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Bào Jìngyán (鮑敬言) : Ni Señor ni Súbdito (300 e.c.)

Traducción al castellano: @rebeldealegre

Texto de apertura de «Anarchism — A Documentary History of Libertarian Ideas. Volume One» (Cap. 1, Texto No. 1) Robert Graham. El autor escribe en su blog:

El Daoísmo (o taoísmo) en la antigua China ayudó a dar expresión más formal a las sensibilidades no-jerárquicas de las antiguas sociedades humanas, conduciendo eventualmente a algunos Daoístas a adoptar una postura anarquista. John P. Clark ha argumentado que el texto clásico, el Dao De Jing (o Tao Te Ching), de alrededor del 400 a.e.c., evoca “la condición de totalidad que precedió al desgarre del tejido social por parte de instituciones como el Estado, la propiedad privada, y el patriarcado”.
Escribiendo en torno al 300 e.c., el sabio Daoísta 鮑敬言 Bào Jìngyán dio al rechazo Daoísta de la cosmología jerárquica de los Confucianos una inclinación más política, viéndola nada más como un pretexto para el sometimiento del débil e inocente por parte del fuerte y artero. Puso atención en la condición “original no diferenciada” del mundo en la que “todas las criaturas hallaban felicidad y auto-plenitud,” expresando una sensibilidad no-jerárquica y ecológica que rehuye al “uso de la fuerza que va contra la real naturaleza de las cosas.” Destacó que en “los tiempos primeros,” antes de la creación de un orden social jerárquico, “no había ni señor ni súbditos.” Vio el trabajo obligatorio y la pobreza como resultados de la división de las personas en rangos y clases. Con la emergencia de un orden social jerárquico, todos buscan estar sobre los demás, dando pie al crimen y el conflicto. El “pueblo estalla en revuelta en medio de su pobreza y aflicción,” tanto que intentar detenerles de la revuelta “es como tratar de contener un río con un puñado de tierra.” Prefería una vida digna de ser vivida a la promesa de la vida después de la muerte.
En su comentario sobre el texto de Bào Jìngyán, Etienne Balazs (traductor del texto al inglés) argumenta que fue él “el primer anarquista político de China” [Chinese Civilization and Bureaucracy: Variations on a Theme (New Ha­ven: Yale University Press, 1964)]. Como otros auto-proclamados anarquistas posteriores, Bào Jìngyán se opuso a la jerarquía y la dominación, viéndolas como la causa de la pobreza, el crimen, la explotación y el conflicto social, rechazó las creencias religiosas que justificaban tal estado de las cosas, predijo la revuelta de las masas y abogó por una sociedad sin jerarquía ni dominación donde no hay “ni señor ni súbditos,” una frase asombrosamente reminiscente del clamor anarquista europeo del siglo diecinueve, “Ni Dios ni Amo.” Ideas similares pueden haber sido expresadas en la antigua Grecia por el filósofo estoico, Zenón de Citio (333—262 a.e.c.), pero sólo han sobrevivido fragmentos de sus escritos, haciendo del texto de Bào Jìngyán quizás el más antiguo existente en poner de manifiesto una postura claramente anarquista.


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El literato confuciano dice: “El Cielo le dio vida al pueblo y luego estableció gobernantes sobre ellos.” Pero ¿cómo puede el Alto Cielo haber dicho esto en tantas palabras? ¿No es acaso que las partes interesadas hacen de esto su pretexto? La verdad es que el fuerte oprimió al débil y el débil se sometió; el artero engañó al inocente y el inocente le sirvió. Fue porque hubo sumisión que surgió la relación señor-súbdito, y porque hubo servidumbre que el pueblo, siendo impotente, pudo ser puesto bajo control. Así, servidumbre y dominio resultan de la lucha entre el fuerte y el débil y del contraste entre el artero y el inocente, y el Cielo Azul nada tiene que ver con eso.

Cuando el mundo estaba en su estado original indeferenciado, lo Sin Nombre (wu ming, esto es, el Tao) era lo valorado, y todas las criaturas hallaban felicidad en la auto-plenitud. Ahora, cuando al árbol de la canela se le extrae la corteza o se corta el árbol de la laca, esto no se hace bajo el deseo del árbol; cuando las plumas del faisán son arrancadas o el martín pescador es despedazado, esto no se hace por el deseo del ave. Ser embridado y embocado no va en acuerdo con la naturaleza del caballo; ser puesto bajo el yugo y soportar cargas no le da placer al buey. Lo artero tiene su origen en el uso de la fuerza, que va contra la real naturaleza de las cosas, y la verdadera razón para dañar a las criaturas es  para proveer de inútiles adornos. Así, atrapar las aves del aire para suplir de frívolos adornos, hacer hoyos en narices donde no debiese haberlos, atar bestias por las piernas cuando la naturaleza les hizo libres, no está en acuerdo con el destino de la miríada de criaturas, todas nacidas para vivir sus vidas sin daño. Y así el pueblo es obligado a trabajar para que aquellos en el poder se nutran; y mientras sus superiores disfrutan de gordos salarios, éste es reducido a la más abyecta pobreza.

Está muy bien disfrutar de la dicha infinita de la vida después de la muerte, pero es preferible no haber muerto en primer lugar; y en vez de adquirir una reputación vacía por la integridad de renunciar a la oficialidad y privarse del salario, es mejor que no haya oficialidad a la que renunciar.
La lealtad y la rectitud solamente aparecen cuando estalla la rebelión en el imperio, la obediencia filial y el amor parental solamente se despliegan cuando hay discordia entre parientes.
En los primeros tiempos, no había ni señor ni súbditos. Los pozos se cavaban para beber agua, los campos se labraban para el alimento, el trabajo comenzaba en el amanecer y cesaba en el crepúsculo; todos eran libres y estaban a gusto; ni compitiendo unos con otros ni confabulando unos contra otros, y nadie era ni glorificado ni humillado. Las tierras sobrantes no tenían ni senderos ni caminos y las vías de agua ni botes ni puentes, y dado que no habían medios de comunicación por tierra o por agua, las personas no se apropiaban de la propiedad de los demás; no se podían formar ejércitos, y así las personas no se atacaban unas a otras.

De hecho, puesto que nadie escalaba a buscar nidos ni se sumergía en lo profundo de las aguas, el fénix anidaba bajo los aleros de la casa y los dragones se entretenían en la piscina del jardín. El tigre voraz podía ser vencido, la venenosa serpiente, manejada. Los hombres podían vadear por los pantanos sin espantar a las aves acuáticas, y entrar en los bosques sin alarmar a los zorros o a las liebres. Ya que nadie comenzaba siquiera a pensar en obtener poder o buscar provecho, no ocurrían eventos terribles ni rebeliones; y como las lanzas y los escudos no estaban en uso, no había que construir fosas y muros. Todas las criaturas vivían juntas en mística unidad, todas fundidas en la Vía (Tao). Ya que no eran visitadas por plagas ni pestilencias, podían vivir sus vidas y morir una muerte natural. Sus corazones puros, desprovistos de malicia. Disfrutando de abundantes suministros de alimento, merodeaban con sus estómagos llenos. Su hablar no era florido, su conducta no era ostentosa. ¿Cómo entonces, podía haber acumulación de propiedad como para robar al pueblo su riqueza, o severos castigos para atraparles y entramparles? Cuando esta era entró en decadencia, el conocimiento y la malicia entraron en uso. Habiendo caído en descomposición la Vía y su Virtud (Tao te), se estableció una jerarquía. Proliferaron regulaciones de las costumbres por la promoción y degradación y por el lucro y la pérdida, se elaboraron adornos ceremoniales como el cinto y la corona de sacrificios [de la nobleza] y  [las túnicas para adorar al Cielo y la Tierra] azul y amarilla imperial. Se erigieron construcciones de tierra y madera hacia lo alto del cielo, con sus vigas y travesaños pintados de rojo y verde. Las alturas fueron derribadas en busca de joyas, las profundidades sondeadas en busca de perlas; pero no importa cuán vasta la colección de piedras preciosas que el pueblo haya podido reunir, aún no sería suficiente para satisfacer sus caprichos, y una montaña entera de oro no sería suficiente para cubrir sus gastos, tan hundidos estaban en su depravación y vicio,  transgrediendo así los principios fundamentales del Gran Comienzo. A diario se fueron alejando de los modos de sus ancestros, y dieron la espalda más y más a la simpleza original del hombre. Ya que promovieron como “digno” el poder, las personas comunes se esforzaron por tener reputación, y ya que elogiaron la riqueza material, aparecieron ladrones y asaltantes. La imagen de objetos deseables tentaban a los corazones verdaderos y honestos, y el despliegue del poder arbitrario y del amor por la ganancia abrieron el camino al robo. Entonces hicieron armas con puntas y afilados bordes, y tras eso no hubo fin a las usurpaciones y a los actos de agresión, y temían solamente que las ballestas no fuesen lo suficientemente fuertes, los escudos lo suficientemente robustos, las lanzas lo suficientemente  afiladas, y las defensas lo suficientemente sólidas. Y sin embargo todo esto pudo haber sido hecho a un lado si no hubiese habido opresión y violencia para empezar.

Por eso se ha dicho: “¿Quién podría hacer cetros sin arruinar el jade inmaculado? ¿Y cómo podrían ser apreciados el altruismo y la rectitud (jen e i) a menos que la Vía y su Virtud pereciesen?” Aunque tiranos como Chieh y Chou hayan podido quemar personas hasta la muerte, masacrar a sus consejeros, hacer carne picada de los señores feudales, cortar a los barones en tiras, desgarrar los corazones de los hombres y quebrar sus huesos, e ir hasta los más lejanos extremos del crimen tiránico haciendo uso de la tortura rostizante, no importa lo crueles que por naturaleza puedan haber sido, ¿podrían haber hecho tales cosas si hubiesen tenido que seguir estando al nivel de las personas comunes? Si dieron rienda suelta a su crueldad y lujuria y sacrificaron a todo el imperio, fue porque, como dominadores, podían hacer lo que quisieran. Tan pronto como se establece la relación entre señor y sometido, los corazones se llenan día a día de señales malvadas, hasta que de pronto los criminales, engrillados y haciendo trabajos forzados en el barro y el polvo, están llenos de pensamientos de motines, el soberano entonces tiembla de ansioso temor en su templo ancestral, y el pueblo estalla en revuelta en medio de su pobreza y aflicción; intentar detenerles por medio de reglas y regulaciones, o controlarles por medio de penalidades y castigos, es como intentar contener un río en pleno flujo con un puñado de tierra, o detener el torrente del agua con un dedo.