Traducción al castellano: @rebeldealegre
Fuente: Élisée and Élie Reclus: In Memoriam, de Joseph Ishill (1927). Compilado, editado e impreso por Joseph Ishill. Berkeley Heights, N.J.: Oriole Press.
Recuerdo una polvorienta tarde de Agosto. La agobiante y sofocante atmósfera yacía densa sobre el inmóvil lago, relumbrante como una hoja inmensa de acero pulido. Yacía densa sobre las agotadas vides de la colina, invadiendo incluso la penumbra del amplio estudio donde opuestos uno al otro, trabajábamos en unas estadísticas que nos dieron relativas a la República de Guatemala. Además, como cada día, él me había reprochado aquella tarde por haber comenzado a trabajar: “Necesitas aire, luz, sol, mucho sol, mucha actividad,” me dijo, “y el aire cerrado de la habitación no es muy buena para ti. Ve a Clarens; comenzarás de nuevo mañana por la mañana; el trabajo que has hecho esta mañana me es suficiente.” Pero yo no quería eso. Es cierto, había vuelto recién de un encarcelamiento en la más sombría prisión de Francia y me hubiese beneficiado de los poderes sanadores del aire y el sol, pero qué habría de hacer en Clarens, vagando ocho o nueve horas ¿podría haber tenido mayor placer y beneficio en eso que en estas pausas de quince minutos en que Elisée, dejando a un lado su pluma, buscaba por mi beneficio en los tesoros de sus recuerdos, o mejor aún, despejaba alguna duda, volviendo aún más firmes mis íntimas aspiraciones a la revuelta? Me quedé, entonces, a su lado, trabajando o leyendo, a veces interrumpiendo inadvertidamente su febril labor con una pregunta apremiante y acariciado por sus simples y amables palabras bebía barriles de alegría y júbilo. ¿Para qué, entonces, salir? Pero aquel día, la criada, interrumpiendo una de estas deliciosas pausas, trajo dos cartas a Elisée: una de Floquet, presidente de la cámara de diputados, la otra de Freycinet, quien era entonces, si mi memoria no me engaña, ministro de guerra. Estos personajes pedían gentilmente prestar respetos al ilustre geógrafo Elisée Reclus. “Di que Reclus no puede recibirles,” dijo firme a la criada y a mí, que me había parado para abandonar la habitación: — “Quédate aquí. No recibiré a estas despreciables criaturas.” Por un momento pareció querer darme una razón íntima para este áspero rechazo, desahogar el rencor que estos dos nombres, vueltos famosos, le causaban, los recuerdos de sordidez e intrigas que éstos le traían. Un leve sonrojo cubrió su rostro, miró afuera a las glicinas sobre el espejo ardiente del lago, y luego, inclinando el ceño sobre las hojas en blanco murmuró casi inaudiblemente: “será mejor trabajar.” Pero estábamos destinados a no trabajar aquel día. Apenas es restablecía el silencio cuando Thérèse, la criada, entrando nuevamente al estudio, susurró en mi oído que alguien afuera me esperaba. Me levanté con mucha suavidad, y, feliz sorpresa, encontré en el vestíbulo, a Auguste, un excelente compañero con quien compartí el pan negro de la República en Mazas, en Chaumont, en Lyons. Devuelto a la fuerza a Italia, había salido nuevamente desde Milán, pidibus calcantibus y a pie, retornaba a París. Era por entonces un adolescente, casi un niño, pero lleno de ardor e inteligencia; años, luchas, sufrimientos, felizmente no han mellado su vigor o su bondad y entonces, como hoy, era para mí, un querido, muy querido compañero. ¡Pero en qué estado! Había dejado gran parte de sus zapatos en la cumbre de Simplon. El viaje de los refugiados no había ocurrido sin dañar su ropa y en su cabeza, a la Danton, podía uno casi contar tantas hierbas como cabellos; sus mangas estaban agujereadas hasta los codos y para coronar, sus inmanejables pies sobresaliendo de los intersticios de sus medias. Le di las llaves de mi pequeña habitación, rogándole que usara mi armario donde mis ropas estaban al menos remendadas y limpias. Luego le rogué que volviera tan pronto como fuera posible y me encontrase nuevamente. Con júbilo mantendríamos el encuentro. Volví a entrar al estudio.
Fuente: Élisée and Élie Reclus: In Memoriam, de Joseph Ishill (1927). Compilado, editado e impreso por Joseph Ishill. Berkeley Heights, N.J.: Oriole Press.
Recuerdo una polvorienta tarde de Agosto. La agobiante y sofocante atmósfera yacía densa sobre el inmóvil lago, relumbrante como una hoja inmensa de acero pulido. Yacía densa sobre las agotadas vides de la colina, invadiendo incluso la penumbra del amplio estudio donde opuestos uno al otro, trabajábamos en unas estadísticas que nos dieron relativas a la República de Guatemala. Además, como cada día, él me había reprochado aquella tarde por haber comenzado a trabajar: “Necesitas aire, luz, sol, mucho sol, mucha actividad,” me dijo, “y el aire cerrado de la habitación no es muy buena para ti. Ve a Clarens; comenzarás de nuevo mañana por la mañana; el trabajo que has hecho esta mañana me es suficiente.” Pero yo no quería eso. Es cierto, había vuelto recién de un encarcelamiento en la más sombría prisión de Francia y me hubiese beneficiado de los poderes sanadores del aire y el sol, pero qué habría de hacer en Clarens, vagando ocho o nueve horas ¿podría haber tenido mayor placer y beneficio en eso que en estas pausas de quince minutos en que Elisée, dejando a un lado su pluma, buscaba por mi beneficio en los tesoros de sus recuerdos, o mejor aún, despejaba alguna duda, volviendo aún más firmes mis íntimas aspiraciones a la revuelta? Me quedé, entonces, a su lado, trabajando o leyendo, a veces interrumpiendo inadvertidamente su febril labor con una pregunta apremiante y acariciado por sus simples y amables palabras bebía barriles de alegría y júbilo. ¿Para qué, entonces, salir? Pero aquel día, la criada, interrumpiendo una de estas deliciosas pausas, trajo dos cartas a Elisée: una de Floquet, presidente de la cámara de diputados, la otra de Freycinet, quien era entonces, si mi memoria no me engaña, ministro de guerra. Estos personajes pedían gentilmente prestar respetos al ilustre geógrafo Elisée Reclus. “Di que Reclus no puede recibirles,” dijo firme a la criada y a mí, que me había parado para abandonar la habitación: — “Quédate aquí. No recibiré a estas despreciables criaturas.” Por un momento pareció querer darme una razón íntima para este áspero rechazo, desahogar el rencor que estos dos nombres, vueltos famosos, le causaban, los recuerdos de sordidez e intrigas que éstos le traían. Un leve sonrojo cubrió su rostro, miró afuera a las glicinas sobre el espejo ardiente del lago, y luego, inclinando el ceño sobre las hojas en blanco murmuró casi inaudiblemente: “será mejor trabajar.” Pero estábamos destinados a no trabajar aquel día. Apenas es restablecía el silencio cuando Thérèse, la criada, entrando nuevamente al estudio, susurró en mi oído que alguien afuera me esperaba. Me levanté con mucha suavidad, y, feliz sorpresa, encontré en el vestíbulo, a Auguste, un excelente compañero con quien compartí el pan negro de la República en Mazas, en Chaumont, en Lyons. Devuelto a la fuerza a Italia, había salido nuevamente desde Milán, pidibus calcantibus y a pie, retornaba a París. Era por entonces un adolescente, casi un niño, pero lleno de ardor e inteligencia; años, luchas, sufrimientos, felizmente no han mellado su vigor o su bondad y entonces, como hoy, era para mí, un querido, muy querido compañero. ¡Pero en qué estado! Había dejado gran parte de sus zapatos en la cumbre de Simplon. El viaje de los refugiados no había ocurrido sin dañar su ropa y en su cabeza, a la Danton, podía uno casi contar tantas hierbas como cabellos; sus mangas estaban agujereadas hasta los codos y para coronar, sus inmanejables pies sobresaliendo de los intersticios de sus medias. Le di las llaves de mi pequeña habitación, rogándole que usara mi armario donde mis ropas estaban al menos remendadas y limpias. Luego le rogué que volviera tan pronto como fuera posible y me encontrase nuevamente. Con júbilo mantendríamos el encuentro. Volví a entrar al estudio.
“¿Alguna novedad?” preguntó ansiosamente Elisée.
“Un excelente compañero italiano que vino de Milán y va hacia París — a pie.”
“¿Por qué no le dijiste que entrara?”
“'¡Porque el pobre diablo está en tan mal estado!…”
“¿Qué importa? Hazle pasar; será un placer verle y conocerle, ya que es tan joven y tan bueno.”
Tuve que ir y buscarlo. Auguste había subido lentamente la loma que llevaba a mi cabaña, yendo a rastras dolorido y agotado. Dio media vuelta, tal como estaba, y ahí, en su amplio estudio, cuya puerta estaba cerrada apenas media hora antes para dos excelencias, dos poderosos de este mundo, el vagabundo en harapos, todo polvoriento, perseguido, sonreía con alegría abrazando a Elisée Reclus, quien le asedió con preguntas sobre el movimiento en Italia, los compañeros en Milán, sus luchas recientes, sus planes futuros, sus condiciones de trabajo y de vida, gentil como un niño, afectuoso como un hermano, modesto y delicado como son todos los que son fuertes, todos los que son grandes, todos los que son buenos.
— Luigi Galleani