Traducción al castellano: @rebeldealegre
(*) El texto a continuación no corresponde a la compilación de extractos en el capítulo I, apartado No. 5, titulado “Anarquismo y Violencia”, del afamado libro de Vernon Richards, «Malatesta: Pensamiento y acción revolucionarios», del que, está demás decir, recomendamos su lectura. También recomendamos el texto, que encontrarás en este blog, «Los Bandidos Trágicos».
Un artículo publicado en el Liberty de Londres, en dos partes (No. 9 y 10, Septiembre y Octubre de 1894), donde Malatesta trata el tema de la violencia en la táctica anarquista, cuya postura no es de “o blanco, o negro”, sino que es más bien concienzudamente cromática. Como bien señala Ángel Cappelletti en su texto explicativo — que no nos cansaremos de recomendar —, «Violencia y no violencia en el pensamiento de Malatesta», Malatesta no es partidario ni de la no violencia y la resistencia pasiva, ni tampoco de la violencia indiscriminada, sino que:
(*) El texto a continuación no corresponde a la compilación de extractos en el capítulo I, apartado No. 5, titulado “Anarquismo y Violencia”, del afamado libro de Vernon Richards, «Malatesta: Pensamiento y acción revolucionarios», del que, está demás decir, recomendamos su lectura. También recomendamos el texto, que encontrarás en este blog, «Los Bandidos Trágicos».
Un artículo publicado en el Liberty de Londres, en dos partes (No. 9 y 10, Septiembre y Octubre de 1894), donde Malatesta trata el tema de la violencia en la táctica anarquista, cuya postura no es de “o blanco, o negro”, sino que es más bien concienzudamente cromática. Como bien señala Ángel Cappelletti en su texto explicativo — que no nos cansaremos de recomendar —, «Violencia y no violencia en el pensamiento de Malatesta», Malatesta no es partidario ni de la no violencia y la resistencia pasiva, ni tampoco de la violencia indiscriminada, sino que:
“... insiste en demostrar que es precisamente el rechazo de la violencia el rasgo específico y definitorio de la doctrina anarquista (…) sólo la legítima y natural defensa contra toda forma de violencia, pero, sobre todo, contra la permanente e institucionalizada violencia del Estado, justifica el uso de la violencia”Y a pesar de su convencimiento en la inevitabilidad y la penosa necesidad de la revolución violenta, afirma que el método anarquista debiese tender a reducir aquel factor beligerante al mínimo posible. De ahí que traemos a la memoria su célebre máxima en el uso de este recurso: “Donde cesa la necesidad, comienza el delito”:
«Como la revolución es, por la necesidad de las cosas, un acto violento, tiende a desarrollar, más bien que a suprimir, el espíritu de violencia. Pero la revolución realizada tal como la conciben los anarquistas es la menos violenta posible y desea frenar toda violencia apenas cesa la necesidad de oponerse a la fuerza material del gobierno y de la burguesía. Los anarquistas sólo admiten la violencia como legítima defensa; y si están hoy en favor de ella, es porque consideran que los esclavos están siempre en estado de legítima defensa. Pero el ideal de los anarquistas es una sociedad de la cual haya desaparecido el factor violencia, y ese ideal suyo sirve para frenar, corregir y destruir el espíritu de prepotencia que la revolución, en cuanto acto material, tendería a desarrollar».
—Umanitá Nova, 18 de julio de 1920
«También nosotros sentimos amargura por esta necesidad de la lucha violenta. Nosotros, que predicamos el amor y combatimos para llegar a un estado social en el cual la concordia y el amor sean posibles entre los hombres, sufrimos más que nadie por la necesidad en que nos encontramos de defendernos con la violencia contra la violencia de las clases dominantes. Pero renunciar a la violencia liberadora cuando ésta constituye el único medio que puede poner fin a los prolongados sufrimientos de la gran masa de los hombres y a las monstruosas carnicerías que enlutan a la humanidad, sería hacernos responsables de los odios que lamentamos y de los males que derivan del odio».
— Umanitá Nova, 27 de abril de 1920
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Anarquía
y violencia
Desde sus primeras manifestaciones, los Anarquistas han sido casi unánimes en cuanto a la necesidad del recurso a la fuerza física para transformar la sociedad existente; y mientras los demás partidos auto-denominados revolucionarios han ido avanzando a tropezones hacia el pantano parlamentario, la idea anarquista se ha identificado de algún modo con la insurrección armada y la revolución violenta.
Pero, tal vez, no ha habido explicaciones suficientes en cuanto al tipo y el grado de violencia a emplear; y aquí, como en muchos otros asuntos, merodean ideas y sentimientos muy distintos bajo nuestro nombre en común.
De hecho, las numerosas atrocidades que han sido últimamente perpetradas por anarquistas y en nombre de la anarquía, han traído a la luz del día profundas diferencias que antes habían sido ignoradas, o escasamente previstas.
Algunos compañeros, asqueados de la atrocidad y la inutilidad de ciertos actos de estos, se han declarado en oposición a toda violencia, la que sea, excepto en casos de defensa personal contra ataques directos e inmediatos. Lo que, en mi opinión, significaría la renuncia a toda iniciativa revolucionaria, y la reserva de nuestros golpes para los insignificantes, y a menudo involuntarios, agentes del gobierno, dejando en paz a los organizadores de, y a los principales beneficiados por, el gobierno y la explotación capitalista.
Otros compañeros, por el contrario, llevados por la excitación de la lucha, avinagrados por las infamias de la clase dominante, y seguramente influenciados por lo que ha quedado de las antiguas ideas jacobinas que se infiltran en la educación política de la generación presente, han aceptado precipitadamente todo y cualquier tipo de violencia, siempre y cuando sea cometida en nombre de la anarquía; y han declarado menos que el derecho a la vida y la muerte a quienes no son anarquistas, o a quienes no son anarquistas exactamente de acuerdo a su modelo.
Y la masa del público, ignorando estas polémicas, y engañados por la prensa capitalista, ven en la anarquía nada más que bombas y dagas, y habitualmente consideran a los anarquistas como bestias salvajes sedientas de sangre y ruina.
Es por lo tanto necesario que nos expliquemos con mucha claridad respecto a esta cuestión de la violencia, y que cada uno de nosotros tome una posición en concordancia: necesario tanto a los intereses de las relaciones de cooperación práctica que puedan existir entre todos aquellos que profesan el anarquismo, como así también a los intereses de la propaganda general, y a nuestras relaciones con el público.
En mi opinión, no puede haber duda de que la idea anarquista, que niega al gobierno, por su naturaleza misma se opone a la violencia, que es la esencia de todo sistema autoritario — el modo de acción de todo gobierno.
La anarquía es la libertad en la solidaridad. Es sólo a través de la armonización de intereses, a través de la cooperación voluntaria, a través del amor, el respeto, y la tolerancia recíproca, por la persuasión, por el ejemplo, y por el contagio de la benevolencia, que puede y debe triunfar.
Nosotros somos anarquistas porque creemos que nunca podremos alcanzar el bienestar combinado de todos — el cual es el propósito de nuestros esfuerzos — excepto a través de una libre comprensión entre las personas, y sin imponer por la fuerza la voluntad de nadie sobre la de ningún otro.
En otros partidos, hay por cierto personas que son tan sinceras y tan devotas a los intereses del pueblo como los mejores de nosotros podrían serlo. Pero lo que nos caracteriza a los anarquistas y nos distingue de todos los demás es que no nos creemos en posesión de la verdad absoluta; no nos creemos ni infalibles, ni omniscientes, — la cual es la pretensión implícita de todos los legisladores y candidatos políticos que sea; y en consecuencia, no nos creemos llamados a la dirección y el tutelaje del pueblo.
Somos, por excelencia, el partido de la libertad, el partido del libre desarrollo, el partido de la experimentación social.
Pero contra esta misma libertad que reclamamos para todos, contra la posibilidad de esta búsqueda experimental de mejores formas de sociedad, se erigen barreras de hierro. Legiones de soldados y policías están listos para masacrar y encarcelar a quien sea que no se someta mansamente a las leyes que un puñado de personas privilegiadas han hecho para sus propios intereses. E incluso si no existiesen soldados ni policía, mientras la constitución económica de la sociedad siga siendo como es, la libertad aún sería imposible; porque, ya que todos los medios para la vida están bajo el control de una minoría, la gran masa de la humanidad está obligada a trabajar para los otros, y se sumen en la pobreza y la degradación.
Lo primero que hay que hacer, por ende, es deshacerse de la fuerza armada que defiende a las instituciones existentes, y a través de la expropiación de los propietarios presentes, poner la tierra y los demás medios de producción a disposición de todos. Y esto no es posible hacerlo — en nuestra opinión — sin el empleo de la fuerza física. Aún más, el desarrollo natural de los antagonismos económicos, la consciencia despierta de una fracción importante del proletariado, el número constantemente creciente de desempleados, la ciega resistencia de las clases dominantes, en resumen, la evolución contemporánea como un todo, nos están conduciendo inevitablemente hacia la estallido de una gran revolución, que derrocará todo con su violencia, y los signos predecesores de ésta ya son visibles. Esta revolución ocurrirá, con o sin nosotros; y la existencia de un partido revolucionario, consciente del fin a alcanzar, servirá para dar una dirección a la violencia, y para moderar sus excesos mediante la influencia de un ideal noble.
Así es que somos revolucionarios. En este sentido, y dentro de estos límites, la violencia no es una contradicción con los principios anarquistas, dado que no resulta de nuestra libre elección, sino que nos es impuesta por la necesidad en la defensa de derechos humanos sin reconocer, que son frustrados por la fuerza bruta.
Repito aquí: como anarquistas, no podemos y no deseamos emplear la violencia, excepto en defensa nuestra y de los demás contra la opresión. Pero reclamamos este derecho a la defensa — completo, real, y eficaz. Es decir, queremos ser capaces de llegar detrás del instrumento material que nos hiere, y atacar a la mano que sostiene el instrumento, y a la cabeza que la dirige. Y queremos escoger nuestra propia hora y campo de batalla, de modo de atacar al enemigo bajo condiciones lo más favorables posible: ya sea cuando está ya atacando y provocándonos, o cuando duerme, y relaja su mano, contando con la sumisión popular. Pues es un hecho, la burguesía está en permanente estado de guerra contra el proletariado, pues nunca, ni por un momento, cesa de explotar a éste y de oprimirlo.
Desafortunadamente, entre los actos que se han cometido en nombre de la anarquía, ha habido algunos, que, aunque totalmente carentes de características anarquistas, han sido erróneamente confundidos con otros actos de obvia inspiración anarquista.
Por mi parte, protesto contra esta confusión entre actos totalmente distintos en valor moral, como así también en efectos prácticos.
A pesar de la excomunión y de los insultos de ciertas personas, yo considero que es esencial discriminar entre el acto heroico de una persona que conscientemente sacrifica su vida por aquello que cree hará bien, y el acto casi involuntario de algún infeliz al que la sociedad ha reducido a la desesperación, o el acto brutal de una persona que ha sido descarriada por el sufrimiento, y se ha contagiado de este salvajismo civilizado que nos rodea a todos; entre el acto inteligente de una persona que, antes de actuar, sopesa el bien o el mal probable que podría resultar por su causa, y el acto irreflexivo de la persona que golpea al azar; entre el acto generoso de quien se expone al peligro para ahorrarle sufrimiento a sus semejantes, y el acto burgués de quien lleva sufrimiento a otros para su propio beneficio; entre el acto anarquista de quien desea destruir los obstáculos que se ponen en el camino de la reconstitución de la sociedad sobre la base del libre acuerdo de todos, y el acto autoritario de la persona que pretende castigar a la muchedumbre por su estupidez, aterrorizarla (lo que la vuelve aún más estúpida), para imponerle sus propias ideas.
Definitivamente, la burguesía no tiene derecho alguno a quejarse de la violencia de sus enemigos, ya que toda su historia, como clase, es una historia de derramamiento de sangre, y ya que el sistema de explotación, que es la ley de su vida, produce a diario hecatombes de inocentes. Definitivamente, también, no son los partidos políticos los que deben quejarse de la violencia, pues éstos tienen, uno y cada uno, las manos rojas de sangre derramada innecesariamente, y completamente por su propio interés; éstos, quienes han criado a los jóvenes, generación tras generación, en el culto a la fuerza triunfante; éstos, quienes cuando no son apologistas de la Inquisición, son sin embargo entusiastas admiradores del Terror Rojo, que frenó el espléndido impulso revolucionario a fines del siglo pasado, y preparó el camino al Imperio, para la restauración, y el Terror Blanco.
La aparente gentileza que ha acaecido en cierta parte de la burguesía, ahora que sus vidas y sus billeteras se ven amenazadas, es, en nuestra opinión, de extremado poco fiar. Pero no es lo nuestro regular nuestra conducta por la cantidad de placer o vejación que pueda ocasionar la burguesía. Debemos conducirnos de acuerdo a nuestros principios; y el interés de nuestra causa, que a nuestro parecer es la causa de toda la humanidad.
Ya que los antecedentes históricos nos han llevado a la necesidad de la violencia, empleemos la violencia; pero no olvidemos nunca que es un caso de dura necesidad, y es en esencia contraria a nuestras aspiraciones. No olvidemos que toda la historia atestigua este inquietante hecho — cuando la resistencia a la opresión ha resultado victoriosa ha engendrado siempre nueva opresión, y ello nos advierte de que deberá ser así siempre hasta romper por siempre con la sangrienta tradición del pasado, y que la violencia se limite sólo a la más estricta necesidad.
La violencia engendra violencia; y el autoritarismo engendra opresión y esclavitud. Las buenas intenciones de los individuos no pueden de modo alguno afectar a esta secuencia. El fanático que se dice a sí mismo que salvará al pueblo por la fuerza, y a su propio modo, es siempre una persona sincera, pero es un terrible agente de la opresión y la reacción. Robespierre, con horrible buena fe y su consciencia pura y cruel, fue tan fatal para la Revolución como la ambición personal de Bonaparte. El ardiente fervor de Torquemada por la salvación de las almas hizo mucho más daño a la libertad de pensamiento y al progreso de la mente humana que el escepticismo y corrupción de León X y su corte.
La teorías, las declaraciones de principio, o las magnánimas palabras nada pueden hacer contra la filiación natural de los hechos. Muchos mártires han muerto por la libertad, muchas batallas se han peleado y ganado en nombre del bienestar de toda la humanidad, y sin embargo la libertad ha resultado después de todo significar nada más que la ilimitada opresión y explotación de los pobres por los ricos.
La idea anarquista no está más asegurada contra la corrupción de lo que la idea liberal ha probado no estarlo, pero los comienzos de la corrupción podrían ya observarse si notamos el desprecio por las masas que exhiben ciertos anarquistas, su intolerancia, y su deseo de esparcir el terror a su alrededor.
¡Anarquistas! ¡salvemos la anarquía! Nuestra doctrina es una doctrina de amor. No podemos, y no debemos ser ni vengadores, ni dispensadores de justicia. Nuestra tarea, nuestra ambición, nuestro ideal, es ser libertadores.