Páginas

Errico Malatesta: La tragedia de Monza (1900)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

(Traducido desde el inglés y el original en italiano disponibles en A-Rivista Anarchica)
Tras el regicidio de Humberto I en manos de Gaetano Bresci, Errico Malatesta — exiliado en Londres luego del temerario escape del confinamiento en Lampedusa dos años antes — publica en el periódico de número único Causa ed effetti del año 1900, el artículo «La tragedia di Monza», como respuesta al ensayo de Tolstoy “No matarás”. Más tarde, será reimpreso en Rivoluzione e lotta quotidiana.


Otro acto de violencia llegó a abrumar las almas… y susceptible a recordar a los poderes que no carece de peligros ponerse por sobre las personas y pisotear el gran precepto de la igualdad y la solidaridad humana. 
Gaetano Bresci, trabajador y anarquista, asesinó al rey Humberto. Dos hombres: uno murió prematuramente, el otro condenado a una vida de tormento, ¡que es mil veces peor que la muerte! ¡Dos familias sumergidas en el pesar! 

¿A quién culpar?

Cuando hacemos una crítica a las instituciones existentes, y recordamos las incontables muertes y el dolor indescriptible que producen, nunca fallamos en advertir que estas instituciones no son solo dañinas para las grandes masas proletarias por las cuales están sumidas en la pobreza, la ignorancia y todos los males que resultan de la pobreza y la ignorancia, sino que también lo son para la minoría privilegiada misma que sufre, física y moralmente, del ambiente viciado que crea, y está en constante temor a que la ira del pueblo les haga pagar caro por sus privilegios.

Cuando auguramos la revolución redentora, estamos siempre hablando del bien de todos los hombres sin distinción; y queremos decir que, cual sea la rivalidad de intereses y de partido que hoy nos divide, todos deben olvidar los odios y resentimientos, y volverse hermanos en el trabajo en común por el bienestar de todos.

Y cada vez que los capitalistas y los gobiernos cometen un acto excepcionalmente malvado, cada vez que el inocente es torturado, cada vez que la ferocidad del poderoso es desplegada en obras de sangre, nosotros deploramos el hecho, no solo por el dolor que directamente produce y por el sentido de justicia y piedad ofendido en nosotros, sino también por el legado de odio que deja, por el sentido de venganza que ello introduce al ánimo del oprimido.

Pero nuestras advertencias siguen sin ser atendidas; son de hecho un pretexto para la persecución.

Y después, cuando la ira acumulada del largo tormento rompe en tempestad, cuando un hombre reducido a la desesperación, o un generoso conmovido por el dolor de sus hermanos e impaciente por esperar por una justicia que tarda en venir, alza el brazo vindicatorio y golpea donde cree que esté la causa del mal, entonces los culpables, los responsables… somos nosotros.
¡Es siempre el cordero el que tiene la culpa!

Sueñan complots absurdos, que hay un peligro para la sociedad, fingen creer — y tal vez algunos creen realmente — en monstruos sedientos de sangre, en criminales para los que no debe haber más remedio que la cárcel y el manicomio criminal…

De todos modos, es natural que sea así. ¡En un país donde viven libres, poderosos, con honores, los Crispi, los Rudini, los Pelloux y todos los asesinos y los que tienen en la hambruna al pueblo, no puede haber lugar para nosotros, que contra las masacres y contra el hambre protestamos y nos rebelamos!

Pero hagamos de lado a los incorregibles de la policía; hagamos de lado a los interesados que mienten sabiendo que mienten; hagamos de lado a los viles que se arrojan sobre nosotros para evitar los golpes que podrían caerles a ellos, y razonemos un poco con la gente de buena fe y de sentido común.

En primer lugar, reduzcamos la cosa a sus proporciones adecuadas.

Un rey fue asesinado; y como un rey es sigue siendo un hombre, el hecho es deplorable. Una reina quedó viuda; y como reina es también una mujer, nos solidarizamos con su dolor.

Pero ¿por qué tanto alboroto por la muerte de un hombre y por las lágrimas de una mujer cuando se acepta como algo natural que cada día muchos hombres mueran, y muchas mujeres lloren, a causa de las guerras, los accidentes en el trabajo, las revueltas reprimidas y fusiladas, y los muchos crímenes producidos por la miseria, por el espíritu de venganza, por el fanatismo, y por el alcoholismo?

¿Por qué tal despliegue de sentimentalismo a propósito de una desgracia particular, cuando miles y millones de seres humanos mueren de hambre y de malaria ante la indiferencia de aquellos que tienen los medios para remediarlo? ¿Tal vez porque esta vez las víctimas no son trabajadores vulgares, no un hombre honesto y una mujer común honesta, sino un rey y una reina? … ¡A decir verdad, nos hallamos ante un caso más interesante, y nuestro dolor se siente más, más vivo, más real, cuando se trata de un minero aplastado por un deslizamiento de tierra mientras trabajaba y una viuda se presta a morir de hambre con sus hijos!

Sin embargo, aquellos también son real sufrimiento humano y debe ser deplorado. Pero el lamento sigue estéril si no se investigan las causas y no se las intenta eliminar.

¿Quién provoca la violencia? ¿Quién la hace necesaria, fatal?

Todo el sistema social vigente está basado en la fuerza bruta al servicio de una pequeña minoría que explota y oprime a la gran masa; toda la educación que se da a los niños se resume en una continua apoteosis de la fuerza bruta; todo el ambiente en el que vivimos es un continuo ejemplo de violencia, una sugestión continua a la violencia.

Al soldado, es decir, al asesino profesional, se le honra, y encima de todo se honra al rey, cuya característica histórica es la de estar a cargo de los soldados.

Con la fuerza bruta se fuerza al trabajador a ser robado del producto de su trabajo; con la fuerza bruta se arrebata la independencia por una débil nacionalidad.

El emperador de Alemania incita a sus soldados a no dar cuartel a los chinos; el gobierno británico trata de rebeldes a los Boer que rehusan someterse a la potencia extranjera, y a la quema de las granjas y la caza de las mujeres de las casas y a la persecución de incluso no-combatientes y renueva los hechos horribles de España en Cuba; el sultán hace asesinar a los armenios por cientos de miles; el gobierno americano masacra filipinos después de haberlos traicionado vilmente.

Los capitalistas hacen morir a los trabajadores en las minas, los ferrocarriles, en los campos de arroz para cubrir los gastos necesarios para la seguridad en el trabajo, y llaman a los soldados para intimidar y disparar ante la ocurrencia de los trabajadores de demandar mejoras en sus condiciones.

Una vez más, ¿de dónde viene la sugestión, la provocación a la violencia? ¿Quién hace de la violencia la única manera de salir de la situación actual, la única manera de no sufrir eternamente la violencia de los demás?

Y en Italia es peor que en otros lugares. El pueblo sufre perennemente el hambre, peor que escuderos del señor en el Medioevo, el gobierno, que compite junto a los propietarios, desangra a los trabajadores para enriquecer sus negocios y desperdiciar el resto en empresas dinásticas; la policía arbitra  sobre la libertad de los ciudadanos, y cada grito de protesta, incluso cada tenue lamento es estrangulado en la garganta del carcelero y sofocado en la sangre de los soldados.

Larga es la lista de masacres: de Pietransa en Conselice, de Calatabiano a Sicilia, y así.

Hace solo dos años, las tropas reales masacraron al pueblo desarmado; hace solo unos días las tropas reales han llevado a los propietarios de Molinella a rescatar sus bayonetas y su mano de obra forzada, contra los trabajadores hambrientos y desesperados.

¿Quién es culpable de la rebelión, quién es culpable de la venganza que erupciona de tiempo en tiempo, el provocador, el ofensor, o quien denuncia la ofensa y quiere eliminar las causas?

Pero dicen que el rey no es el responsable.

Ciertamente no nos tomamos en serio el chiste de las funciones constitucionales. Los periódicos “liberales” que ahora discuten sobre la irresponsabilidad del rey, sabían, en lo que a ellos concierne, por sobre el parlamento y los ministros, que había una influencia poderosa, una alta esfera que no permitió a los fiscales  reales hacer alusiones muy claras. Y ahora los conservadores, que esperan una “nueva era” con la energía del nuevo rey, demuestran saber que el rey, al menos en Italia, no es el títere que nos quieren hacer creer a la hora de establecer la responsabilidad. Y además, aún si no hace mal directamente, siempre es responsable de ello, un hombre que pudiendo evitarlo, no lo impide — y el rey es el cabeza de los soldados y puede siempre, al menos, impedir que los soldados hagan fuego contra la población indefensa. Y también es responsable de los que, si es incapaz de prevenir un mal, les deja hacerlo en su nombre, en lugar de renunciar a las ventajas del puesto.

Es cierto que si se toma en cuenta las consideraciones de la herencia, la educación, el medio ambiente, la responsabilidad personal de los poderosos se desvanece mucho y puede desaparecer por completo. Pero entonces, si el rey es irresponsable de sus actos y sus omisiones, si a pesar de la opresión, el despojo, la masacre del pueblo hechos en su nombre, se hubiese quedado en el país, ¿por qué hacer responsable a Bresci? ¿Por qué Bresci servirá una vida de sufrimiento indecible, por un acto que, por mucho que se quiera juzgar errado, nadie puede negar que fue inspirado por intenciones altruistas?

Pero esta cuestión de la investigación de la responsabilidad nos interesa poco. 
Nosotros no creemos en el derecho de castigar, rechazamos la idea de la venganza como sentimiento bárbaro: no tratamos de ser justicieros ni vengadores. Más santa, más noble, más fecunda nos parece la misión de liberadores y pacificadores. A los reyes, a los opresores, a los explotadores les tenderemos con gusto la mano, cuando ellos quieran solamente volverse hombres entre los hombres, iguales entre iguales. Pero mientras se obstinen en disfrutar del actual orden de cosas y en defenderlo con la fuerza, produciendo así el martirio, el embrutecimiento y la muerte por inanición a millones de criaturas humanas, estamos en la necesidad, estamos en el deber de oponer la fuerza a la fuerza.

¡Oponer la fuerza con la fuerza!

¿Quiere eso decir que nos deleitamos en complots melodramáticos y que estamos siempre en el acto y la intención de apuñalar a un opresor?

De ningún modo. Nosotros aborrecemos la violencia por sentimiento y por principio, y siempre hacemos todo lo posible por evitarlo; sólo la necesidad de resistir al mal con medios adecuados y eficaces nos puede inducir a recurrir a la violencia.

Sabemos que estos actos individuales de violencia, sin suficiente preparación en el pueblo son estériles y a menudo, provocan reacciones a las que se es incapaz de resistir, producen dolor interminable y hieren a la causa misma a la que pretenden servir.

Sabemos que lo esencial, lo indiscutiblemente útil consiste no ya en matar la persona de un rey, sino en matar a todos los reyes — los de las Cortes, de los Parlamentos y de las fábricas — en el corazón y la mente de la gente; es decir, en erradicar la fe en el principio de autoridad al cual rinde culto una parte tan considerable del pueblo.

Sabemos que si la revolución es menos madura, puede ser más sangrienta e incierta.

Sabemos que, siendo que la violencia surge desde la autoridad, que de hecho el fondo de todo el asunto es el principio de autoridad, más la revolución será violenta y más será el peligro de que dé lugar a nuevas formas de autoridad.

Y así es que nos esforzamos por lograr, antes de utilizar las últimas razones de los oprimidos, la fuerza moral y material necesarias para derribar al régimen de violencia a la que hoy la humanidad está sujeta.
 
¿Os dejamos en paz a por nuestro trabajo de propaganda, de organización, de preparación revolucionaria?En Italia nos impiden hablar, escribir, asociarnos. Se prohíbe a los trabajadores unirse y luchar pacíficamente por la emancipación, incluso en pequeñas proporciones, para mejorar sus condiciones de vida incivilizadas e inhumanas. Prisión, arresto domiciliario, represiones sangrientas, son los medios que oponen no sólo a nosotros los anarquistas, sino a cualquiera que se atreva a pensar una condición más civil de las cosas.

No es de asombrarse si, perdida la esperanza de poder combatir con beneficios por la propia causa, las mentes ardientes se dejan llevar a actos de justicia vengativa.

Las medidas de la policía, de la que los menos peligrosos son  siempre víctimas; la búsqueda frenética de instigadores inexistentes, que parece ridícula a quien sabe un poco del espíritu dominante entre los anarquistas; las mil divertidas propuestas de  exterminio hechas por el policiaquismo aficionado, sólo sirven para poner en evidencia el fondo salvaje que eclosiona en el alma de la clase dominante.

Para eliminar totalmente la revuelta sangrienta de las víctimas no hay otro medio que la abolición de la opresión, mediante la justicia social.

Para disminuir y atenuar las explosiones, no hay otro medio que dejar a todos la libertad de propaganda y de organización; que dejar a los desposeídos, los oprimidos, los descontentos, la posibilidad de lucha civil; que darles la esperanza de poder conquistar, aunque sea gradualmente, la propia emancipación por vía incruenta.

El gobierno de Italia no hace nada; sigue reprimiendo… y seguirá cosechando aquello que siembra.

Nosotros, a la vez que deploramos la ceguera de los gobernantes que imprimen a la lucha una amargura innecesaria, seguiremos luchando por una sociedad en la que se haya eliminado toda violencia, en la que todos tengan pan, libertad, ciencia, en la que el amor sea la ley suprema de la vida.