante. Consiste en la evolución decisiva que las mentes y los hábitos prácticos de los anarquistas han estado pasando más o menos en todas partes por los últimos siete o más años, lo que les ha llevado a unirse al movimiento obrero activamente y a participar en la vida del pueblo.
En una palabra, hemos superado el trecho entre la pura idea, que tan fácil puede tornarse en dogma, y la vida real.
El resultado básico de esto ha sido que nos hemos vuelto menos y menos interesados en las abstracciones sociológicas de ayer y más y más interesados en el movimiento práctico, en la acción. Prueba es la gran importancia que el sindicalismo revolucionario y el anti-militarismo, por ejemplo, han adquirido para nosotros en años recientes.
Otro resultado de nuestra participación en el movimiento, también muy importante, ha sido que el anarquismo teórico mismo se ha agudizado gradualmente y se ha tornado vivo por medio del contacto con la vida real, aquella eterna fuente de pensamiento. El anarquismo a nuestros ojos ya no es más una concepción general del mundo, un ideal por la existencia, una rebelión del espíritu contra todo lo que sea nauseabundo, impuro y bestial en la vida; es también y por sobre todo una teoría revolucionaria, un programa concreto de destrucción y de re-organización social. El anarquismo revolucionario — y hago énfasis en la palabra “revolucionario” — esencialmente busca participar en el movimiento espontáneo de las masas, trabajando por lo que Kropotkin con tanto esmero llamó “La Conquista del Pan.”
Ahora, es solamente desde el punto de vista del anarquismo revolucionario que el asunto de la organización anarquista puede tratarse.
Los enemigos de la organización hoy son de dos tipos.
Primero, están aquellos que son obstinada y sistemáticamente hostiles a todo tipo de organización. Son los individualistas. Se puede encontrar entre ellos la idea popularizada por Rousseau de que la sociedad es maligna, de que es siempre una limitación a la independencia del individuo. La menor cantidad de sociedad posible, o sin sociedad en absoluto: ese es su sueño, un sueño absurdo, un sueño romántico que nos devuelve a los más extraños disparates de la literatura de Rousseau.
¿Necesitamos decir y demostrar que el anarquismo no es individualismo, entonces? Históricamente hablando, el anarquismo nació, a lo largo del desarrollo del socialismo, en los congresos de la Internacional, en otras palabras, del movimiento de los trabajadores mismo. Y de hecho, lógicamente, anarquía significa sociedad organizada sin autoridad política. Dije organizada. En este punto todos los anarquistas — Proudhon, Bakunin, aquellos de la Federación del Jura, Kropotkin — concuerdan. Lejos de tratar la organización y el gobierno por igual, Proudhon nunca dejó de enfatizar su incompatibilidad: “El productor es incompatible con el gobierno,” dice en la Idea General de la Revolución en el Siglo Diecinueve, “la organización es opuesta al gobierno”.
Aún Marx mismo, cuyos discípulos ahora buscan esconder el lado anarquista de su doctrina, definió la anarquía así: “Todos los socialistas entienden por anarquía lo siguiente: que una vez que la meta del movimiento proletario — la abolición de las clases — se alcance, el poder del Estado — que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una pequeña minoría explotadora — desaparece y las funciones del gobierno son transformadas en simples funciones administrativas.” En otras palabras, la anarquía no es la negación de la organización sino solo de la función gobernante del poder del Estado.
No, el anarquismo no es individualista, sino básicamente federalista. El federalismo es esencial para el anarquismo: es de hecho la esencia misma del anarquismo. Definiría feliz al anarquismo como un federalismo completo, la extensión universal de la idea del libre contrato.
Después de todo, no puedo ver cómo un organización anarquista podría dañar al desarrollo individual de sus miembros. Nadie sería forzado a unirse, tal como nadie sería forzado a irse una vez que se ha unido. ¿De modo que qué es una federación anarquista? Varios compañeros de una región particular, Romandía por ejemplo, habiendo establecido la impotencia de las fuerzas aisladas, de la acción fragmentada, concuerdan un día permanecer en continuo contacto unos con otros, unir sus fuerzas con el propósito de trabajar para esparcir ideas comunistas, anarquistas y revolucionarias y participar en eventos públicos mediante su acción colectiva. ¿Acaso crean entonces una nueva entidad cuya presa designada es el individuo? Por ningún motivo. Muy simplemente, y para una finalidad precisa, alían sus ideas, sus voluntades y sus fuerzas, y de la potencialidad colectiva resultante, cada cual obtiene algún beneficio.
Pero también tenemos, como dije antes, otro tipo de adversario. Están aquellos que, a pesar de ser partidarios de las organizaciones de trabajadores fundadas sobre una identidad de intereses, prueban ser hostiles — o al menos indiferentes — a cualquier organización basada en una identidad de aspiraciones, sentimientos y principios; son, en una palabra, los [puramente] sindicalistas.
Examinemos sus objeciones. La existencia en Francia de un movimiento de trabajadores con una perspectiva revolucionaria y casi anarquista es, en ese país, actualmente el mayor obstáculo para que cualquier intento de organización anarquista arriesgue naufragar — no quiero decir ser destrozada. Y este importante hecho histórico nos impone ciertas precauciones, que no afectan, en mi opinión, a nuestros compañeros en otros países.
El movimiento de los trabajadores hoy, observan los sindicalistas, ofrece a los anarquistas un campo casi ilimitado de acción. Mientras los grupos basados en ideas, pequeños santuarios en los que solo el iniciado puede entrar, no pueden esperar crecer indefinidamente, la organización de trabajadores, por otra parte, es una asociación ampliamente accesible; no es un templo cuyas puertas están cerradas, sino una arena pública, un foro abierto a todos los trabajadores sin distinción de sexo, raza o ideología, y por lo tanto perfectamente adaptado a abarcar a todo el proletariado dentro de sus flexibles y móviles filas.
Ahora, continúan los sindicalistas, es ahí en los sindicatos de trabajadores que los anarquistas deben estar. El sindicato de trabajadores es el brote vivo de la sociedad futura; es éste primero el que pavimentará el camino para la segunda. El error se comete al permanecer dentro de las propias cuatro paredes, entre los otros iniciados, masticando las mismas cuestiones de la doctrina una y otra vez, siempre moviéndose dentro del mismo círculo de ideas. No debemos, bajo ningún pretexto, separarnos del pueblo, pues no importa cuán atrasada y limitada puedan ser las personas, son ellas, y no el ideólogo, quienes son la fuerza motor indispensable de toda revolución social. ¿Tenemos quizás, como los social demócratas, algún interés que queramos promover más que aquellos de la gran masa trabajadora? ¿Intereses de partido, de secta, o de facción? ¿Es un asunto de que las personas vengan a nosotros o es que nosotros debemos ir a ellas, viviendo sus vidas, ganándonos su confianza y estimulándoles tanto con nuestras palabras como con nuestro ejemplo a la resistencia, la rebelión, la revolución?
Así es como hablan los sindicalistas. Pero no veo cómo sus objeciones tengan valor alguno contra nuestro proyecto de organizarnos. Por el contrario. Veo claramente que si tuviesen algún valor, sería también contra el anarquismo mismo, como una doctrina que busca ser distinta del sindicalismo y se rehusa a permitirse ser absorbido por él.
Organizados o no, los anarquistas (con lo cual quiero decir aquellos de nuestra tendencia, que no separan arbitrariamente el anarquismo del proletariado) no esperan en modo alguno tener el derecho a actuar en el rol de ‘supremos salvadores’, como dice la canción. Nosotros asignamos intencionalmente un puesto de honor en el campo de acción al movimiento de trabajadores, convencidos como lo hemos estado por tanto tiempo de que la emancipación de los trabajadores estará en manos de a quienes les concierne o no será.
En otras palabras, en nuestra opinión el sindicato no debe solo tener una función puramente corporativa, de comercio, como los socialistas guesdistas pretenden, y con ellos algunos anarquistas que se aferran a ahora obsoletas fórmulas. El tiempo del corporativismo puro ha terminado: esto es un hecho que podría en principio ser contrario a ideas previas, pero que debe ser aceptado con todas sus consecuencias. Sí, el espíritu corporativo está tendiendo más y más hacia volverse una anomalía, un anacronismo, y está haciendo espacio para el espíritu de clase. Y esto, recuerden mis palabras, no es gracias a Griffuelhes, ni a Pouget — es un resultado de la acción. De hecho es la necesidad de acción lo que ha obligado al sindicalismo a levantar su cabeza y a ampliar sus concepciones. Hoy por hoy el sindicato de trabajadores está en camino a volverse para los proletarios lo que el Estado es para la burguesía: la institución política por excelencia; un instrumento esencial en la lucha contra el capital, un arma de defensa o ataque de acuerdo a la situación.
Nuestra tarea como anarquistas, el más avanzado, el más valiente y el más desinhibido sector del proletariado militante, es permanecer constantemente a su lado, a luchar la misma batalla entre sus filas, a defenderlo contra sí mismo, no necesariamente el menos peligroso enemigo. En otras palabras, queremos proveer a esta enorme masa en movimiento que es el proletariado moderno, no diré con una filosofía y un ideal, algo que podría parecer presuntuoso, pero una finalidad y un medio de acción.
Lejos sea de nosotros por lo tanto la inepta idea de querer aislarnos del proletariado; eso sería, lo sabemos muy bien, reducirnos a la impotencia de ideologías orgullosas, de abstracciones vacías de todo ideal. Organizados o no organizados, entonces, los anarquistas permanecerán fieles a su rol de educadores, estimuladores y guías de las masas trabajadoras. Y si somos hoy de la idea de asociarnos en grupos de vecindarios, pueblos, regiones o países, y de federar estos grupos, es por sobre todo para dar a nuestra acción sindical mayor fuerza y continuidad.
Lo que más a menudo falta en aquellos de nosotros que luchamos dentro del mundo del trabajo, es la sensación de ser apoyados. Los sindicalistas social demócratas tienen tras ellos el constante poder organizado del partido del que a veces reciben sus consignas y en todo momento su inspiración. Los sindicalistas anarquistas por otra parte son abandonados a su suerte y, fuera del sindicato, no tienen ningún enlace real entre ellos o con otros compañeros; no sienten ningún apoyo tras ellos y no reciben ayuda. Así que, queremos crear este enlace, proveer este apoyo constante; y yo estoy personalmente convencido de que nuestras actividades sindicales no pueden sino beneficiarse tanto en energía como en inteligencia. Y mientras más fuertes seamos — y solo seremos fuertes organizándonos — más fuerte será el flujo de ideas que podamos enviar al movimiento de trabajadores, que se impregnará lentamente del espíritu anarquista.
¿Pero estos grupos de trabajadores anarquistas, que esperaríamos ver creados en el futuro cercano, no tendrán otro rol más que influir en las grandes masas del proletariado indirectamente, por medio de una élite militante, para conducirlos sistemáticamente hacia resoluciones heroicas, para en una palabra preparar la revuelta popular? ¿Tendrán que limitarse nuestros grupos a perfeccionar la educación de militantes, a mantener la fiebre revolucionaria viva en ellos, a permitir que se encuentren unos con otros, a intercambiar ideas, a ayudarse unos con otros en cualquier momento?
En otras palabras, ¿tendrán su propia acción para llevar a cabo directamente?
Así lo creo.
La revolución social, sea que uno la imagine bajo el disfraz de una huelga general o de una insurrección armada, puede solo ser obra de las masas que deben beneficiarse de ella. Pero todo movimiento de masas se acompaña de actos cuya misma naturaleza — me atrevo a decir, cuya naturaleza técnica — implica que sean llevados a cabo por un pequeño número de personas, el sector más perspicaz y atrevido del movimiento de masas. Durante el período revolucionario, en cada vecindad, en cada ciudad, en cada provincia, nuestros grupos anarquistas formarán muchas organizaciones pequeñas de lucha, que tomarán aquellas medidas especiales y delicadas que las grandes masas son casi siempre incapaces de hacer. Es claro que los grupos debiesen incluso ahora estudiar y establecer estas medidas insurreccionales de modo de no ser, como ha ocurrido a menudo, sorprendidos por los eventos.
Ahora respecto al principal, regular, continuo propósito de nuestros grupos. Es (habrán adivinado ya) la propaganda anarquista. Sí, nos organizaremos sobre todo para esparcir nuestras ideas teóricas, nuestros métodos de acción directa y federalismo universal.
Hasta hoy nuestra propaganda ha sido hecha solo o casi solo a modo individual. La propaganda individual ha dado resultados notables, por sobre todo en tiempos heroicos en que los anarquistas compensaban por el gran número que necesitaban con una fiebre de proselitismo que rememoraba a los primeros cristianos. ¿Pero esto sigue ocurriendo? La experiencia me obliga a confesar que no.
Pareciera que el anarquismo ha estado pasando por una especie de crisis en los años recientes, al menos en Francia. Las causas de esto son claramente muchas y complejas. No es mi labor aquí establecer cuáles son, pero sí me pregunto si la falta total de acuerdo y organización no es una de las causas de esta crisis.
Hay muchos anarquistas en Francia. Están muy divididos sobre el asunto de la teoría, pero aún más en la práctica. Cada cual actúa por su parte y cuando quiera; de este modo los esfuerzos individuales se dispersan y a menudo se desgastan, simplemente se pierden. Los anarquistas pueden encontrarse en más o menos toda esfera de acción: en los sindicatos de trabajadores, en el movimiento anti-militarista, entre librepensadores anti-clericales, en las universidades populares, y así. Lo que nos falta es un movimiento específicamente anarquista, que pueda congregar en él, sobre las bases económicas y de los trabajadores que son nuestras, todas aquellas fuerzas que han estado luchando aisladas hasta ahora.
Este movimiento específicamente anarquista surgirá espontáneamente desde nuestros grupos y desde la federación de estos grupos. La fuerza de la acción conjunta, de la acción concertada, lo creará sin dudas. No necesito añadir que esta organización no esperará de modo alguno abarcar todos los elementos pintorescamente dispersos que se describen como seguidores del ideal anarquista; están, después de todo, aquellos que serían totalmente inadmisibles. Sería suficiente para la organización anarquista agrupar, en torno a un programa de acción concreto y práctico, a todos los compañeros que acepten nuestros principios y que quieran trabajar con nosotros, de acuerdo a nuestros métodos.
Permítanme aclarar que no deseo ir a lo específico aquí. No estoy tratando con el lado teórico de la organización. El nombre, forma y programa de organización a ser creado será establecido separadamente y luego de la reflexión de los partidarios de esta organización.
No fue hace mucho que nuestros compañeros eran casi unánimes en su clara hostilidad hacia toda idea de organización. El asunto con el que lidiamos hoy hubiese, entonces, levantado interminables protestas de su parte, y sus partidarios hubiesen sido vehementemente acusados de tener una agenda oculta y de autoritarismo.
Hubo tiempos en que los anarquistas, aislados unos de los otros e incluso más de la clase trabajadora, parecían haber perdido todo sentimiento social; en que los anarquistas, con sus incesantes llamados a la liberación espiritual del individuo, eran vistos como la manifestación suprema del antiguo individualismo de los grandes teóricos burgueses del pasado.
Se pensaba que las acciones individuales y la iniciativa individual bastaba; y ellos aplaudían [la obra de Ibsen] “Un enemigo del pueblo” cuando declaraba que un hombre solo es el más poderoso de todos. Pero no pensaron en una cosa: que la idea de Ibsen nunca fue la de un revolucionario, en el sentido que nosotros damos a esta palabra, sino de un moralista principalmente preocupado de establecer una nueva élite moral en el seno mismo de la antigua sociedad.
En años pasados, generalmente hablando, poca atención se prestaba a estudiar asuntos concretos de la vida económica, de los diversos fenómenos de la producción y el intercambio, y algunos de los nuestros, cuya corriente aún no desaparece, fue tan lejos como para negar la existencia de ese fenómeno básico — la lucha de clases — al punto de ya no distinguir en la sociedad presente, a la usanza de los demócratas puros, nada excepto diferencias de opinión, para lo que la propaganda anarquista había de preparar individuos, como una forma de entrenarlos para la discusión teórica.
En sus orígenes, el anarquismo era nada más que una protesta concreta contra las tendencias oportunistas y el modo autoritario de actuar de la social democracia; y a este respecto se puede decir que ha llevado a cabo una función útil en el movimiento social de los últimos veinticinco años. Si el socialismo como un todo, como idea revolucionaria, ha sobrevivido al aburguesamiento progresivo de la social democracia, es sin duda gracias a los anarquistas.
¿Por qué los anarquistas no se han contentado con apoyar el principio del socialismo y el federalismo contra las desviaciones a cara descubierta de los jinetes [social demócratas] de la conquista del poder político? ¿Por qué el tiempo les ha llevado a la ambición de volver a construir toda una nueva ideología todo de nuevo, de cara al socialismo parlamentario y reformista?
No podemos sino reconocerlo: este intento ideológico no siempre fue fácil. Más a menudo que no, nos hemos limitado a consignar a las llamas aquello que la social democracia adoraba, y a adorar aquello que ardía. Así es como inconscientemente y sin siquiera darse cuenta, tantos anarquistas pudieron perder de vista la naturaleza esencialmente práctica y de clase trabajadora del socialismo en general y del anarquismo en particular, ninguna de las cuales ha sido nunca otra cosa que la expresión teórica de la resistencia espontánea de los trabajadores contra la opresión por parte del régimen burgués. Ocurrió a los anarquistas lo que ocurrió al socialismo filosófico alemán antes de 1848 — como podemos leer en el Manifiesto Comunista [de Marx y Engels] — que se enorgullecía de ser capaz de permanecer “en menosprecio hacia todas las luchas de clases,” defendiendo “no los intereses del proletariado, sino los intereses de la naturaleza humana, del hombre en general, que pertenece a ninguna clase, no tiene realidad, que existe solo en el reino nuboso de la fantasía filosófica.”
Así, muchos de los nuestros volvieron curiosamente al idealismo por un lado y al individualismo por otro. Y hubo un interés renovado por los antiguos temas de 1848 de la justicia, la libertad, la hermandad y la omnipotencia emancipatoria de la Idea del mundo. Al mismo tiempo se exaltó al Individuo, a la usanza inglesa, contra el Estado y toda forma de organización pasó, más o menos abiertamente, a ser vista como una forma de opresión y de explotación mental.
Ciertamente, este estado de ánimo nunca fue absolutamente unánime. Pero eso no se aleja del hecho de que es responsable, en su mayor parte, por la ausencia de un movimiento anarquista organizado y coherente. El temor exagerado a alienar nuestras voluntades libres en manos de algún nuevo cuerpo colectivo nos detuvo por sobre todo de unirnos.
Es cierto que existieron entre nosotros “grupos de estudio social,” pero sabemos cuán efímeros y precarios fueron: nacidos del capricho individual, estos grupos estaban destinados a desaparecer con él; aquellos que los conformaron no se sintieron lo suficientemente unidos, y a la primera dificultad que encontraron les hizo separarse. Además, estos grupos no parecen haber tenido alguna vez una noción clara de su finalidad. Ahora, la finalidad de una organización es en un y al mismo tiempo pensamiento y acción. En mi experiencia, sin embargo, aquellos grupos no actuaron en absoluto: disputaron. Y muchos les reprocharon por construir todas esas pequeñas capillas, esas tiendas de conversación.
¿Qué yace en la raíz del hecho de que la opinión anarquista ahora parezca estar cambiando respecto al asunto de la organización?
Hay dos razones para esto:
La primera es el ejemplo alrededor. Hay pequeñas organizaciones permanentes en Inglaterra, Holanda, Alemania, Bohemia, Romandía e Italia que han estado operando por varios años ya, sin que la idea anarquista haya sufrido visiblemente por esto. Es cierto que en Francia no tenemos gran cantidad de información sobre la constitución y vida de estas organizaciones; sería deseable investigarlo.
La segunda causa es mucho más importante. Consiste en la evolución decisiva que las mentes y los hábitos prácticos de los anarquistas han estado pasando más o menos en todas partes por los últimos siete o más años, lo que les ha llevado a unirse al movimiento obrero activamente y a participar en la vida del pueblo.
En una palabra, hemos superado el trecho entre la pura idea, que tan fácil puede tornarse en dogma, y la vida real.
El resultado básico de esto ha sido que nos hemos vuelto menos y menos interesados en las abstracciones sociológicas de ayer y más y más interesados en el movimiento práctico, en la acción. Prueba es la gran importancia que el sindicalismo revolucionario y el anti-militarismo, por ejemplo, han adquirido para nosotros en años recientes.
Otro resultado de nuestra participación en el movimiento, también muy importante, ha sido que el anarquismo teórico mismo se ha agudizado gradualmente y se ha tornado vivo por medio del contacto con la vida real, aquella eterna fuente de pensamiento. El anarquismo a nuestros ojos ya no es más una concepción general del mundo, un ideal por la existencia, una rebelión del espíritu contra todo lo que sea nauseabundo, impuro y bestial en la vida; es también y por sobre todo una teoría revolucionaria, un programa concreto de destrucción y de re-organización social. El anarquismo revolucionario — y hago énfasis en la palabra “revolucionario” — esencialmente busca participar en el movimiento espontáneo de las masas, trabajando por lo que Kropotkin con tanto esmero llamó “La Conquista del Pan.”
Ahora, es solamente desde el punto de vista del anarquismo revolucionario que el asunto de la organización anarquista puede tratarse.
Los enemigos de la organización hoy son de dos tipos.
Primero, están aquellos que son obstinada y sistemáticamente hostiles a todo tipo de organización. Son los individualistas. Se puede encontrar entre ellos la idea popularizada por Rousseau de que la sociedad es maligna, de que es siempre una limitación a la independencia del individuo. La menor cantidad de sociedad posible, o sin sociedad en absoluto: ese es su sueño, un sueño absurdo, un sueño romántico que nos devuelve a los más extraños disparates de la literatura de Rousseau.
¿Necesitamos decir y demostrar que el anarquismo no es individualismo, entonces? Históricamente hablando, el anarquismo nació, a lo largo del desarrollo del socialismo, en los congresos de la Internacional, en otras palabras, del movimiento de los trabajadores mismo. Y de hecho, lógicamente, anarquía significa sociedad organizada sin autoridad política. Dije organizada. En este punto todos los anarquistas — Proudhon, Bakunin, aquellos de la Federación del Jura, Kropotkin — concuerdan. Lejos de tratar la organización y el gobierno por igual, Proudhon nunca dejó de enfatizar su incompatibilidad: “El productor es incompatible con el gobierno,” dice en la Idea General de la Revolución en el Siglo Diecinueve, “la organización es opuesta al gobierno”.
Aún Marx mismo, cuyos discípulos ahora buscan esconder el lado anarquista de su doctrina, definió la anarquía así: “Todos los socialistas entienden por anarquía lo siguiente: que una vez que la meta del movimiento proletario — la abolición de las clases — se alcance, el poder del Estado — que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una pequeña minoría explotadora — desaparece y las funciones del gobierno son transformadas en simples funciones administrativas.” En otras palabras, la anarquía no es la negación de la organización sino solo de la función gobernante del poder del Estado.
No, el anarquismo no es individualista, sino básicamente federalista. El federalismo es esencial para el anarquismo: es de hecho la esencia misma del anarquismo. Definiría feliz al anarquismo como un federalismo completo, la extensión universal de la idea del libre contrato.
Después de todo, no puedo ver cómo un organización anarquista podría dañar al desarrollo individual de sus miembros. Nadie sería forzado a unirse, tal como nadie sería forzado a irse una vez que se ha unido. ¿De modo que qué es una federación anarquista? Varios compañeros de una región particular, Romandía por ejemplo, habiendo establecido la impotencia de las fuerzas aisladas, de la acción fragmentada, concuerdan un día permanecer en continuo contacto unos con otros, unir sus fuerzas con el propósito de trabajar para esparcir ideas comunistas, anarquistas y revolucionarias y participar en eventos públicos mediante su acción colectiva. ¿Acaso crean entonces una nueva entidad cuya presa designada es el individuo? Por ningún motivo. Muy simplemente, y para una finalidad precisa, alían sus ideas, sus voluntades y sus fuerzas, y de la potencialidad colectiva resultante, cada cual obtiene algún beneficio.
Pero también tenemos, como dije antes, otro tipo de adversario. Están aquellos que, a pesar de ser partidarios de las organizaciones de trabajadores fundadas sobre una identidad de intereses, prueban ser hostiles — o al menos indiferentes — a cualquier organización basada en una identidad de aspiraciones, sentimientos y principios; son, en una palabra, los [puramente] sindicalistas.
Examinemos sus objeciones. La existencia en Francia de un movimiento de trabajadores con una perspectiva revolucionaria y casi anarquista es, en ese país, actualmente el mayor obstáculo para que cualquier intento de organización anarquista arriesgue naufragar — no quiero decir ser destrozada. Y este importante hecho histórico nos impone ciertas precauciones, que no afectan, en mi opinión, a nuestros compañeros en otros países.
El movimiento de los trabajadores hoy, observan los sindicalistas, ofrece a los anarquistas un campo casi ilimitado de acción. Mientras los grupos basados en ideas, pequeños santuarios en los que solo el iniciado puede entrar, no pueden esperar crecer indefinidamente, la organización de trabajadores, por otra parte, es una asociación ampliamente accesible; no es un templo cuyas puertas están cerradas, sino una arena pública, un foro abierto a todos los trabajadores sin distinción de sexo, raza o ideología, y por lo tanto perfectamente adaptado a abarcar a todo el proletariado dentro de sus flexibles y móviles filas.
Ahora, continúan los sindicalistas, es ahí en los sindicatos de trabajadores que los anarquistas deben estar. El sindicato de trabajadores es el brote vivo de la sociedad futura; es éste primero el que pavimentará el camino para la segunda. El error se comete al permanecer dentro de las propias cuatro paredes, entre los otros iniciados, masticando las mismas cuestiones de la doctrina una y otra vez, siempre moviéndose dentro del mismo círculo de ideas. No debemos, bajo ningún pretexto, separarnos del pueblo, pues no importa cuán atrasada y limitada puedan ser las personas, son ellas, y no el ideólogo, quienes son la fuerza motor indispensable de toda revolución social. ¿Tenemos quizás, como los social demócratas, algún interés que queramos promover más que aquellos de la gran masa trabajadora? ¿Intereses de partido, de secta, o de facción? ¿Es un asunto de que las personas vengan a nosotros o es que nosotros debemos ir a ellas, viviendo sus vidas, ganándonos su confianza y estimulándoles tanto con nuestras palabras como con nuestro ejemplo a la resistencia, la rebelión, la revolución?
Así es como hablan los sindicalistas. Pero no veo cómo sus objeciones tengan valor alguno contra nuestro proyecto de organizarnos. Por el contrario. Veo claramente que si tuviesen algún valor, sería también contra el anarquismo mismo, como una doctrina que busca ser distinta del sindicalismo y se rehusa a permitirse ser absorbido por él.
Organizados o no, los anarquistas (con lo cual quiero decir aquellos de nuestra tendencia, que no separan arbitrariamente el anarquismo del proletariado) no esperan en modo alguno tener el derecho a actuar en el rol de ‘supremos salvadores’, como dice la canción. Nosotros asignamos intencionalmente un puesto de honor en el campo de acción al movimiento de trabajadores, convencidos como lo hemos estado por tanto tiempo de que la emancipación de los trabajadores estará en manos de a quienes les concierne o no será.
En otras palabras, en nuestra opinión el sindicato no debe solo tener una función puramente corporativa, de comercio, como los socialistas guesdistas pretenden, y con ellos algunos anarquistas que se aferran a ahora obsoletas fórmulas. El tiempo del corporativismo puro ha terminado: esto es un hecho que podría en principio ser contrario a ideas previas, pero que debe ser aceptado con todas sus consecuencias. Sí, el espíritu corporativo está tendiendo más y más hacia volverse una anomalía, un anacronismo, y está haciendo espacio para el espíritu de clase. Y esto, recuerden mis palabras, no es gracias a Griffuelhes, ni a Pouget — es un resultado de la acción. De hecho es la necesidad de acción lo que ha obligado al sindicalismo a levantar su cabeza y a ampliar sus concepciones. Hoy por hoy el sindicato de trabajadores está en camino a volverse para los proletarios lo que el Estado es para la burguesía: la institución política por excelencia; un instrumento esencial en la lucha contra el capital, un arma de defensa o ataque de acuerdo a la situación.
Nuestra tarea como anarquistas, el más avanzado, el más valiente y el más desinhibido sector del proletariado militante, es permanecer constantemente a su lado, a luchar la misma batalla entre sus filas, a defenderlo contra sí mismo, no necesariamente el menos peligroso enemigo. En otras palabras, queremos proveer a esta enorme masa en movimiento que es el proletariado moderno, no diré con una filosofía y un ideal, algo que podría parecer presuntuoso, pero una finalidad y un medio de acción.
Lejos sea de nosotros por lo tanto la inepta idea de querer aislarnos del proletariado; eso sería, lo sabemos muy bien, reducirnos a la impotencia de ideologías orgullosas, de abstracciones vacías de todo ideal. Organizados o no organizados, entonces, los anarquistas permanecerán fieles a su rol de educadores, estimuladores y guías de las masas trabajadoras. Y si somos hoy de la idea de asociarnos en grupos de vecindarios, pueblos, regiones o países, y de federar estos grupos, es por sobre todo para dar a nuestra acción sindical mayor fuerza y continuidad.
Lo que más a menudo falta en aquellos de nosotros que luchamos dentro del mundo del trabajo, es la sensación de ser apoyados. Los sindicalistas social demócratas tienen tras ellos el constante poder organizado del partido del que a veces reciben sus consignas y en todo momento su inspiración. Los sindicalistas anarquistas por otra parte son abandonados a su suerte y, fuera del sindicato, no tienen ningún enlace real entre ellos o con otros compañeros; no sienten ningún apoyo tras ellos y no reciben ayuda. Así que, queremos crear este enlace, proveer este apoyo constante; y yo estoy personalmente convencido de que nuestras actividades sindicales no pueden sino beneficiarse tanto en energía como en inteligencia. Y mientras más fuertes seamos — y solo seremos fuertes organizándonos — más fuerte será el flujo de ideas que podamos enviar al movimiento de trabajadores, que se impregnará lentamente del espíritu anarquista.
¿Pero estos grupos de trabajadores anarquistas, que esperaríamos ver creados en el futuro cercano, no tendrán otro rol más que influir en las grandes masas del proletariado indirectamente, por medio de una élite militante, para conducirlos sistemáticamente hacia resoluciones heroicas, para en una palabra preparar la revuelta popular? ¿Tendrán que limitarse nuestros grupos a perfeccionar la educación de militantes, a mantener la fiebre revolucionaria viva en ellos, a permitir que se encuentren unos con otros, a intercambiar ideas, a ayudarse unos con otros en cualquier momento?
En otras palabras, ¿tendrán su propia acción para llevar a cabo directamente?
Así lo creo.
La revolución social, sea que uno la imagine bajo el disfraz de una huelga general o de una insurrección armada, puede solo ser obra de las masas que deben beneficiarse de ella. Pero todo movimiento de masas se acompaña de actos cuya misma naturaleza — me atrevo a decir, cuya naturaleza técnica — implica que sean llevados a cabo por un pequeño número de personas, el sector más perspicaz y atrevido del movimiento de masas. Durante el período revolucionario, en cada vecindad, en cada ciudad, en cada provincia, nuestros grupos anarquistas formarán muchas organizaciones pequeñas de lucha, que tomarán aquellas medidas especiales y delicadas que las grandes masas son casi siempre incapaces de hacer. Es claro que los grupos debiesen incluso ahora estudiar y establecer estas medidas insurreccionales de modo de no ser, como ha ocurrido a menudo, sorprendidos por los eventos.
Ahora respecto al principal, regular, continuo propósito de nuestros grupos. Es (habrán adivinado ya) la propaganda anarquista. Sí, nos organizaremos sobre todo para esparcir nuestras ideas teóricas, nuestros métodos de acción directa y federalismo universal.
Hasta hoy nuestra propaganda ha sido hecha solo o casi solo a modo individual. La propaganda individual ha dado resultados notables, por sobre todo en tiempos heroicos en que los anarquistas compensaban por el gran número que necesitaban con una fiebre de proselitismo que rememoraba a los primeros cristianos. ¿Pero esto sigue ocurriendo? La experiencia me obliga a confesar que no.
Pareciera que el anarquismo ha estado pasando por una especie de crisis en los años recientes, al menos en Francia. Las causas de esto son claramente muchas y complejas. No es mi labor aquí establecer cuáles son, pero sí me pregunto si la falta total de acuerdo y organización no es una de las causas de esta crisis.
Hay muchos anarquistas en Francia. Están muy divididos sobre el asunto de la teoría, pero aún más en la práctica. Cada cual actúa por su parte y cuando quiera; de este modo los esfuerzos individuales se dispersan y a menudo se desgastan, simplemente se pierden. Los anarquistas pueden encontrarse en más o menos toda esfera de acción: en los sindicatos de trabajadores, en el movimiento anti-militarista, entre librepensadores anti-clericales, en las universidades populares, y así. Lo que nos falta es un movimiento específicamente anarquista, que pueda congregar en él, sobre las bases económicas y de los trabajadores que son nuestras, todas aquellas fuerzas que han estado luchando aisladas hasta ahora.
Este movimiento específicamente anarquista surgirá espontáneamente desde nuestros grupos y desde la federación de estos grupos. La fuerza de la acción conjunta, de la acción concertada, lo creará sin dudas. No necesito añadir que esta organización no esperará de modo alguno abarcar todos los elementos pintorescamente dispersos que se describen como seguidores del ideal anarquista; están, después de todo, aquellos que serían totalmente inadmisibles. Sería suficiente para la organización anarquista agrupar, en torno a un programa de acción concreto y práctico, a todos los compañeros que acepten nuestros principios y que quieran trabajar con nosotros, de acuerdo a nuestros métodos.
Permítanme aclarar que no deseo ir a lo específico aquí. No estoy tratando con el lado teórico de la organización. El nombre, forma y programa de organización a ser creado será establecido separadamente y luego de la reflexión de los partidarios de esta organización.